DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA |
La Nueva Creación:
“La Organización de la Nueva Creación”
Parte VIII
DIÁCONOS, MINISTROS, SIERVOS
Lo mismo que el término obispo significa simplemente superintendente y que en ningún sentido significa un señor o un dueño como llegó a ser comprendido así gradualmente por la gente, así es con el término diácono que significa literalmente un servidor, o un ministro. El Apóstol habla de sí mismo y de Timoteo como “ministros de Dios” (2 Cor. 6:4). La palabra vertida aquí por ministros viene del griego diakonos que significa siervos. El Apóstol luego dice: “Nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto” (2 Cor. 3:5, 6). Aquí, también la palabra griega diakonos es vertida por ministros y significa siervos. De hecho, el Apóstol declara que él mismo y Timoteo eran diáconos (siervos) de Dios y diáconos (siervos) del Nuevo Testamento — el Nuevo Pacto. Entonces podemos ver que todos los ancianos verdaderos en la Iglesia son así diáconos, o siervos de Dios, de la Verdad y de la Iglesia, si no, no deberíamos en absoluto reconocerlos como ancianos.
No queremos dar la idea que, en la Iglesia primitiva, no había ninguna distinción tocante al servicio obtenido. Todo lo contrario: lo que queremos establecer es que aun los apóstoles y los profetas que eran los ancianos en la Iglesia eran todos diáconos, siervos, así como lo declaró nuestro Señor: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo [diakonos]” (Mat. 23:11). El carácter y la fidelidad del siervo deberían determinar el grado de honor y de estima que debería serle devuelta en las ecclesias de la Nueva Creación. Lo mismo que había en la Iglesia siervos no cualificados por talentos, etc. para ser aceptados como ancianos porque eran menos aptos para enseñar o menos experimentados, así aparte de todo nombramiento hecho por la Iglesia, los apóstoles y los profetas (maestros) en diversas ocasiones escogieron a ciertas personas como siervos, o ayudantes, o diáconos; por ejemplo, cuando Pablo y Bernabé estaban juntos, ellos tenían con ellos por un tiempo Juan Marcos que les servía, les ayudaba. También, cuando Pablo y Bernabé se separaron, Bernabé tomó a Juan [Marcos] con él, mientras que Pablo tomó a Silas con él para servirle, ayudarle [Hechos 15:39, 40]. Estos ayudantes no se consideraban como los iguales de los apóstoles, ni como los iguales, en materia de servicio, de otros que tenían talentos y experiencia más grandes que ellos mismos, sino que se regocijaban del privilegio de ayudar y de servir bajo la dirección de aquellos que reconocían como siervos de Dios y de la Verdad, cualificados y aceptados. No necesitaban ser escogidos por la Iglesia para servir a los apóstoles; lo mismo que la Iglesia escogía a sus siervos o a los diáconos, así los apóstoles escogían los suyos. No era tampoco asunto de coacción, sino de opción. Se nos permite suponer que Juan [Marcos] y Silas consideraron que ellos podían servir mejor al Señor de esta manera que de un modo muy diferente, y fue de su pleno grado y sin menor coacción que aceptaron este servicio; hubieran podido, con una conveniencia igual, negarlo si hubieran creído emplear más escrupulosamente sus talentos de otra manera.
No obstante, este término diácono se aplica, en el Nuevo Testamento, a una clase de hermanos útiles como siervos del cuerpo de Cristo y honrados en consecuencia, pero sin ser cualificados tanto como otros para la posición de ancianos. Sin embargo, bajo cualesquiera condiciones, su selección con vistas a un servicio especial en la Iglesia implicaba un buen genio, la fidelidad a la Verdad y el celo para el servicio del Señor y de su rebaño. Así, en la Iglesia primitiva, cuando fue decidida la distribución de alimento, etc. a los pobres del rebaño, los apóstoles mismos se ocuparon de eso primero, pero más tarde, cuando se levantaron reclamaciones pretendiendo que algunos fueron descuidados, los apóstoles les sometieron la pregunta a los creyentes, a la Iglesia, diciendo: Buscad de entre vosotros hombres competentes para este servicio, y daremos nuestro tiempo, nuestro conocimiento y nuestros talentos al ministerio de la Palabra. —Hechos 6:2-5.
Recordamos que siete siervos, o diáconos, fueron escogidos, y que de entre estos siete se encontraba Esteban que, más tarde, se hizo el primer mártir: él tuvo el honor de ser el primero de andar en las pisadas del Maestro, aun hasta la misma muerte. El hecho que Esteban fue escogido por la Iglesia para ser diácono, no le impedía de ningún modo de predicar la Palabra como fuera de alguna manera y según las ocasiones favorables. Vemos así la libertad perfecta que prevalecía en la Iglesia primitiva. Toda la comunidad, reconociendo los talentos de uno o de otro miembro del cuerpo, podía pedirle prestar un servicio; no obstante, la demanda de la comunidad y la aceptación del miembro solicitado no constituían en ningún sentido una esclavitud: ellas no le impedían de ninguna manera emplear sus talentos por otra vía como la ocasión favorable se presentaba. Esteban, el diácono, fiel en el servicio de las mesas, en el reglamento de los pagos por cuenta de la comunidad, etc. fue bendecido por el Señor y recibió ocasiones favorables de ejercer su celo y sus talentos de manera más pública en la predicación del Evangelio. Su carrera demostró que el Señor le había reconocido como un Anciano en la Iglesia antes de que los hermanos se hubieran dado cuenta de su capacidad. No hay duda que si hubiera vivido más tiempo, los hermanos también habrían discernido sus calificaciones de Anciano y de intérprete de la Verdad, y lo habrían admitido como tal.
Sin embargo, el punto que deseamos destacar, es la libertad completa de cada individuo de emplear sus talentos como se siente capaz, en calidad de evangelista, sea él designado o no directamente por la Iglesia (Esteban no hubiera podido enseñar sin embargo en la Iglesia, a menos que fuera escogido por ella para este servicio). Esta libertad absoluta de la conciencia individual y de los talentos personales, la ausencia de todo lazo o de toda autoridad restrictiva, es uno de los rasgos notables de la Iglesia primitiva que hacemos bien de imitar en espíritu y en acción. Así como la Iglesia necesita ancianos cualificados y competentes para enseñar, y evangelistas para predicar, así también necesita diáconos para prestarle otros servicios, como porteros de estrados, tesoreros, etc. Son siervos de Dios y de la Iglesia, y son honrados en consecuencia; los ancianos son siervos, aunque su servicio sea reconocido como aquel de un orden más elevado: la obra en la palabra y en la enseñanza.
MAESTROS EN LA IGLESIA
Como acabamos de ver, “la aptitud para la enseñanza” es una calificación necesaria para la posición o para el servicio de los ancianos en la Iglesia. Pudiéramos multiplicar las citas de las Escrituras para mostrar que San Pablo se clasificaba no sólo como un Apóstol y como un Anciano y un siervo, sino que como un maestro [o instructor —Trad.], “no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu” (1 Cor. 2:13). Él no era un profesor de lenguas ni de matemática, ni de astronomía, ni de alguna otra ciencia, excepto de la única ciencia grande a la cual se refiere el Evangelio del Señor, las buenas nuevas. Tal es el significado de las palabras del Apóstol que acaban de citarse, y es bueno que los hijos del Señor se acuerden de eso escrupulosamente. No sólo los que enseñan y predican, sino que los que escuchan, deben procurar que sea la sabiduría de Dios y no la del hombre que se proclama. Así el Apóstol exhorta a Timoteo: “Prediques la palabra” (2 Tim. 4:2). “Esto manda y enseña” (1 Tim. 4:11). “Esto enseña y exhorta” (1 Tim. 6:2). Yendo más lejos todavía, el Apóstol indica que todos los miembros de la Iglesia, tanto como los ancianos, deben procurar que los maestros de doctrinas falsas, de la filosofía y de “la falsamente llamada ciencia” no estén admitidos a enseñar la Iglesia. El Apóstol recomienda: “Si alguno enseña otra cosa”, etc. apartaos de eso: no sostengáis otro Evangelio que aquel que vosotros recibisteis que os ha sido anunciado por los que predicaron el Evangelio mediante el Espíritu Santo enviado del cielo. —1 Tim. 6:3-5; Gál. 1:8.
Sin embargo, hay algunos que son competentes para enseñar, para exponer claramente a otros el plan divino en privado, pero son incapaces de hablar en público, como oradores, como “profetas”. Los que pueden, en privado, hablar del Señor y de su causa, no deben ser desanimados sino, al contrario, debemos animarles para aprovecharse de todas las ocasiones favorables para servir a los que tienen un oído para oír, y para anunciarles las virtudes de nuestro Señor y Rey. Aun aquí, debemos distinguir entre “enseñar y proclamar [o predicar —Trad.]” (Hechos 15:35). Predicar, es discursar en público; la enseñanza puede ser más eficaz generalmente en privado (en una clase de estudios bíblicos o en una conversación particular). Los predicadores, los oradores públicos o “profetas” más capaces han encontrado a veces que su trabajo público prospera más cuando es apoyado hábilmente por los discursos menos públicos, por las exposiciones hechas en privado de las cosas profundas de Dios en auditorios más restringidos.1
(1) Es por esta razón que recomendamos, cuando los “Peregrinos” les visitan, que reservan sólo una o dos reuniones para “profetizar” o predicar en público, y que emplean el resto de su tiempo para enseñar en las agrupaciones de personas profundamente interesadas, o, en caso de imposibilidad, para visitar y enseñar en privado.