DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

Estudio IX
EL JUICIO DE LA NUEVA CREACIÓN
Parte 2

LA VIGILANCIA DE LA CABEZA (JEFE) GLORIOSA SOBRE EL CUERPO

No pudiéramos dudar del amor y del cuidado de nuestro glorioso Jefe (Cabeza) para con su Iglesia (su “Cuerpo”, su “Esposa”), aun si no tuviéramos ninguna declaración explícita al respecto. Sin embargo, en su último mensaje a sus fieles, él muestra de manera muy particular que él es quien se sienta para afinar y purificar a los Levitas antitípicos, inclusive al Sacerdocio real. Escuche sus palabras a las siete iglesias del Asia Menor que representan las siete épocas de la historia de la única Iglesia:

“Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete … pues si no, vendré pronto a ti, y quitaré tu candelero de su lugar”. “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”. “Pero tengo unas pocas cosas contra ti … arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca”. “Al que venciere, daré a comer del maná escondido”. “Tengo unas pocas cosas contra ti: que toleras que esa mujer Jezabel … Y le he dado tiempo para que se arrepienta … yo la arrojo … en gran tribulación … Y a sus hijos heriré de muerte; y todas las iglesias sabrán que yo soy el que escudriña la mente y el corazón; y os daré a cada uno según vuestras obras … Al que venciere y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones”. “No he hallado tus obras perfectas delante de Dios … El que venciere … no borraré su nombre del libro de la vida”. “Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre”. “He aquí, yo entrego de la sinagoga de Satanás … he aquí, yo haré que vengan y se postren a tus pies, y reconozcan que yo te he amado. Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra”. “Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios”. “Por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”. “Yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico … Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete”. —Apoc. 2 y 3.

Recordamos también las parábolas de nuestro Señor sobre las Minas y los Talentos; en ellas dos, él muestra que a su vuelta recompensará a sus fieles, “a los que, perseverando en el bien hacer, buscan la gloria, la honra y la inmortalidad, [les dará] vida eterna”; a otros, la ira en el día de la ira. Las palabras muestran claramente la distribución de estas recompensas a sus servidores según su grado de fidelidad, haciendo por un “hombre noble” [“un hombre de alto nacimiento” —Trad.] después de que haya sido investido de su autoridad real, y luego cómo trata a sus enemigos. Y sin embargo, el Apóstol atribuye al Padre el hecho de recompensar y el de castigar. Encontramos la explicación en las palabras de nuestro Señor: “Yo y el Padre somos uno” [Juan 10:30]: actuamos al unísono en todas las cosas.

“NO JUZGUÉIS, PARA QUE NO SEÁIS JUZGADOS. PORQUE CON EL JUICIO CON QUE JUZGÁIS, SERÉIS JUZGADOS” (Mat. 7:1, 2)

Los jueces competentes de la Iglesia son el Padre y el Hijo, este último es el representante del Padre a quien se ha entregado todo juicio (Juan 5:22,27). Las Nuevas Criaturas no son competentes para juzgarse unas a otras, por dos razones: (1) Pocas de ellas captan y aprecian plenamente la Ley divina de Amor que gobierna todo. (2) A todas luces, pocas de ellas pueden leer su propio corazón sin equivocarse; muchos se juzgan, o con demasiada severidad, o con demasiada indulgencia, y por consiguiente, deberían en toda modestia, negarse a juzgar el corazón de otro del cual puede estar lejos de apreciar los móviles. Es a causa de nuestra incompetencia de juzgar que, asegurándonos que esto será una de nuestras funciones futuras en el Reino, después de haber sido cualificados para tener parte en la Primera Resurrección, el Señor prohíbe todo juicio privado entre sus discípulos ahora; él también los amenaza si persisten en juzgarse unos a otros, hace falta que ellos mismos esperen a no obtener más misericordia y benevolencia que muestran a otros (Mat. 7:2; Luc. 6:38). El mismo pensamiento se confirme en este ejemplo de oración que se nos da: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” —Mat. 6:12.

No se trata allí de una ley arbitraria por la cual el Señor quiere actuar injustamente y sin generosidad con nosotros, si actuamos así con otros: al contrario, se trata de un buen principio. Somos “por naturaleza hijos de ira”, “vasos de ira preparados para destrucción”, y aunque el Señor se propone en su misericordia de bendecirnos y de relevarnos de nuestros pecados, de nuestras debilidades y de hacernos perfectos por nuestro Redentor, él lo hará sólo en la condición que aceptemos su Ley de Amor y que conformemos nuestro corazón a ella. Él no se propone aceptar a los no regenerados y tener “hijos de ira” en su familia. Para ser digno de encontrar cualquier lugar en la casa del Padre en las numerosas moradas [planos de existencia] (Juan 14:2), es menester que todos dejen de ser hijos de ira y se hagan hijos de Amor: que sean convertidos de gloria en gloria por el Espíritu de nuestro Señor, el espíritu de Amor. Por consiguiente, quienquiera que se niega a desarrollar el espíritu de Amor, pero, al contrario, se obstina a juzgar sin caridad a los otros discípulos, prueba que él no crece en conocimiento y en gracia, que no se convierte de gloria en gloria en la semejanza del corazón en el Señor, que no es un verdadero discípulo del Señor, y que no obtendrá misericordia más allá de lo que él mismo manifiesta convenientemente copiando su Señor. El grado de su semejanza al Señor (en amor) será demostrado por la misericordia, y la generosidad de pensamiento, de palabra y de acción hacia sus compañeros.

¡Oh! si todos los engendrados del espíritu, las “Nuevas Criaturas” pudieran darse cuenta que este espíritu de juicio (de condena), ¡por desgracia! tan difundido (en realidad, es casi “el punto flaco” del pueblo del Señor) mide su falta de espíritu de Amor — su falta del Espíritu de Cristo — el cual, si estuviera totalmente ausente, probaría que “no le pertenecíamos” (Rom. 8:9). Estamos persuadidos que cuanto más rápido se da cuenta de este hecho, más rápido progresaremos en la gran transformación “de gloria en gloria”, tan esencial para nuestra aceptación definitiva como miembros de la Nueva Creación.

Sin embargo, pocos miembros del pueblo del Señor se dan cuenta hasta cual punto juzgan otros, y esto con tanta severidad que si fuera aplicada a ellos por el Señor, les prohibiría seguramente la entrada en el Reino. Pudiéramos haber temido que, bajo la promesa liberal de nuestro Señor, que seremos juzgados con tanta indulgencia que juzgamos otros, la tendencia sería de ser demasiado indulgente, demasiado misericordioso y que el “no guardar rencor” podría empujarnos al extremo. ¡Pero no! Todas las fuerzas de nuestra naturaleza caída tienden firmemente hacia la dirección opuesta. Hace más de dieciocho siglos nuestro Señor hizo esta proposición generosa de juzgarnos con tanta indulgencia que lo manifestemos juzgando a otros, y sin embargo, ¡cuán pocas personas podrían reivindicar una gran medida de misericordia en virtud de esta promesa! Será provechoso para nosotros examinar la inclinación que tenemos de juzgar a otros. Hagámoslo en la oración.

El espíritu (“mind”) caído o carnal es egoísta, y en la proporción donde está para sí mismo, está contra otros: dispuesto a aprobar o a disculparse a sí mismo y para desaprobar y para condenar a otros. Esto es innato hasta el punto de hacerse una costumbre inconsciente como de pestañear o de respirar. Esta costumbre es pronunciada aun más con una educación superior. El espíritu aprecia ideales y modelos superiores y, acto continuo, midiendo a alguien según ellos, encuentra naturalmente a criticar algo en todos. Él se complace a enumerar los errores y las debilidades de los demás ignorando las suyas en las mismas cosas o en otras, y a veces, hasta revela hipócritamente las debilidades de otros con la misma intención de esconder las suyas o de dar la impresión de un carácter superior sobre el punto bajo cuestión. Tal es la disposición mezquina despreciable de la vieja naturaleza caída. El nuevo espíritu [“Mind”: mentalidad, disposición —Trad.] engendrado del Espíritu del Señor, el Espíritu Santo de Amor, está en contradicción desde la partida con este viejo espíritu de egoísmo, y está bajo la dirección de la Palabra del Señor, bajo la Nueva Ley de Amor [y —Edit.] la Regla de Oro, y se lo hace cada vez más a medida que crezcamos en gracia y en conocimiento. En primer lugar, todas las Nuevas Criaturas son sólo “niños en Cristo” y aprecian sólo vagamente la nueva Ley, pero si no crecen, no aprecian la Ley de Amor y no se conforman a ella, no ganarán el gran premio.

La Ley de Amor dice: ¡es una vergüenza de desvelar delante del mundo las debilidades y las faltas de los hermanos o de otros, una vergüenza que la piedad y la simpatía no se hayan adelantado sucesivamente para decir una palabra en su favor, si es demasiado tarde extender sobre sus faltas un abrigo de caridad para cubrirlas totalmente! Así como lo declaró nuestro Maestro noble y tierno en cierta ocasión, mientras que se le pedía condenar a una pecadora: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. La persona sin debilidades personales pudiera ser excusable, en cierta medida, asumir, sin ser invitada allí por el Señor, la posición de ejecutor de la Justicia, de sacar venganza de los malhechores, de desenmascararlos, etc. pero encontramos que nuestro Maestro, que no conoció el pecado, tenía tanto amor en el corazón que estuvo más bien dispuesto a disculpar y a perdonar más bien que a castigar, desenmascarar y reprender. Así será sin duda para todos los engendrados de su Espíritu: en la proporción donde crecen en su semejanza, serán los últimos que reclaman la venganza, los últimos a castigar en palabras o de otra manera a menos que el Gran Juez lo haya ordenado. Al contrario, él nos informa para el presente de “no juzgar nada antes de tiempo” y declara “Mía es la venganza”.

El Apóstol nos describió bien el espíritu de Amor, diciendo “El amor es sufrido, es benigno” — hacia el culpable. “El amor no tiene envidia” del éxito de los demás, no trata de quitarles ni de reducir su honor: “El amor no es jactancioso, no se envanece” y, en consecuencia, él mismo no procura eclipsar otros para brillar más. “No hace nada indebido”, inmoderadamente, no tiene deseos excesivos y egoístas y evita los medios extremos. El amor “no busca lo suyo”, no codicia los honores o la riqueza o la fama de otros, sino se regocija de verlos bendecidos, y lo añadiría más bien que de reducirlos. El amor “no se irrita”, aun para castigar justamente: se acuerda del desamparo presente de la raza entera a causa de la caída, demuestra simpatía más bien que la cólera. El amor “no piensa el mal”; él no sólo no inventará y no imaginará el mal, sino que está tan dispuesto a conceder el beneficio de toda duda que las “malas sospechas” son extrañas para él (compárese con 1 Tim. 6:4). El amor “no se goza de la injusticia [iniquidad], mas se goza de la Verdad [rectitud]”; es por eso que, él se regocijaría de desvelar y de hacer conocer palabras o actos nobles, pero no tomaría ningún placer de desvelar palabras o actos innobles y evitaría hacerlo. El amor “cubre todo”, como un manto de simpatía, porque nada ni nadie es perfecto que pueda sostener una inspección completa. El amor va a la delantera y tiene su manto de benevolencia siempre listo. El amor “cree todo”, no está dispuesto a discutir declaraciones de buenas intenciones, sino más bien las acepta. El amor “espera todo”, oponiéndose a la idea de depravación total tanto tiempo como posible. El amor “aguanta todo”; es imposible fijar un límite más allá del cual rechazaría el corazón verdaderamente arrepentido. “El amor nunca deja de ser”. Otras gracias y otros dones pueden servir cierta intención, y luego desaparecer, pero el amor es tan esencial, que una vez alcanzado, podemos poseerlo para siempre a través de la eternidad. El amor es la cosa principal. —1 Cor. 13:4-13.

Sin embargo, si el hecho de decir la verdad poco halagüeña es una violación de la Ley de Amor y de la Regla de Oro, qué diremos de la costumbre más deshonrosa aún, menos amable, más criminal aún y tan común, no sólo entre la gente mundana y los cristianos nominales, sino que entre los verdaderos cristianos: la costumbre de contar a otros las cosas deshonrosas que no son conocidas positivamente como verdaderas. ¡Oh! ¡qué vergüenza! ¡que entre los hijos de Dios pueda encontrarse los que descuidan la instrucción del Señor de “no hablar mal de nadie”, y que alguien más que los bebés más simples y novicios en la ley de Amor, pueda comprender mal su mensaje en este punto, saber que sin pruebas más irrefutables, sobre la deposición de dos o tres testigos y hasta entonces muy a pesar, no se debe creer el mal de un hermano o de un vecino, y mucho menos repetirlo entonces — calumniar a este hermano o a este vecino sobre una sospecha o sobre un rumor!


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de noviembre - diciembre de 2019)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba