DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA |
Estudio XI
LA PASCUA DE LA NUEVA CREACIÓN
Parte 3
“Nosotros, con ser muchos, somos un solo cuerpo”
“La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros con ser muchos somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan.”
(1 Corintios 10:16,17).
El Apóstol, bajo la guía del Espíritu Santo, establece aquí ante nosotros un pensamiento adicional con relación a esta Conmemoración instituida por nuestro Señor. Él no niega, sino que afirma que fundamentalmente el pan representa el cuerpo partido de nuestro Señor, sacrificado a favor nuestro; y que la copa representa su sangre que sella nuestro perdón. Pero ahora además, él demuestra que nosotros, como miembros de la Ecclesia, miembros del cuerpo de Cristo, los futuros Primogénitos, la Nueva Creación, nos convertimos en partícipes con nuestro Señor, en su muerte, copartícipes en su sacrificio, y como él lo estableció en otro momento, es una parte de nuestro pacto “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia.” (Colosenses 1:24). El pensamiento aquí es el mismo que lo expresado por las palabras: “Nosotros somos bautizados en su muerte”. Así mientras la carne de nuestro Señor fue el pan partido por el mundo, los creyentes de esta edad Evangélica, los fieles, los elegidos, la Nueva Creación, son tomados en cuenta como partes de un solo pan, “miembros del cuerpo de Cristo”; y por lo tanto, en el partimiento del pan, después de reconocerlo como el sacrificio de nuestro Señor a favor nuestro, debemos reconocerlo además como el partimiento o sacrificio de toda la Iglesia, de todos aquellos que están consagrados a morir con él, a ser partidos con él, a compartir sus sufrimientos.
Este es el pensamiento exacto que está contenido en la palabra “comunión”, unión común o participación común. De ahí que con cada celebración anual de esta Conmemoración no solamente reconocemos que la fundación de todos nuestros pensamientos se basan en el sacrificio del amado Redentor por nuestros pecados, sino que revivimos y renovamos nuestra propia consagración para “morir con él, que también podemos vivir con él”, para “sufrir con él, que podemos también reinar con él”. ¡Cuán grandiosamente amplio es el significado de esta celebración divinamente instituida! No estamos colocando los símbolos en lugar de la realidad, con seguridad nada podría estar más allá de la intención de nuestro Señor, ni más allá de la comprensión de nuestra parte. La comunión del corazón con él, la alimentación del corazón en él, la comunión del corazón con los miembros compañeros del cuerpo, y la comprensión del corazón del significado de nuestro pacto de sacrificio, es la comunión real, que, si somos fieles, realizaremos día a día a lo largo del año, siendo partido diariamente con nuestro Señor, y alimentándonos continuamente de su mérito, creciendo en fortaleza en el Señor y en la fuerza de su poder. ¡Qué bendición recibimos con la celebración de esta Conmemoración! ¡Qué ardor en el corazón por una mayor apreciación y crecimiento en gracia y conocimiento, y por una mayor participación en los privilegios del servicio para los que hemos sido llamados, no solamente en relación al presente sino también en relación al futuro!
Se debería tener en cuenta que el Apóstol incluye la copa por la que nosotros alabamos a Dios. “¿No es la comunión [unión común o participación común] de la sangre de Cristo?”. ¡Oh, qué pensamiento, que el verdaderamente consagrado “rebaño pequeño” fiel de la Nueva Creación a través de esta edad Evangélica, ha sido Cristo en la carne, y que el sufrimiento y tribulaciones y oprobio y muerte de estos a quienes el Señor ha aceptado y reconocido como “miembros de su cuerpo” en la carne, son todos considerados como partes de su sacrificio, porque son asociados con él y bajo él que es nuestra Cabeza, nuestro Sacerdote Principal! ¿Quién que comprenda la situación, quién que aprecie la invitación de Dios para ser miembro de su Ecclesia, y la consecuente participación en el sacrificio de la muerte ahora, y en el trabajo glorioso del futuro, no se regocija de ser tomado en cuenta como digno de sufrir reproches en nombre de Cristo, y para dedicar su vida en el servicio de la Verdad, como miembros de su carne y de sus huesos? ¿Qué importa a estos que el mundo no nos conozca, así como no lo conoció? (1 Juan 3:1) ¿Qué importa a estos, aunque ellos deberían sufrir la pérdida de la más exquisitas ventajas terrenales, si ellos como el cuerpo de Cristo no pueden sino ser considerados dignos de una participación con el Redentor en sus futuras glorias?
A medida que éstos crecen en gracia y conocimiento y fervor, cada uno de ellos es capaz de sopesar y juzgar la materia desde el punto de vista del Apóstol, cuando dijo: “Y ciertamente aún estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo. Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.” (Filipenses 3:8; Romanos 8:18).
Otro pensamiento está en relación con el amor mutuo, la simpatía y el interés que debería prevalecer entre todos los miembros de este “cuerpo único” del Señor. A medida que el Espíritu del Señor recae más y más para dirigir nuestros corazones, esto nos hará regocijar en toda ocasión para hacer el bien a todos los hombres mientras tengamos la oportunidad, pero especialmente a la familia de la fe. A medida que nuestro amor crece por la humanidad entera, este amor debe crecer especialmente hacia el Señor, y consecuentemente, de manera especial también hacia aquellos que él reconoce, quienes tienen su espíritu y que están buscando seguir sus mismos pasos. El Apóstol indica que la magnitud de nuestro amor por el Señor será indicada mediante nuestro amor por nuestros hermanos, los miembros compañeros de su cuerpo. Si nuestro amor debe ser tal que soporte todas las cosas y resista todas las cosas en relación con los demás, ¡cuánto más esto será cierto con respecto a estos miembros compañeros del mismo cuerpo, que están unidos tan estrechamente a nosotros a través de nuestra Cabeza! No sorprende que el Apóstol Juan declare que una de las prominentes evidencias de nuestro paso de la muerte a la vida es que amamos a nuestros hermanos (1 Juan 3:14). Ciertamente, recordamos que al hablar de cómo colmamos la magnitud de las aflicciones de Cristo, el Apóstol Pablo añade: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia.” (Colosenses 1:24).
El mismo pensamiento está nuevamente presente en las palabras: “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.” (1 Juan 3:16). ¡Qué tal hermandad es la que, de esa manera, esto implica! ¿De qué otra manera podríamos nosotros encontrar semejante amor hacia los hermanos que renunciando a la vida misma a favor de ellos? Estamos ahora hablando de cómo el Señor puede estar gustoso de aplicar el sacrificio de la Iglesia, representado por “el macho cabrío para Jehová” como parte de los sacrificios del Día de la Expiación.* Nosotros simplemente, con el Apóstol, notamos el hecho que, hasta donde nos concierne, el sacrificio, la renunciación a la vida, se debe hacer principalmente por los hermanos, en su servicio; el servicio hacia el mundo corresponde principalmente a la edad que está por llegar, el Milenio. Bajo las condiciones actuales, nuestro tiempo, talentos e influencia y medios son más o menos gravados a los demás (la esposa o hijos o los padres ancianos u otros que dependan de nosotros), y estamos obligados también a la provisión de las “cosas necesarias”, “decentes” y “honestas ante todos los hombres” como nuestra responsabilidad. De aquí que encontramos comparativamente poco lo que queda a nuestra disposición para el sacrificio, para entregarse por los hermanos, y este poco, el mundo y la carne y el mal están continuamente intentando reclamarnos, y desviarnos del sacrificio al cual nos hemos consagrado.
* Sombras del Tabernáculo de los Mejores Sacrificios, p. 45.
En estos tiempos en los que prevalece el mal, la elección de la Iglesia por parte del Señor es para intentar que las circunstancias del entorno puedan poner a prueba la magnitud del amor y la lealtad de cada uno hacia él y lo suyo. Si nuestro amor fuera indiferente, los reclamos del mundo, la carne y el Adversario serán demasiado para nosotros, y atraerán nuestro tiempo, nuestra influencia, nuestro dinero. Por otro lado, en esa misma proporción tendremos el placer de sacrificarlos para él, no solamente para dar nuestro excedente de energía e influencia y medios, renunciando a estos mientras encontremos la oportunidad en el servicio a los hermanos, sino que adicionalmente, este espíritu de devoción hacia el Señor nos empujará a restringir dentro de los razonables límites económicos las demandas del hogar y de la familia, y especialmente de uno mismo, que podamos tener lo máximo para sacrificar en el altar del Señor. De la misma manera que nuestro Señor estuvo durante tres años y medio partiendo su cuerpo, y durante tres años y medio dando su sangre, su vida y sólo finalizó estos sacrificios en el Calvario, de ese mismo modo con nosotros: la renunciación a nuestras vidas por los hermanos está en los pequeños asuntos del servicio, temporal o espiritual, siendo superior el espiritual, y por lo tanto el más importante, aunque aquel que cierre su compasión hacia un hermano que tenga una necesidad temporal daría evidencia de que él no tuvo al Espíritu del Señor dirigiendo su corazón correctamente.
La Conmemoración aún apropiada
Como ya lo hemos visto, la celebración original de la Conmemoración de la muerte de nuestro querido Redentor (con el significado aun mayor atribuido a él por el Espíritu Santo a través del Apóstol, que incluye nuestra participación o comunión con él en su sacrificio) era en una fecha particular: el decimocuarto día del primer mes, según el calendario judío.* Y la misma fecha, considerada con el mismo método de conteo, aun es apropiada y llamará la atención a todos aquellos que se están preguntando por los “antiguos caminos” y están deseosos de caminar por ellos. Esta conmemoración anual de la muerte del Señor, etc., de la manera en que fue instituida por nuestro Señor y observada por la Iglesia de los primeros cristianos, ha sido restablecida recientemente entre aquellos que ingresan a la luz de la Verdad Presente.
* El año hebreo empieza en la primavera, con la primera aparición de la luna nueva después del Equinoccio de Primavera. El 14° día se puede contar fácilmente, pero no se debe confundir con la Semana de Fiesta que empezaba el 15° día y continuaba durante una semana (la celebración judía). Esa semana de pan sin levadura, celebrada por los judíos con regocijo, corresponde al futuro entero de un cristiano, representando especialmente el año completo hasta la próxima celebración de la Cena Conmemorativa. Para los judíos, el sacrificio del cordero era un medio para lograr el fin, un inicio de la fiesta de la semana, que tenía su especial significado. Nuestra Conmemoración se relaciona con la muerte del Cordero y pertenece por lo tanto al 14 de Nisán (el primer mes). Más aun, nosotros debemos recordar que con el cambio del conteo de las horas del día, la noche del 14 de Nisán correspondería con lo que ahora llamaríamos la noche del 13.
No es sorprendente que, mientras se iba perdiendo de vista cada vez más el significado real de la cena simbólica del Señor, el decoro que va adjunto a su celebración anual también fue descuidado. Esto se hará más fácil de comprender cuando entendamos la historia de este asunto, como sigue:
Después que los apóstoles y sus sucesores inmediatos murieron, aproximadamente en el siglo tercero, el Catolicismo Romano empezó a influir en la Iglesia. Una de sus falsas doctrinas era en el sentido de que mientras la muerte de Cristo aseguraba la cancelación de la antigua culpa, no podía compensar las transgresiones personales después que el creyente haya entrado en relación con Cristo, después del bautismo; pero que un nuevo sacrificio era necesario para tales pecados. En base a este error se edificó la doctrina de la Misa, que como ya lo hemos explicado de algún modo, era considerada como un nuevo sacrificio de Cristo para los pecados particulares del individuo para quien se ofrecía la Misa, o sacrificio, el nuevo sacrificio de Cristo realizado para hacer parecer razonable la afirmación de que el sacerdote que oficiaba la Misa tenía el poder para convertir el pan y el vino en el cuerpo real y en la sangre real de Cristo, y de ese modo, al partir la hostia, partir o sacrificar al Señor nuevamente por los pecados del individuo por quien se realizaba la Misa. Ya hemos mostrado que desde el punto de vista divino esta enseñanza y esta práctica era una aversión ante el Señor, “y quitarán el continuo sacrificio, y pondrán la abominación desoladora.” (Daniel 11:31; 12:11)*
* Vol. II, Cap. IX, y Vol. III, Cap. IV (en inglés).
Esta falsa doctrina se hizo sombría y a raíz de ésta se produjeron los innumerables errores de la Iglesia, la gran caída o apostasía que constituyó el sistema romano, el principal de todos los anticristos. Siglo tras siglo se sucedieron con esta visión como la predominante, la controladora sobre toda la Cristiandad, hasta que en el siglo decimosexto se inició el movimiento de la Gran Reforma para suscitar una oposición, y de manera proporcional se comenzó a encontrar las verdades que habían estado escondidas durante la Edad Media bajo las falsas doctrinas y las falsas prácticas del anticristo. A medida que los Reformistas recibieron mayores luces respecto del testimonio completo de la Palabra de Dios, esas luces incluyeron perspectivas más claras sobre el sacrificio de Cristo y ellos empezaron a ver que la teoría papal y la práctica de la misa eran en realidad la “abominación desoladora”, y ellos lo desautorizaron con gran autoridad. La Iglesia de Inglaterra revisó su libro de oraciones en 1552 y excluyó la palabra misa.
La costumbre de la Misa reemplazó prácticamente a las celebraciones anuales de la Cena Conmemorativa del Señor, pues las Misas eran oficiadas a intervalos frecuentes con vistas a limpiar repetidamente a la gente del pecado. Como los Reformistas vieron este error, ellos intentaron regresar a la simplicidad original de la primera institución y desconocieron la Misa romana considerándola como una celebración impropia de la Cena Conmemorativa del Señor. Sin embargo, al no ver la cercana relación entre el tipo de la Pascua y el antitipo de la muerte de nuestro Señor, y la Cena como una conmemoración del antitipo, ellos no captaron el pensamiento de la corrección de su observación en base a su repetición anual. De aquí que nosotros encontramos que entre los protestantes algunos la celebran mensualmente, otros cada tres meses y algunos cada cuatro meses, usando cada confesión su propio criterio, celebrándola los “Discípulos” semanalmente debido a un malentendido respecto del bautismo. Ellos basan su celebración semanal de la cena en las afirmaciones de los Hechos de los Apóstoles en el sentido de que la Iglesia de los primeros cristianos se reunía el primer día de la semana y en tales reuniones realizaban el “partimiento del pan” (Hechos 2:42, 46; 20:7).
Ya hemos observado* que estas celebraciones semanales no eran conmemoraciones de la muerte del Señor, sino por el contrario, eran fiestas de amor que conmemoraban su resurrección y el número de particiones del pan que ellos disfrutaron con él en los varios primeros días durante los cuarenta días antes de su ascensión. La remembranza de estas particiones del pan, en las que sus ojos fueron abiertos y ellos lo conocieron, probablemente los condujo a reunirse cada primer día de la semana desde ese entonces y no incorrectamente, los condujo a tener una comida social, un partimiento del pan. Como ya lo hemos notado, la copa nunca se menciona en relación con éstos, mientras que, en cada mención de la Cena Conmemorativa del Señor, ésta ocupa plenamente un lugar tan importante como el que ocupa el pan.
* Véase el capítulo anterior.
¿Quiénes pueden celebrar?
Ante todo, nosotros respondemos que nadie que no confíe en la preciosa sangre de Cristo, como sacrificio por los pecados, debería participar de la Pascua. Nadie debería participar de la Pascua excepto por la fe que tenga en la sangre del derramamiento sobre los marcos de las puertas y dinteles de su tabernáculo terrenal, que habló de paz para nosotros, en vez de llamar a la venganza como lo hizo la sangre de Abel (Hebreos 12:24). Nadie debería celebrar la fiesta simbólica a menos que en su corazón tenga la verdadera fiesta y haya aceptado a Cristo como su Dador de vida. Además, nadie debe participar de la Pascua a menos que sea un miembro del cuerpo único, del pan único, y a menos que haya considerado sacrificar su vida, su sangre con la del Señor en el mismo cáliz o copa. Aquí hay una clara línea que diferencia no solamente a los creyentes y a los no creyentes, sino también a los consagrados y a los no consagrados. Sin embargo, la línea debe ser trazada por cada individuo para sí mismo, mientras que lo que profesa sea bueno y atestiguado razonablemente por medio de su conducta externa. Ningún miembro debe ser el juez de otro, ni tampoco la Iglesia debe juzgar, a menos que, como ya se ha indicado, el asunto haya llegado ante ésta de alguna forma definida de acuerdo con las regulaciones prescritas. Por el contrario, los ancianos o representantes de la Iglesia deberían establecer ante aquellos que se congregan, estos términos y condiciones: (1) fe en la sangre, y (2) consagración al Señor y a su servicio, aun hasta la muerte. Ellos deberían entonces invitar a todos los que piensan así y se consagran así para unirse y celebrar la muerte del Señor y la suya propia. Ésta y todas las invitaciones relacionadas con esta celebración deberían ser establecidas muy ampliamente de modo que no provoque ninguna impresión de sectarismo. Todos deberían ser bienvenidos para participar, si ellos están en completo acuerdo con respecto a estas verdades fundamentales, la redención por medio de la preciosa sangre y una completa consagración hasta la muerte, dándoles justificación.
Aquí es apropiado considerar las palabras del Apóstol:
“De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el juicio del Señor, juicio come y bebe para sí.” (1 Corintios 11:27-29).
La advertencia del Apóstol aquí parece estar en contra de una descuidada celebración de esta Conmemoración, que haría de ésta una fiesta, y en contra de invitar a personas de una manera confusa. Ésta no es tal fiesta. Es una Conmemoración solemne, dirigida solamente a los miembros del “cuerpo” del Señor, y cualquiera que no perciba esto, cualquiera que no perciba que el pan representa la carne de Jesús y que la copa representa su sangre, estaría bajo juicio al ser partícipe de ella, no bajo “condena” como dice la versión común, sino un juicio ante el Señor, y un juicio también ante su propia conciencia. Por ello, antes de participar de estos símbolos, cada individuo debería decidir por sí mismo si cree y confía o no en que el cuerpo partido y la sangre derramada de nuestro Señor es su precio de rescate, y en segundo lugar, si ha hecho la consagración o no de su todo, de manera que pueda ser tomado en cuenta como un miembro de ese “cuerpo único”.
Habiendo notado quiénes están excluidos y quiénes tienen de manera apropiada acceso a la mesa del Señor, vemos que todo miembro verdadero de la Ecclesia tiene el derecho de participar, a menos que el derecho haya sido retirado por medio de una acción pública de toda la Iglesia, de acuerdo con la regla dictada para eso por el Señor (Mateo 18:15-17). Todos pueden celebrar, todos desearán celebrar, ajustándose a la amonestación final de nuestro Maestro, “Comed de ello todos; bebed de ella todos”. Ellos se darán cuenta que a menos que comamos la carne del Hijo del Hombre, y bebamos su sangre, nosotros no tenemos vida en nuestro interior, y que si ellos han participado realmente en corazón y en mente de los méritos del sacrificio del Señor, y de su vida, que es a la vez un privilegio y un placer de conmemorarlo, y de confesarlo ante los demás y ante el Señor.