DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“La Organización de la Nueva Creación”
Parte IX

El don del evangelista, el poder de animar los corazones y los espíritus en busca de la Verdad, es un don especial que todos no poseen hoy aun más que en el tiempo de la Iglesia primitiva. Además, el cambio de las condiciones modificó más o menos el carácter de esta obra, de modo que hoy, a causa de la educación general entre el pueblo, el trabajo de evangelización puede hacerse ampliamente por medio de la página impresa. Muchos son los que, actualmente, están involucrados en esta obra, distribuyendo tratados y ejemplares de The Watch Tower1 y vendiendo de forma ambulante los Estudios de las Escrituras.2 El hecho de que estos evangelistas trabajan más bien según métodos adaptados a nuestra época que según los métodos del pasado, no es más que un argumento contra esta obra que lo es sólo el hecho de que ellos viajan gracias al vapor y gracias a la electricidad en lugar de ir a pie o sobre el lomo del camello. La evangelización se hace por la presentación de la Verdad —el plan divino de las Edades — la Palabra de Dios — las “buenas nuevas de gran gozo”). Según nuestro juicio, no hay, en nuestros días, otro trabajo de evangelización que produzca resultados tan grandes como ésos. Hay muchos que poseen el talento, las calificaciones para ocuparse en este servicio y que no son preparados para ocuparse en otras ramas de la obra. Numerosos segadores todavía no han entrado en la vid; oramos continuamente en su favor para que el Señor de la cosecha quiera enviarlos allí, les conceda de discernir sus privilegios y las ocasiones favorables de ocuparse en este ministerio de evangelización.

(1) La publicación dirigida por el hermano Russell hasta su muerte en 1916. —Trad.

(2) Véase el Prefacio del Autor del Vol. I. —Trad.

Cuando Felipe, el evangelista, había hecho lo que podía por la gente de Samaria, Pedro y Juan les fueron enviados —Hechos 8:14). Así son nuestros evangelistas vendedores ambulantes: después de haber estimulado el espíritu sincero de sus oyentes, ellos les presentan los Estudios de las Escrituras3, y Zion’ s Watch Tower [la publicación dirigida por el Autor hasta su muerte —Trad.] que serán para ellos unos instructores que puedan entender y con los que puedan conferenciar luego tocante al camino del Señor. Lo mismo que Pedro, Pablo, Santiago y Juan, mensajeros y representantes del Señor, escribieron epístolas a la familia de la fe, actuando como pastores para aconsejar y animar al rebaño del Señor, de igual modo en nuestros días, The Watch Tower [véase nota precedente —Trad.] visita a los amigos, personalmente y colectivamente, de manera regular, procurando confirmar su fe, formar y cristalizar sus caracteres según los métodos establecidos por el Señor y por sus apóstoles.

(3) Véase el cambio de título hecho por el hermano Russell en su prefacio del Vol. I. —Trad.

MUCHOS DEBERÍAN SER CAPACES DE ENSEÑAR

El Apóstol les escribió a algunos: “Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo [que estuvieron en la Verdad], tenéis necesidad [a causa de una falta de celo por el Señor y de un espíritu mundano] de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios” —Heb. 5:12). Esto implica, en un sentido general por lo menos, que toda la Iglesia, todo el sacerdocio, los miembros de la Nueva Creación, deberían ser expertos en la Palabra de su Padre hasta el punto de estar “siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” —1 Ped. 3:15). Así vemos de nuevo que la enseñanza, considerada desde el punto de vista bíblico, no se limita a una clase clerical, que cada miembro de la Nueva Creación es un miembro del Sacerdocio real, “ungido para predicar”, y también plenamente autorizado para anunciarles las buenas nuevas a los que tienen oídos para oír, cada uno según su capacidad de presentarla con fidelidad y claridad. Sin embargo, interviene aquí una declaración de un carácter particular hecha por otro apóstol:

“HERMANOS MÍOS, NO OS HAGÁIS MAESTROS MUCHOS DE VOSOTROS” —Santiago 3:1

¿Qué quiere decir esto? El Apóstol responde, diciendo: “sabiendo que recibiremos mayor condenación”, sabiendo que, tanto las tentaciones como las responsabilidades aumenten proporcionalmente en cada grado de elevación en el cuerpo de Cristo. El Apóstol no quiere decir que nadie debería hacerse maestro, sino que el que cree poseer un talento para la enseñanza recuerde que es una responsabilidad ocuparse en cualquier que sea el grado de ser el portavoz de Dios; él debe asegurarse de que ningún discurso no sea pronunciado que pueda representar falsamente el carácter y el plan divinos, y deshonrar así a Dios como ofender a los que pudieran oírlo.

¡Cuán provechoso sería esto para la Iglesia si todos quisieran aceptar este consejo —esta sabiduría de arriba) y seguirlo! Por cierto, pudiera haber mucho menos enseñanza que se da ahora, pero el efecto tanto sobre los que enseñan como sobre los que aprenden sería no sólo una reverencia más grande por el Señor y la Verdad, su Palabra, sino que una liberación más grande de los errores desconcertantes. A propósito de eso, las palabras de nuestro Maestro implican que algunos cuyas enseñanzas no han estado completamente de acuerdo con el plan divino, serán admitidos en el Reino, pero en una posición inferior a la que habrían tenido si hubieran prestado mucha más atención a no enseñar otra cosa que el mensaje divino. He aquí estas palabras: “De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos.” —Mat. 5:19.

“NO TENÉIS NECESIDAD DE QUE NADIE OS ENSEÑE”

“Pero la unción que vosotros recibisteis de él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; así como la unción misma os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, según ella os ha enseñado, permaneced en él.”

“Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas.” —1 Juan 2: 27, 20.

Debido a los numerosos pasajes bíblicos que animan a la Iglesia a aprender, a crecer en gracia y en conocimiento, a edificar mutuamente en la santísima fe y a esperar que el Señor levante a apóstoles, a profetas, a evangelistas, a maestros, etc. esta declaración hecha por el apóstol Juan parece muy extraña hasta que haya sido comprendida bien. Ella ha sido un escollo para un número bastante grande pero podemos estar seguros que el Señor no permitió a todos cuyo corazón estaba en una actitud apropiada para con él, de recibir un daño. La tendencia general de la Escritura hacia la idea contraria — línea sobre línea, mandamiento sobre mandamiento — no menos que las experiencias de la vida, bastan para convencer totalmente a toda persona humilde de espíritu de que hay algo radicalmente falso en la traducción de este pasaje o en las ideas que se sacan generalmente de eso. Los que tropiezan son usualmente gente muy autosuficiente cuya presunción los conduce a preferir que el Señor los considere por separado y separados de todo el resto de la Nueva Creación. Sin embargo, esto está en contradicción absoluta con la enseñanza general de las Escrituras que el cuerpo es uno, y que tiene numerosos miembros unidos en él, que los alimentos proporcionados en el cuerpo van a cada uno de sus miembros para alimentarlo y fortificarlo por medio de o conjuntamente con los otros miembros. Así el Señor quiso hacer que los miembros de su pueblo dependan unos de otros, con el fin de que no pueda haber ningún cisma en el cuerpo, y es a este fin que él nos ha exhortado por el Apóstol en no descuidar a nuestras asambleas, sino en recordar que le es particularmente agradable encontrar en todo lugar la Ecclesia, el cuerpo, aun si solamente dos o tres están reunidos en su nombre.

Examinando el texto, encontramos que el Apóstol combate un error que prevalecía en su tiempo, un gran error que, en nombre de la Verdad, en nombre del cristianismo, en nombre de la calidad de discípulo del Señor, anulaba virtualmente toda revelación. Él declara que este sistema erróneo no forma parte ni de la Iglesia verdadera ni de sus doctrinas, sino que al contrario, es anticristo u opuesto a Cristo prevaleciéndose de su nombre, navegando así bajo un pabellón falso. Hablando de los partidarios de este sistema, él declara: “Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros [a saber, que nunca hayan sido verdaderos cristianos o que hayan cesado de serlos]; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros”. Él destaca su error, a saber, que las profecías concernientes al Mesías eran figurativas, que nunca se cumplirían por medio de la naturaleza humana, y declara que es una negación completa de la declaración según el Evangelio que el Hijo de Dios ha sido hecho carne, que fue ungido como el Mesías en su bautismo por el Espíritu Santo y que nos rescató.

El pensamiento del Apóstol es el siguiente: todos los que de todos modos se hicieron cristianos, todos los que comprenden a cualquiera que sea el grado el plan divino, deben suponer en primer lugar que ellos y todos los demás son pecadores y que necesitan un Redentor, y en segundo lugar, que Jesús, el Ungido, les rescató por el sacrificio de su propia vida. El Apóstol declara además que ellos no necesitan que alguien les enseñe esta verdad fundamental. No podrían ser de ningún modo cristianos si ignoraran el elemento fundamental de la religión cristiana —a saber, que Cristo murió por sus pecados según las Escrituras, y que se resucitó para su justificación), y que nuestra justificación, y nuestra santificación que resulta de eso, que nuestra esperanza de la gloria, todo esto depende del sacrificio de Cristo y de su valor en nuestro favor. Él hace ver que si fuera posible confiarse y creer en el Padre sin creer en el Hijo antes de la manifestación de este último, sin embargo ahora, quienquiera que niegue al Hijo de Dios niega al Padre al mismo tiempo, y nadie puede confesar al Hijo de Dios sin confesar al Padre al mismo tiempo y el plan del Padre es su centro y el agente ejecutivo.

Asimismo, ahora podemos entender exactamente lo que quiso decir el Apóstol, a saber, que toda persona que había sido engendrada del Espíritu Santo primero tenía que creer en el Señor Jesús, creer que era el unigénito del Padre, que fue manifestado en la carne, santo, inocente, y separado de los pecadores, que se dio a sí mismo como nuestro rescate y que el sacrificio fue aceptado por el Padre y testificado por su resurrección como el glorioso Rey y Libertador. Sin esta fe, nadie puede recibir al Espíritu Santo, la unción, y por lo tanto, cualquier persona que tenga la unción no necesita que alguien pierda tiempo discutiendo la cuestión fundamental si Jesús era el Hijo de Dios o no, si era el Redentor o no, si era el Mesías ungido que cumplirá al debido tiempo de Dios las preciosas promesas de las Escrituras. Incluso si la unción que hemos recibido, permanece en nosotros, ésa nos asegura que estas cosas son ciertas: “Según ella os ha enseñado, permaneced en él.” Cualquier persona que no vive en él, la Vid —como el sarmiento suprimido), se secará sin duda, toda persona que permanece en él seguramente permanecerá en su Espíritu también, y no puede negarle.

“En cuanto a vosotros, vosotros tienen una unción que viene de Aquel que es santo, y todos vosotros lo saben” [1 Juan 2:20 —Diaglott; véase Stapfer —versión francesa) y la nota en el Nuevo Testamento de Tischendorf]. Durante toda la dispensación judaica, el Espíritu Santo fue tipificado por el aceite santo que, derramado en la cabeza del sumo sacerdote, se difundía sobre todo su cuerpo; así quienquiera que hace parte del cuerpo de Cristo está bajo la unción, bajo la influencia del Espíritu, y por todas partes donde esté el Espíritu del Señor, hay unción, dulzura, lubricación. Su tendencia es de buscar la paz con todos los hombres en toda medida posible, compatible con la fidelidad a la justicia. Está opuesto a la fricción —a la cólera, a la malicia, al odio, a la contienda). Los que están bajo su influencia están felices de ser enseñados por el Señor, y lejos de pelearse respecto a su plan y su revelación, ellos los aceptan prontamente y reciben de modo correspondiente la lubricación prometida: la unción, la dulzura, la paz, la alegría, la santidad de espíritu.

Los que han recibido el Espíritu del Señor en este sentido del término, aportándoles la paz, la alegría y la armonía en su corazón, saben que las tienen por parte del Señor ya que creyeron en el Señor Jesús y lo aceptaron como el Ungido. Esta unción es una prueba no sólo para sí mismos, sino que sobre todo para otros que son miembros del cuerpo de Cristo. En cambio, los que no tienen esta paz y esta alegría, y cuyos corazones están llenos de malicia, de lucha, de odio, de pelea, de contienda y disputa ciertamente no tienen la prueba de la unción, de la lubricación, de la dulzura que acompaña el Espíritu del Señor. Es verdad que nosotros no somos todos semejantes, y que esta dulzura puede, en los asuntos corrientes de la vida, no manifestarse tan rápidamente en algunos como en otros; sin embargo, muy rápidamente en la experiencia cristiana, uno debe sentir en su corazón esta dulzura que prueba que hemos estado con Jesús, que hemos aprendido de él y recibido su Espíritu, y pronto debería comenzar a ser observado por otros en la vida diaria.

Vemos que nada en las Escrituras se opone a la línea general de la Palabra del Señor tocante a la necesidad de tener maestros y de conocer por su intermediario el pensamiento del Señor. No es que sostengamos que Dios depende de los que enseñan, y que no pudiera instruir, desarrollar y edificar a los miembros de la Nueva Creación por otro medio u otra acción, sino que su Palabra declara que tales son los medios y el método que él ha escogido para instruir y para edificar la Iglesia, el cuerpo de Cristo, con el fin de que no pueda haber ningún cisma en el cuerpo y que cada miembro pueda aprender a simpatizar con cada otro miembro, cooperar con él y ayudarle.

Nosotros ya hemos considerado el hecho de que no se debe tomar a estos maestros como infalibles, sino que debe pesar y medir sus palabras con la ayuda de las reglas divinas: las palabras del Señor, de los apóstoles y de los santos profetas de las dispensaciones pasadas que hablaron y escribieron, llevados por el Espíritu Santo para advertirnos, sobre quienes han llegado al fin de los tiempos. Ahora enfocamos la atención en la declaración del Apóstol: “El que es enseñado en la palabra, haga partícipe de toda cosa buena al que lo instruye.” —Gál. 6:6.


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de marzo-abril de 2015)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba