DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA |
Estudio IX
EL JUICIO DE LA NUEVA CREACIÓN
Parte 4
“Y AUN NO ME JUZGO A MÍ MISMO; EL QUE ME JUZGA, ES EL SEÑOR”
Hay algunos entre la Nueva Creación — extraordinariamente pocos, sin embargo — que parecen ser dispuestos a juzgarse inexorablemente. Con razón, critican cada una de sus faltas y sus debilidades y desean ser quitados de toda imperfección; pero sin razón, olvidan que el Señor así no nos conoce y no nos juzga según la carne, sino según el espíritu — la intención, la voluntad, el deseo, el esfuerzo. Ellos dan demasiada atención a las palabras del Fariseo: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres”, y muy poco a las palabras inspiradas del Señor, concernientes a la base de su aceptación y la eficacia de la sangre preciosa en la purificación de todo pecado. En su raciocinio respecto al tema, ellos olvidan que si fueran perfeccionados o si pudieran actuar perfectamente, no necesitarían ni Salvador, ni Abogado. Ellos olvidan que “por gracia sois salvos” y no por obras de la carne.
Ésos necesitan aplicarse a sí mismos las palabras del Apóstol: “Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por tribunal humano; y ni aun yo me juzgo a mí mismo. Porque aunque de nada tengo mala conciencia [de mal como ecónomo], no por eso soy justificado; pero el que me juzga [y el que juzga cada uno] es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones”. —1 Cor. 4:3-5.
Nuestra confianza está en el Señor y no en nuestra carne débil y caída. Aprendimos a conocer la gracia y la misericordia de Dios hacia todos los que se confían en él y que procuran andar según el espíritu de Amor, aunque incapaces de andar plenamente a la altura de sus exigencias perfectas. No esperamos ser perfectos en la carne sino perfectos en espíritu, en intención. Esperamos que nuestra fe y nuestro celo se consideren (por el mérito de nuestro Redentor) como compensando nuestras imperfecciones reales que odiamos y combatimos cada día. Cuando reflexionamos sobre este tema, nos preguntamos: ¿Nos ama Dios a nosotros que por naturaleza éramos hijos de ira como otros? ¿Está dispuesto Él para nosotros a ayudarnos y a llevar para nuestro crédito todo buen deseo, todo esfuerzo sincero, hasta si se acaban sólo en un fracaso parcial o en un éxito parcial? Sí, responde el Señor: “¡el Padre mismo les ama!” el Apóstol añade: “Si Dios nos amó tanto cuando todavía éramos pecadores, que dio a su Hijo Unigénito para nuestra redención, ¿cómo no nos regalará también, libremente, toda cosa [útiles para nosotros en nuestra carrera por precio que colocó delante de nosotros en el Evangelio]?” Ciertamente, si él nos amaba mientras todavía éramos pecadores, él nos ama más tiernamente aún ahora que nos adoptó en su familia, ahora que ve en nuestro corazón un deseo ardiente de hacer su voluntad, Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro. —Heb. 4:16.
Sin embargo, se necesita una palabra de advertencia a propósito del otro lado de esta cuestión. Todos nosotros hemos conocido ejemplos donde la humildad y la falta de confianza, el temor y la duda tocantes a la gracia de Dios han hecho lugar a una condición contraria de confianza en sí mismo impudente, de ceguera total sobre sus faltas y a estos agradecimientos farisaicos que se encuentra mejor que otros hombres. ¡Por desgracia! ¡Éste es un estado muy deplorable y tememos, sin esperanza! La fe es necesaria, pero hace falta que esto sí sea la fe en Dios y no en uno mismo. La causa de tal desviación proviene generalmente de un abandono de la Ley de Amor [y —Edit.] de la Regla de Oro. La perversión del amor por el Señor, amor por su plan misericordioso, amor por los hermanos de la Nueva Creación y amor simpático por los humanos, conducido al amor de sí, de su propia importancia, al honor por sí y a la glorificación personal. Desconfiemos de esta vía muerta que aleja del Señor, de su Espíritu y de su Reino. Aunque los conductores sean expuestos más particularmente a esta trampa, otros lo son también. Algunos que faltan ampliamente de toda calificación como instructores, se hacen terriblemente “hinchados de un orgullo vano por los pensamientos de su carne”, orgullosos, no entendiendo nada, sino poseyendo “un interés corrompido en discusiones y contiendas de palabras, de las cuales nacen envidias, pleitos, blasfemias, malas sospechas, y constantes rencillas entre hombres de mente depravada, que están privados de la verdad, que suponen que la piedad (la religión) es un medio de ganancia. Pero la piedad, en efecto, es un medio de gran ganancia cuando va acompañada de contentamiento”. —1 Tim. 6:4-6, La Nueva Biblia de los Hispanos; véase también 1 Juan 3:9, 10.
HAY CIERTOS ASUNTOS QUE LA IGLESIA DEBERÍA JUZGAR
Si, individualmente, no debemos juzgar, o condenar, sino esperar el momento en el cual el Señor manifestará públicamente su decisión con respecto a cada miembro de su cuerpo, la “Nueva Creación”, sin embargo en ciertos casos, la Iglesia [la asamblea — Ecclesia] tiene el deber de juzgar. Por ejemplo, el Apóstol menciona un caso de impudicia reconocido públicamente por el transgresor contra las buenas costumbres, y conocido por toda la Iglesia; él declara que al simpatizar con tal libertino declarado, la Iglesia se había equivocado, y en el acto ejerció su autoridad apostólica excomulgando al ofensor, suprimiéndole de la comunión de los creyentes, entregándolo así figurativamente a Satanás, a castigos, con el fin de destruir su sensualidad y para que el Espíritu, la nueva mentalidad pueda salvarse finalmente así, en el día del Señor, en el momento de rendir sus cuentas al fin de esta Edad. —1 Cor. 5:5.
Sólo el Señor mismo o uno de sus Apóstoles (los doce de los cuales Pablo era el último, habiendo sido escogido en el lugar de Judas) tenía la autoridad, el derecho, de proceder de la manera mencionada. También, sólo un Apóstol podía actuar como hizo Pedro con respecto a Ananías y de Safira (Hechos 5:1-11). El Apóstol explica más su posición, diciendo: “Os he escrito por carta, que no os juntéis con los fornicarios; no absolutamente [prohibiendo tratos] con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras; pues en tal caso os sería necesario salir del mundo.” [1 Cor. 5:9, 10]. Hubiera querido darles a entender que es una cosa entretener asuntos de negocio con la gente no santificada, y otra cosa totalmente diferente considerar a éstos como hermanos—miembros de la Nueva Creación. Bajar el nivel de la moralidad exigida no habría sido tampoco un favor con respecto al transgresor; este último sería mejor socorrido al ver que su impureza le separaba totalmente del pueblo del Señor; por otra parte, si él fuera realmente engendrado del Espíritu de Dios, él se daría cuenta de su posición verdadera más rápido y más profundamente, aprendería la lección y se arrepentiría. La Iglesia había ejercido una caridad mal comprendida hacia el transgresor y, por ahí, arriesgó una desmoralización general entre sus miembros, y también un contagio entre todos los creyentes de las otras asambleas que pudieran haber sido puestos al tanto de lo que pasaba en Corinto.
El Apóstol indica brevemente cuál es el deber de los fieles en tales casos, y parafraseamos sus palabras así: lo que les he escrito, es que de no tener comunión con alguien que, nombrándose “hermano”, sea inmoral, o avaro, o idólatra, o difamador, o borracho, o estafador — de no comer aun con tal hombre. En realidad, yo no trato de juzgar al mundo, sino les insto a ustedes, como Iglesia, a juzgar aquellos que ustedes aceptan como hermanos. Dios juzgará a los que están fuera: su deber es de expulsar a los malvados de entre ustedes. —1 Cor. 5.
El Apóstol continúa esta argumentación criticando el hecho de que cuando se levantan desacuerdos entre hermanos, éstos tienen una tendencia de recurrir a los tribunales del mundo en lugar de aguantar con paciencia la culpa cometida si es soportable o, si no lo es, de llevar el asunto delante de la Iglesia que juzgará en última instancia. El Apóstol hace valer que si Dios ahora escoge la Iglesia para ser el futuro juez del mundo, sus miembros no deberían ser menos equitativos, honorables y justos ciertamente en sus decisiones que el mismo mundo actual. El menos estimado en la Iglesia debería ser digno de confianza en tales asuntos. ¿No hay entre ustedes un solo hombre en cuya sabiduría y integridad todos ustedes pudieran confiar, implícitamente, y cuya decisión los litigantes aceptarían?
“¿Por qué no sufren mejor la injusticia?” ¿Por qué no sufren la injusticia, si consideran que la decisión no es equitativa? ¿Por qué no sufren un daño más bien que de perpetuar disputas o de recurrir a tribunales públicos dónde acusan unos a otros? Mucho más, dice el Apóstol, me percibo que no sólo están dispuestos a sufrir la injusticia a favor de la paz y de la armonía en el cuerpo de Cristo, sino que peor aún, hay entre ustedes los que están dispuestos a hacer daño y a defraudar, hasta a sus hermanos. Como Iglesia del Señor, ¿no buscan obtener el Reino? Y “¿no saben que los injustos no heredarán el reino de Dios? No se dejen engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios. Y esto eran algunos de ustedes; pero fueron lavados, pero fueron santificados, pero fueron justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios”. —1 Cor. 6:1-11, La Nueva Biblia de los Hispanos.
Esta exposición de las ofensas que privarían a alguien de la herencia del Reino constituye una guía de las ofensas que deberían privar a alguien de la comunión fraternal en la Iglesia. Es con respecto a todas estas cosas que se aplican las palabras “EXPULSEN AL MALVADO DE ENTRE USTEDES”, quienquiera que pueda ser culpable de cualquier de estas ofensas.