DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

Estudio VII
LA LEY DE LA NUEVA CREACIÓN
Parte I

DAR UNA LEY IMPLICA QUE SE PUEDE OBSERVARLA — LA LEY DIVINA TAL COMO FUE ESCRITA AL PRINCIPIO — UNA LEY DE VIDA NO SE PODÍA DAR A LA RAZA CAÍDA — LA REDENCIÓN NO VIENE DE LA LEY SINO DE LA GRACIA — EL PACTO DE LA LEY CUMPLIDA Y EL NUEVO PACTO SELLADO POR EL SACRIFICIO ÚNICO DE CRISTO — LA LEY DE SINAÍ DADA A ISRAEL SEGÚN LA CARNE SOLAMENTE — LA LEY DEL NUEVO PACTO — EL MANDAMIENTO BAJO EL CUAL LOS SANTOS SON DESARROLLADOS — LA NUEVA CREACIÓN SEPARADA Y DISTINTA EN SUS RELACIONES Y EN SU PACTO CON DIOS — EL CRECIMIENTO EN LA APRECIACIÓN DE LA LEY PERFECTA — CORRER HACIA EL FIN Y MANTENERSE FIRME ALLÍ — LA REGLA DE ORO — LA LEY PERFECTA DE LA LIBERTAD

Cuando cualquier autoridad competente promulga una ley, esto implica la capacidad para aquel que la recibe de observarla, o que algunas disposiciones han sido tomadas para ajustar los casos de infracción. El hecho de promulgar una ley presupone la posibilidad de su violación; es por eso que una ley siempre implica penalidades. En el caso del padre Adán que, nos dicen, fue creado a la imagen y a la semejanza de Dios, y sobre quien vino una sentencia o una maldición a causa de su desobediencia a la voluntad divina, deducimos que es necesario que una ley se le hubiera dado y que ella hubiera sido suficientemente explícita, de otro modo no habría podido ser condenado justamente como transgresor por su Creador. Se nos informa claramente que el pecado cometido en Edén fue la desobediencia a un mandamiento divino. La equidad de la sentencia de muerte que azotó a Adán, y que mediante él, se extendió de manera natural a su posteridad, implica que había comprendido la ley a la cual estuvo sometido, y que la transgredió con conocimiento de causa, si no, la culpa se habría pertenecido al dispensador de la ley. Es también evidente que Adán estaba en el estado de recibir la ley divina y de someterse a ella, que no había ninguna disposición tomada para ajustar las infracciones de esta ley — ningún mediador — pero como resultado de la violación de la ley, el pleno castigo le azotó.

Ningún relato se nos informa que el Creador les presentó al padre Adán y a la madre Eva un código de leyes grabado sobre piedra o de cualquier otro modo; así como tal codificación de leyes es común hoy a causa de las debilidades humanas, muchos son los que no pueden comprender de cuál manera Adán poseía una ley perfecta bajo la cual fue probado, pronunciado culpable y condenado. Es un error de suponer que es necesario que las leyes sean escritas de manera visible — sobre papel, piedra, etc. — y de no discernir que existe una forma más elevada aún de escribir la ley divina: el de crear al hombre en tal acuerdo con los principios de justicia como sería apropiado decir que la ley divina (la apreciación del bien y del mal) fue escrita en su organismo perfecto. Es de esta manera que la ley de Dios está escrita en su propio ser y en aquel de todas las multitudes angelicales, y de esta manera también la ley divina fue escrita en la misma constitución de Adán y de Eva. No eran propensos al pecado. Eran inclinados, al contrario, a la justicia. Eran rectos, en un medio recto y perfecto, y conscientes de sus obligaciones hacia su Creador, advertidos de sus responsabilidades de obedecer a cada uno de sus mandamientos; ellos sabían, no de manera vaga sino precisa lo que había ordenado. Por lo tanto, estaban sin excusa respecto a su transgresión. Podríamos, por misericordia, encontrarles excusas, haciendo valer su inexperiencia, etc. tocante a las sanciones, pero el hecho que no hubieran podido captar plenamente lo que constituyera estas sanciones contra el pecado no cambia en nada el otro hecho que sabían distinguir la conducta recta de aquella que no lo era. Ellos sabían que estaba bien obedecer a Dios y mal de desobedecerle, y esto completamente aparte de la apreciación que podían tener de las angustias que seguirían la desobediencia. El Apóstol confirma el relato de Génesis en todos sus detalles diciendo que “Adán no fue engañado”, que transgredió con conocimiento de causa, voluntariamente, y que así se había traído la maldición, o el castigo del pecado voluntario que su Creador le había señalado antes: la muerte.

Si miramos alrededor de nosotros hoy, encontramos que el mundo en general perdió, en una medida muy grande, esta semejanza original con Dios a la cual nuestros primeros padres fueron creados. Los hombres perdieron mucho más que una apreciación intuitiva del bien y del mal. La ley divina que había sido grabada clara y distintamente en la naturaleza humana, de gran manera, fue borrada en el transcurso de los últimos seis mil años del “reinado del pecado y de la muerte”. Por sus relaciones con algunos miembros de la familia humana, Dios, de un modo importante, ha reanimado la ley original en muchos corazones, volviendo a trazar más o menos profundamente diversos rasgos característicos de la rectitud, y sin embargo, hasta en las personas más civilizadas y más cristianizadas, nadie se atreve a confiar sin reserva en su propio juicio sobre diversas preguntas, en cuanto a lo que es correcto o no. Pues, aún necesitamos tener delante de nosotros ciertos modelos divinos a los cuales podemos ir, y según los cuales podemos corregir nuestras estimaciones del bien y del mal, y aproximarlos cada vez más al modelo divino. Sin embargo, hasta entre los pueblos más degradados del mundo pagano, encontramos frecuentemente rudimentos de conciencia y ciertas concepciones más o menos crudas del bien y del mal. Éstos son los restos pervertidos y distorsionados de la ley original de la existencia del hombre, según la cual fue creado al principio a “la imagen de Dios”. El Apóstol hace alusión a este estado de cosas entre los paganos, diciendo: “sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos”. Él declara que ellos “muestran así la obra de la ley escrita en sus corazones” — restos de la ley original, pruebas fragmentarias que fueron en otro tiempo inherente en la naturaleza humana. —Rom. 2:15.

Entre los hombres, algunas leyes son hechas concernientes a los criminales, otras concernientes a aquellos que no los son: (1) leyes civiles que garantizan la vida, la paz, la libertad, etc. a los que se conforman a ellas, pero que, en cambio, amenazan a los que las violan con la prisión donde pierden la libertad y los privilegios. (2) leyes que rigen a los culpables con una severidad más grande a menos que un mejoramiento intervenga en la conducta; no obstante, en ningún sentido de la palabra, no se les ofrecen libertades.

Así es también con la ley divina. Tenemos, primero, la ley original bajo la cual Adán fue puesto a prueba. Para comenzar, él tenía privilegios y bendiciones: vida, paz, felicidad, y todo lo que era necesario para él, y la ley se los garantizaba siempre y cuando se mantenía obediente a su Creador; en cambio, la desobediencia le valdría la pena de muerte: “Muriendo, morirás”, y esta pena se extendió a su posteridad de manera natural. En consecuencia, desde el momento de su transgresión, Adán fue un culpable, un condenado, privado de las esperanzas de la vida de las que había gozado, privado de su morada en Edén, privado de la comunión que tenía antes con su Creador. La tierra no preparada se hizo su gran penitenciaría, y la tumba su prisión perpetua. La ley que le regía anteriormente fue ahora derogada en el sentido que, en lo sucesivo, no se le ofrecía ninguna esperanza o perspectiva de vida, sino que ya le había condenado a muerte. En lo sucesivo, él no estaba más bajo la ley de vida, ninguno de sus hijos había nacido bajo esta ley de vida, o con una esperanza o una perspectiva de alcanzar la vida eterna: todos eran presos. En lenguaje figurativo, el pecado y la muerte los han capturado, son sus verdugos y sus carceleros.

Sin embargo, si la ley original no podía aplicarse más en lo sucesivo a ellos puesto que ya había expresado su venganza contra ellos, sin embargo ellos se encontraban bajo ciertas leyes naturales. Ellos encontraron así la ley que seguía operar en su condición de presos: toda violación de su conciencia, todo compromiso más profundo en lo que reconocían ser un pecado, les traían más rápido la degradación y la muerte; al contrario, ya no procuraban con cuidado seguir lo que reconocían ser correcto, ya no encontraban favorable su condición de presos, no obstante sin menor alusión a una liberación.

El Apóstol sugiere que no era posible que Dios debiera dar una ley de vida a nuestra raza caída. Fue condenada según la justicia, y siempre y cuando quedaba esta condena, ninguna ley se le podía dar cuya observancia pudiera asegurarle la liberación de la muerte. Antes de que alguna ley de este género se le pueda dar a la familia humana, es necesario que la sentencia de la primera ley esté satisfecha, y que su maldición o condena sea levantada; entonces otras disposiciones [o arreglos —Trad.] podrían ser tomadas, incluso las ofertas de vida eterna bajo condiciones, pero no antes de que esta expiación por la primera transgresión y esta anulación de la sentencia hubieran sido cumplidas. El Señor hizo alusiones a su intención de obrar una expiación de este género por el pecado, a solo fin de dar a la humanidad otra oportunidad de vida eterna, en lugar de aquella que fue dada a Adán y perdida por él mismo y por todos sus descendientes. No obstante, las promesas divinas eran extremadamente vagas, justamente suficientes para originar la esperanza; es por eso que hablamos de la familia humana, de los hombres, como presos del Pecado y de la Muerte, como “presos de la esperanza” [Zac. 9:12].

Una de estas alusiones hechas a una expiación*, etc. se encuentra en las palabras del Señor en el momento en el cual él pronunció la sentencia, cuando declaró que la descendencia (o simiente —Trad.) de la mujer magullaría al fin, la cabeza de la serpiente (Gén. 3:15). Es en el lenguaje oscuro y figurativo que el Señor anunció la caída de las potestades del mal, la victoria que debía venir a la familia adámica y por ella. Esta descendencia de la mujer, como todos sabemos, alcanzó su cumplimiento en Cristo. Cuatro mil años después de la caída, Dios envió a su Hijo, “nacido de una mujer”, y por eso miembro de la raza condenada y identificándose con ella, “para que por la gracia de Dios, gustase la muerte por todos”, sufriera la pena por todos, derribando por cada uno el curso de la maldición, o la sentencia de muerte, concediéndole así a cada hombre una posición jurídica tal como pudiera permitir de nuevo que se pudiera dar una ley de vida cuya observancia llevaría a la vida eterna como recompensa.

*O propiciación, o reconciliación. —Trad.

Sin embargo, antes de que el tiempo viniera para Dios de enviar a su Hijo, y de cumplir por su medio la redención de la raza, salvándola de la maldición de la muerte, él trató especialmente con Abrahán y su familia conocida más tarde bajo el nombre de Israelitas. En primer lugar, a Abrahán, Isaac y Jacob, Dios hizo promesas más o menos explícitas, informándoles sobre sus intenciones benévolas de bendecir a todas las familias de la tierra. Mensaje igual que venía del gran Juez que había condenado la raza tenía un gran significado: se trataba o de una violación de la Justicia para el levantamiento de la maldición, de la sentencia, o entonces de lo que el gran Tribunal supremo del Universo tenía un plan por el cual podía ser justo y, sin embargo, ejercer la misericordia con respecto a estos miembros de la raza que se mostrarían dignos de ella, viniendo de acuerdo con sus arreglos justos. Los Patriarcas se regocijaron de estas promesas y discernieron más o menos claramente una futura vida por una resurrección de los muertos que, no sólo sería provechosa para ellos y para su posteridad, sino que sería finalmente una bendición para cada criatura de la raza.

Fue debido a la promesa hecha a Abrahán que el Señor les dio una Ley especial a sus hijos los Israelitas, en el Monte Sinaí. Esta Ley fue el fundamento de un Pacto que él hizo con ellos. Si ellos observaran esta Ley entonces todas las promesas serían para ellos. Esta Ley fue reconocida como perfecta, justa y buena en todos sus detalles, pero ya que los Israelitas eran caídos, depravados, imperfectos, era necesario que un mediador se estableciera, a saber Moisés, y luego que un medio se encontrara por el cual las transgresiones del pueblo contra esta Ley podrían ser restablecidas típicamente una vez al año, y que así los Israelitas pudieran perseverar en sus esfuerzos para observar la Ley de generación en generación. La institución de este oficio de mediador de Moisés y de los sacrificios típicos por los pecados, etc. todo esto demuestra que el pueblo al cual fueron dados este Pacto y esta Ley, fue bien reconocido incapaz de una obediencia absoluta. Esto contrasta distintamente con el don original de la Ley en Edén, donde ningún mediador fue establecido y donde ninguna disposición fue tomada por las debilidades de la carne. Este hecho sólo nos dice, de manera irrefutable, que el primer Adán era perfecto a la imagen y a la semejanza de su Creador, y que era capaz de una obediencia absoluta a la Ley divina. También nos informa que, en el ínterin, la raza había degenerado ampliamente, porque las disposiciones de la Ley mosaica fueron tomadas para convenir a los hombres caídos, depravados.

Además, tenemos la seguridad dada por el Apóstol que ningún judío excepto nuestro Señor Jesús nunca pudo observar la Ley, y que sólo Jesús obtuvo, o hubiera podido obtener las recompensas de este Pacto de la Ley hecha con Israel. El Apóstol declara: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” [Rom. 3:20]. Por lo tanto, esta Ley sirvió la intención doble (1) de mostrar que nadie, entre la raza caída, podía observar la Ley divina, o ser aceptable a los ojos de Dios; y (2) de declarar perfecto a nuestro Señor Jesús ya que observó la Ley, lo que ninguna persona imperfecta podía hacer. Observando así la Ley, se hizo el único heredero del Pacto hecho con Abrahán. Así fue designado como la descendencia (simiente) predicha de Abrahán, en la cual todas las familias de la tierra serían bendecidas. Este pacto, habiendo alcanzado así su cumplimiento en Cristo Jesús, se acabó, en lo que concernía la descendencia prometida que debe bendecir. Sin embargo, si echando una mirada hacia atrás, examinamos de cerca la promesa, encontramos que en ciertos aspectos, por lo menos, ella era doble: ella comprendía una descendencia espiritual e igualmente una descendencia terrestre como implica la promesa: “Tu descendencia [será] como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar”. —Gén. 22:17.


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de mayo - junio de 2018)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba