DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“Orden y Disciplina en la Nueva Creacion”
Parte XVIII

Las reprimendas públicas son raras

En algunas circunstancias, podría ser necesario hacer públicamente esta advertencia ante la congregación, como el Apóstol sugiere a Timoteo: “A los que persisten en pecar, repréndelos delante de todos, para que los demás también teman.” (1 Timoteo 5:20). Tales reprimendas públicas implican necesariamente un pecado público de naturaleza grave. Para cualquier desviación leve de las reglas del orden, los ancianos, bajo la ley del amor y la Regla de Oro, de manera segura “considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras”, y al considerar esto ellos sabrían que una palabra en privado probablemente sería mucho más útil para el individuo que una reprimenda pública, que podría herir o lesionar una naturaleza sensible cuando tales acciones son completamente innecesarias, y cuando el amor habría dado lugar a un distinto proceder. Pero aun cuando un anciano debiera reprimir de manera pública un pecado grave, debería hacerlo, afectuosamente y con el deseo de que el reprobado pueda ser corregido y ayudado a regresar, y no con el deseo de hacerlo odioso y de separarlo. Ni tampoco está dentro de la competencia del Anciano reprimir hasta el extremo de prohibirle los privilegios en la congregación. Como ya lo hemos visto, reprimir de ese modo puede provenir únicamente de la Iglesia como un todo, y que después de una completa audiencia del caso, en la que el acusado tenga toda la oportunidad para defenderse o enmendar sus actitudes y ser olvidadas. La Iglesia, la Ecclesia, los consagrados de Dios, son como un todo sus representantes, y el Anciano es simplemente el representante de la Iglesia, la mejor concepción de la Iglesia de la elección del Señor. Por ello, la Iglesia, y no los ancianos, constituye la corte como último recurso en tales casos; de aquí que el proceder de un anciano está siempre sujeto a revisión o corrección por parte de la Iglesia, de acuerdo con el juicio unificado de la voluntad de Dios.

Al considerar esta fase del asunto, podríamos hacer una pausa por un momento para preguntarnos hasta qué punto la Iglesia, directa o indirectamente, o a través de sus ancianos, debe ejercer su deber de reprimir al indisciplinado, y excluirlo de la asamblea. No está dentro de las atribuciones de la Iglesia excluir permanentemente. El hermano que, habiendo ofendido a un hermano o a todo el cuerpo de la Iglesia, regresa y dice: “Yo me arrepiento de mi proceder erróneo, y prometo mis mejores esfuerzos para hacer el bien en el futuro” o el equivalente de esto, debe ser perdonado y olvidada su falta, completa y libremente, tan efusivamente como nosotros esperamos que el Señor olvide los pecados de todos nosotros. Nadie con excepción del Señor tiene el poder o la autoridad de separar permanentemente a algún individuo; solamente él tiene el poder de podar una rama de la Vid. Nosotros sabemos que hay un pecado de muerte por el cual es inútil orar (1 Juan 5:16), y debemos esperar que un pecado intencionado, como los que acarrean así el castigo de la Segunda Muerte, sean tan abiertos, tan flagrantes, en cuanto a que son fácilmente percibidos por los que están en hermandad con el Señor. No debemos juzgar a nadie por lo que hay en su corazón, porque no podemos leer su corazón; pero si comete pecado de muerte intencionado seguramente se pondrá de manifiesto exteriormente por medio de su boca, si éstas son transgresiones doctrinarias rehusando la sangre preciada del sacrificio, o por medio de inmoralidades si ellos se han puesto a seguir a la carne, “como la puerca lavada a revolcarse en el lodo”. Es con respecto de estos, referidos en Hebreos 6:4-8; 10:26-31, que el Apóstol nos advierte a no tener trato en absoluto con ellos, no comer con ellos, no recibirlos en nuestras casas, y no decirles que Dios los acompañe (2 Juan 9-11); porque aquellos que se asocien con ellos o les digan que Dios los acompañe se consideraría que están tomando sus lugares como enemigos de Dios, y participando de las malas acciones o de las malas doctrinas, como pueda ser el caso.

Pero con respecto a los demás, que “caminan indisciplinadamente”, la regulación es muy distinta. Tal hermano excluido, o hermana, no debería ser tratado como un enemigo, ni considerado como tal; pero como hermano equivocado, como el Apóstol dice además en esta misma epístola, “Si alguno no obedece a lo que decimos, por medio de esta carta, a ese señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. Mas no tengáis por enemigo sino amonestadle como hermano.” (2 Tesalonicenses 3:14,15). Un caso como éste implicaría alguna oposición pública y abierta por parte del hermano a las reglas de orden establecidas por el Apóstol, como vocero del Señor; y tal oposición pública a los correctos principios debería ser reprimida por la congregación, si ellos deciden que el hermano está tan fuera de orden que necesita ser advertido, y si él no consiente la forma de las sanas palabras, que nos fueron enviadas por el Señor a través del Apóstol, él debería ser considerado en tan desacuerdo como para que no sea más adecuado que deba tener la fraternidad de los hermanos hasta que consienta estos razonables requisitos. Él no debería ser ignorado en la calle por los hermanos, sino tratado cortésmente. La exclusión simplemente debería ser de los privilegios de la asamblea y de cualquiera de las asociaciones fraternales especiales, etc., características de los fieles. Esto también se insinúa en las palabras de nuestro Señor, “tenle por gentil y publicano”. Nuestro Señor no quiso decir que nosotros debamos injuriar a un hombre pagano o publicano, ni de ninguna manera tratarlo cruelmente; sino simplemente que no deberíamos fraternizar como hermanos, buscar su confidencia. La familia de la fe debe ser fortalecida y mantenida unida con el amor mutuo y afinidad, y expresiones de los mismos de distintas maneras. Es de esta carencia de estos privilegios y bendiciones lo que causará que el hermano excluido sufra, hasta que sienta que debe reformar sus maneras y regresar a la unión de la familia. Hay una sugerencia en este sentido hacia lo afectuoso, por lo cordial, por lo verdaderamente fraternal, que debería prevalecer entre los que son miembros del cuerpo del Señor.

“Alentéis a los de poco ánimo”

Continuando con el análisis de las palabras del Apóstol en nuestro texto, notamos que la Iglesia debe consolar a los de poco ánimo. Así, notamos que la recepción del Espíritu Santo no transforma nuestros cuerpos mortales para que puedan superar sus debilidades. Hay algunos que tienen la mente débil, como también hay otros con el cuerpo débil, y cada uno necesita compasión en el sentido de su propia debilidad. Las mentes débiles no pueden ser curadas con milagros, ni tampoco deberíamos esperar que porque las mentes de algunos son débiles e incapaces de captar todas las longitudes, anchuras y alturas, y profundidades del Plan Divino, entonces ellos no son parte del cuerpo. Por el contrario, como el Señor no busca para su Iglesia a aquellos que son de desarrollo físico excelente, fuertes y robustos, así también él no está buscando a aquellos que son fuertes y robustos de mente, y capaces de razonar y analizar de manera profunda y completa, cada aspecto del Plan Divino. Habrá en el cuerpo algunos que serán calificados de esa manera, pero otros son de poco ánimo, y no igualan el estándar promedio del conocimiento. ¿Qué consuelo deberíamos darles? Respondemos que los ancianos, en sus presentaciones de la Verdad, y todos los de la Iglesia en su relación uno a otro, deberían consolarlos no necesariamente señalando su debilidad y aprobándola, sino más bien en sentido general, no esperando el mismo grado de competencia y discernimiento intelectual en los miembros de la familia de Dios. Nadie debería demandar que aquellos que tienen tales incapacidades no sean, por ello, parte del cuerpo.

La lección es casi la misma si aceptamos la lectura revisada, “alentéis a los tímidos”. Algunos carecen de valor y combatividad, de manera natural, y con buena voluntad y corazones fieles, no pueden “ser fuertes en el Señor” ni “luchar la buena batalla de fe” en público, al mismo nivel que otros en el cuerpo. Sin embargo, el Señor debe ver sus voluntades, sus intenciones, de ser valientes y leales, y así deberían ser los hermanos, si ellos van a alcanzar el rango de vencedores.

Todos deberían reconocer que el juicio del Señor a su pueblo es de acuerdo a sus corazones, y que si estos débiles o de poco ánimo han tenido una comprensión suficiente y de voluntad para captar los fundamentos del Plan Divino de redención por medio de Cristo Jesús, y su propia justificación a vista de Dios por medio de la fe en el Redentor, y si sobre estas bases están luchando por vivir una vida de consagración al Señor, deben ser tratados de todos modos de manera que les permita sentir que son miembros de manera completa y a conciencia del cuerpo de Cristo, y que el hecho que no puedan exponer o no puedan quizás discernir con claridad todos los aspectos del Plan Divino de manera intelectual, y defender los mismos tan valerosamente como los demás, no es para que se considere que ponen en duda su aceptación del Señor. Deberían ser animados a insistir en el sentido del sacrificio en el servicio divino, buscando tales cosas que puedan hacer sus manos, para la gloria del Señor y la bendición de su pueblo, confortados con el pensamiento de que a su debido tiempo todos aquellos que habitan en Cristo y cultivan los frutos de su Espíritu y siguen sus pasos de sacrificio tendrán cuerpos nuevos con capacidad plena, en los que todos los miembros serán capaces de conocer como ellos son conocidos, y que mientras tanto el Señor nos asegura que su fortaleza se muestra de manera más completa en nuestra debilidad.


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de noviembre - diciembre de 2016)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba