DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“La Organización de la Nueva Creación”
Parte VI

APÓSTOLES, PROFETAS, EVANGELISTAS, MAESTROS

Según lo que se piensa generalmente en la Cristiandad, el Señor había dejado, tocante a la organización de la Iglesia, instrucciones totalmente inapropiadas a los fines que había fijado, y había contado con su pueblo para que ése emplee su propia sabiduría con el fin de organizarse. Un buen número de hombres de diferentes opiniones aprobó organizaciones más o menos precisas, y así encontramos hoy a través del mundo, cristianos organizados de modos diferentes y sobre bases más o menos rígidas, cada uno aseverando la superioridad de su denominación particular, de su sistema particular de organización. ¡Esto es falso! No es razonable creer que Dios, habiendo preconocido esta Nueva Creación antes de la fundación del mundo haya descuidado su propio trabajo hasta el punto de dejar a su pueblo fiel sin comprensión clara de su voluntad y sin arreglo suficiente, una organización conveniente, para su bienestar. El espíritu humano se lleva o hacia la anarquía por una parte, o hacia una organización rígida y la esclavitud por otra parte. Evitando estos dos extremos, el arreglo divino traza para la Nueva Creación una organización simple al grado más alto y evite todo lo que tiende a la esclavitud. En realidad, las Escrituras prescriben para cada cristiano individualmente: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.” —Gál. 5:1.

Exponiendo este arreglo divino, hay que restringirnos totalmente a las exposiciones divinas, y debemos poner a un lado completamente la historia eclesiástica, recordando que la “apostasía” predicha ya había comenzado a obrar al mismo tiempo de los apóstoles, que después de la muerte de estos últimos, había progresado rápidamente para alcanzar su punto culminante en primer lugar en el sistema papal. Tomando la exposición de la Biblia, se nos permite incluir con los relatos del Nuevo Testamento los arreglos típicos establecidos bajo la Ley, pero debemos recordar continuamente que estos tipos representaban no sólo las cosas relacionadas con esta Edad Evangélica, sino que los arreglos para la Edad milenaria venidera. Por ejemplo, el Día de la Expiación (“Atonement”) y la obra que se hacía allí, representaba, como hemos visto, la Edad Evangélica actual. En este día, el sumo sacerdote no llevaba sus trajes de “gloria”, sino simplemente los trajes santos o los vestidos de lino; esto ilustraba el hecho que durante la Edad Evangélica actual, ni el Señor ni la Iglesia ocupan un lugar de distinción o de gloria respecto a los hombres; su posición entera es simplemente representada como una posición de pureza, de justicia — tipificada por los vestidos de lino que, en el caso de la Iglesia, simbolizan la justicia (“righteousness”) de su Señor y Jefe. Es después del Día de la Expiación que el sumo sacerdote revestía sus trajes de gloria, representando la gloria, la dignidad, etc. de la autoridad y del poder de Cristo durante la Edad milenaria. La Iglesia también es representada con su Señor en las grandes distinciones de esta figura, porque lo mismo que la cabeza del sumo sacerdote representaba a nuestro Maestro y Señor, así el cuerpo del sacerdote representaba la Iglesia; en consecuencia, los trajes de gloria representaban las altas funciones y los honores de todo el Sacerdocio real cuando haya venido el tiempo de la exaltación. La jerarquía papal pretende falsamente que el reino de Cristo está cumpliéndose por vía de delegación, que los papas son sus representantes y que los cardenales, los arzobispos y los obispos representan la Iglesia en gloria y en poder. Ella trata así de ejercer el poder civil y el poder religioso en el mundo e imita la gloria y la dignidad de la Nueva Creación elegida, en los trajes suntuosos que sus miembros llevan. Sin embargo, los miembros del verdadero sacerdocio real, todavía llevan los vestidos blancos de sacrificio y esperan el verdadero Señor de la Iglesia y la verdadera exaltación a “la gloria, la honra y la inmortalidad”, cuando el último miembro de los elegidos haya terminado su parte en la obra de sacrificio.

Es del Nuevo Testamento en particular que debemos esperar a recibir nuestras instrucciones tocantes a la organización y las reglas de la Iglesia durante el período de su humillación y de su sacrificio. El hecho de que estas reglas no se encuentran condensadas no debe impedirnos de esperar y de encontrar que constituyan sin embargo un sistema completo. Debemos luchar contra la espera natural de nuestro juicio torcido concerniente a las leyes, y recordar que los miembros de la Iglesia como hijos de Dios reciben una “ley perfecta de libertad” porque no son en lo sucesivo más servidores, sino hijos; los hijos de Dios deben aprender el uso de la libertad de los hijos y, por este medio, al grado más alto, su obediencia absoluta a la ley y a los principios de amor.

El Apóstol nos describe una imagen de la Nueva Creación que ilustra el tema completo: la de un cuerpo humano cuya cabeza representa al Señor, y las diversas partes y los miembros representan la Iglesia. En 1 Cor. 12, este tema se trata con grandes detalles y de una manera muy simple. La explicación dada es: “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo [un solo cuerpo (o compañía) constado de muchos miembros]. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”. El Apóstol prosigue llamando la atención en el hecho de que si el buen estado de un cuerpo humano depende de una medida amplia de unidad, de armonía y de cooperación de todos sus miembros, así es con la Iglesia, el cuerpo de Cristo. Si un miembro sufre de dolores, o de degeneración o de malformación, todos los miembros están afectados, si lo quieran o no, y si un miembro es especialmente bendecido o reconfortado o refrescado, todos los demás tienen una parte de las bendiciones. Él observa (v. 23) que procuramos cubrir y esconder las debilidades, las taras, etc. de nuestro cuerpo natural y que procuramos socorrerlo y ayudarlo. Así debería ser con la Iglesia, el cuerpo de Cristo: los miembros más débiles deberían recibir una solicitud especial lo mismo que ser cubiertos por la caridad (el amor) “para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros”, del más humilde tanto como del más favorecido —versículo 25.

Según lo que precede, la organización de la Iglesia hecha por el Señor, es verdaderamente una organización muy completa, pero lo es en gracia como en la naturaleza: donde la organización es completa, no hay necesidad en absoluto de horcates ni de vendas. Un árbol es totalmente organizado y forma un todo desde la extremidad de las ramas hasta las raíces, y por eso las ramas no son tenidas por ataderos especiales o por cuerdas, o tablillas o reglamentos y leyes escritas; así es para el cuerpo de Cristo. Si sus diversos miembros son convenientemente adaptados, concedidos y unidos según las directivas dadas por el Señor, no es necesario de ninguna manera de tener cuerdas, horcates o tablillas para mantener juntos los diversos miembros, es decir, ninguna necesidad de leyes, de credo y de medios humanos impresionantes para reunirlos o mantenerlos juntos. El Espíritu solo es el lazo que une, y siempre y cuando el espíritu de vida queda, una unidad, o acuerdo (conjunto de los miembros) del cuerpo también debe quedar, y esta unión será fuerte o débil según la abundancia del Espíritu del Señor.

El Apóstol va más lejos y demuestra que Dios es el superintendente de los asuntos de esta organización, la Nueva Creación que Él mismo proyectó e inauguró. Así él se expresa: “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular. Y a unos puso Dios en la iglesia [Ecclesia, cuerpo], primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas.” [v. 27]. Será un pensamiento nuevo para muchos que tienen la costumbre de colocarse a sí mismos y de colocar unos a otros en puestos de gloria, de honor, de confianza y de servicio en la Iglesia, de darse cuenta que Dios prometió ser el superintendente en este asunto entre los que le esperan a él para ser guiados y que son dirigidos por su Palabra y por su Espíritu.

Si se reconocía esto, ¡cuán pocos se atreverían a buscar los primeros lugares e intrigarían de una manera política para asegurarse de los puestos de honor! Discernir el cuidado que toma Dios de la Iglesia verdadera es, en primer lugar, distinguirla de entre los sistemas nominales; luego es procurar, con reverencia y humildad, a conocer la voluntad divina tocante a todos los arreglos, los servicios y los servidores de la Iglesia verdadera. El Apóstol pregunta: “¿Son todos apóstoles? ¿Son todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Hacen todos milagros?” Al hacerlo, él implica que uno reconocerá, en general, que tal no es el caso, y que quienquiera que se reconoce como aquel que ocupa una u otra de estas posiciones, debería ser capaz de proporcionar una prueba evidente que lo hace por parte de Dios; debería ejercer su ministerio, o su servicio, no para complacer al hombre, sino para complacer al gran superintendente de la Iglesia, a su Jefe y al Señor. El Apóstol llama nuestra atención al hecho de que estas diferencias en la Iglesia corresponden a las mismas que existen en los miembros del cuerpo natural, y que cada miembro es necesario y que ninguno debe ser despreciado. No se permite al ojo decir al pie, a la oreja, a la mano: no te necesito. ¿Si todos eran un solo y único miembro, dónde estaría el cuerpo? porque “el cuerpo no es un solo miembro sino muchos”. —Versículos 19, 14.

Es verdad que ya no existe más la misma variedad de miembros en la Iglesia, porque como el Apóstol lo señala: “Las lenguas son por señal, no a los creyentes, sino a los incrédulos”, como también fue el caso con los milagros. Cuando murieron los apóstoles en los cuales residía el poder de conferir estos dones del Espíritu y cuando murieron los que habían recibido de ellos estos dones, estos milagros — dones — como nosotros ya hemos visto, cesaron en la Iglesia. No obstante, para cada hombre y para cada mujer, todavía habría en la Iglesia un trabajo correspondiente, una ocasión favorable de servir al Señor, la Verdad y a los otros miembros del cuerpo de Cristo, y esto según las capacidades naturales de cada uno. Mientras cesaban estos milagros, el desarrollo en la Verdad, en el conocimiento del Señor y en las gracias del Espíritu los reemplazó. Hasta cuando estos dones inferiores de curación, de lenguas, de interpretaciones, y de milagros existían en la Iglesia, el Apóstol exhortaba a los hermanos en “procurar, pues, los dones mejores”. [v. 31]

Ellos no podían razonablemente desear o esperar un sitio como Apóstol ya que había sólo doce, sino podían desear ser profetas (comentadores) o maestros. “Mas yo os muestro”, añade el Apóstol, “un camino aun más excelente” (v. 31.). Él prosigue mostrando que bien por encima de cualquier de estos dones o servicios en la Iglesia, hay un honor de poseer en una gran medida el espíritu del Maestro, el Amor. Él destaca que el miembro más humilde de la Iglesia que alcanza al amor perfecto, en los ojos del Señor, ha alcanzado una posición más elevada y más noble que la de cualquier apóstol o profeta o maestro que falla de la gracia del amor. Él declara que cualesquier que sean los dones, si el amor falta, todo es vano y poco satisfactorio en los ojos del Señor. En realidad podemos estar seguros que nadie puede ser aprobado mucho tiempo del Señor en la posición de apóstol o de profeta o de maestro en la Iglesia si no alcanzara esta fase del amor perfecto, o por lo menos si no procuraba alcanzarlo. En caso contrario, se le permitiría ser arrastrado ciertamente en las tinieblas, y tal vez hacerse un maestro del error en lugar de ser un maestro de la Verdad, de hacerse un servidor de Satanás para cribar a los hermanos.

En su carta a los Efesios (4:1-16), el Apóstol reitera esta lección de la unidad de la Iglesia bajo el aspecto de un solo cuerpo compuesto de numerosos miembros, sometido a la sola Cabeza, Cristo Jesús, y unido por un solo espíritu, un espíritu de amor. Él exhorta a todos estos miembros de andar de una manera digna de su llamamiento por la humildad, la dulzura, la longanimidad, el apoyo mutuo afectuoso, esforzándose por conservar la unidad del Espíritu en el lazo de la paz. En este capítulo, el Apóstol presenta a diversos miembros del cuerpo designados para cumplir algunos servicios especiales y nos señala qué es el objetivo del servicio, diciendo: “Él dio algunos [como] apóstoles, a otros [como] profetas, a otros [como] evangelistas, a otros [como] pastores y maestros; con vistas a la perfección de los santos, para la obra del servicio [que los prepara para el glorioso ministerio de servicio del Reino milenario], para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos nosotros alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de un hombre maduro, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo: con el fin de que, siendo verdaderos en el amor, crezcamos en todas las cosas aun en aquel que es el Jefe [la Cabeza], el Cristo; de quien todo el cuerpo, bien ajustado y ligado juntos por cada coyuntura de cohesión, produce el crecimiento del cuerpo para la edificación en el amor.” —Ef. 4:11-16.

Observamos la imagen que el Apóstol dibuja para nosotros: el de un cuerpo humano pero pequeño y no desarrollado. Él nos enseña que es la voluntad de Dios que todos los diversos miembros crecen hasta el desarrollo completo, en la fuerza y en el poder: “el estado de un hombre maduro” es la imagen que representa la Iglesia en su condición conveniente y completa. Conservando esta imagen a través de la Edad hasta el tiempo presente, vemos que uno tras otro los miembros se durmieron a la espera de la organización grandiosa de la mañana milenaria en la Primera Resurrección. También vemos que todos estos miembros fueron reemplazados continuamente de modo que la Iglesia nunca fue sin organización completa, aunque a veces haya podido haber debilidades más grandes en un miembro y una fuerza más grande en otro. Sin embargo, de todo tiempo, cada miembro debe hacer todo lo que está en su poder para edificar el cuerpo, para fortificar a los miembros y para perfeccionarlos en las gracias del Espíritu — “hasta que todos nosotros alcancemos la unidad de la fe”.

La unidad de la fe es deseable; hay que hacer todo lo posible para obtenerla, no obstante no el tipo de unidad que se busca en general. La unidad debe hacerse en el sentido de “la fe que ha sido una vez dada a los santos” en su pureza y su sencillez, cada miembro teniendo la plena libertad de adherirse a diferentes opiniones sobre puntos secundarios, no obstante, ninguna enseñanza teniendo relación con especulaciones y teorías humanas, etc. La idea bíblica de la unidad descansa en los principios fundamentales del Evangelio: (1) Nuestra redención gracias a la sangre preciosa, y nuestra justificación por la fe en ella.1 (2) Nuestra consagración, santificación puesta de lado para el Señor, la Verdad y su servicio, incluso el servicio de los hermanos. (3) Aparte de estos puntos esenciales sobre los cuales se debe exigir la unidad, no puede haber comunión conforme a la Escritura; sobre otro punto, la libertad más grande puede ser concedida sin embargo con un deseo de discernir y de ayudar a otros a discernir el plan divino en todos sus rasgos y sus detalles. Así, cada miembro del cuerpo de Cristo, manteniendo su propia libertad personal, es tan completamente consagrado a la Cabeza y a todos los miembros que su placer será de entregar su todo, su vida misma, a favor de ellos.

(1) “Por una fe manifestada en ella”. —Edit.

Ya hemos examinado el trabajo especial de los apóstoles, y el hecho de que su número fue limitado y que todavía cumplen su servicio en la Iglesia, hablando en calidad de portavoz del Señor a su pueblo a través de su Palabra. Ahora examinemos estos otros servicios de la Iglesia a los cuales se refiere el Apóstol como los dones del Señor en el cuerpo general, o Ecclesia.

El Señor provee los apóstoles, los profetas, los evangelistas, los pastores, los maestros, para la bendición del cuerpo general, concerniente a la vez su bienestar presente y su futuro bienestar. Él regresa a los que descansan sinceramente en el Señor, la Cabeza, el Guía de la Iglesia, su cuerpo, de confiar, de buscar y de observar sus dones en todos estos detalles, de aceptarlos y de emplearlos, si quieren obtener la bendición prometida. Estos dones no están impuestos en la Iglesia, y los que los descuidan cuando se les ofrecen, sufren una pérdida correspondiente. El Señor colocó estos dones en la Iglesia desde el principio y nos dio así el arreglo ideal de la Iglesia, dejándole a su pueblo el cuidado de seguir el modelo así propuesto y de recibir bendiciones en proporción, o de despreciar el modelo y de tener las dificultades y las decepciones correspondientes. Busquemos, siendo los que desean ser conducidos y enseñados por el Señor, a aprender cómo al principio, él colocó a los diversos miembros, y cuáles dones de este género le concedió después a su pueblo, con el fin de que podamos así apreciar cuáles de estos dones están en nuestra disposición y sacar provecho de ésos con el más posible celo en el futuro.

El Apóstol declara que al Señor le gusta que no haya ningún cisma en el cuerpo, ninguna escisión, ninguna división. Con métodos humanos, las divisiones son inevitables, excepto en el período de triunfo del Papado, donde el sistema nominal se hizo muy poderoso y utilizó métodos muy duros de persecución con respecto a todos los que no estaban de acuerdo con él. No obstante, esta unidad fue una unidad de fuerza, de coacción, una unidad aparente y no una unidad de corazón. Aquellos que el Hijo libera nunca pueden tomar parte de todo corazón en tales uniones, en las cuales la libertad personal es totalmente destruida. Para las denominaciones protestantes, la dificultad no consiste en que ellas son demasiado liberales y, que en consecuencia, se separaron en numerosas sectas, sino más bien en que conservaron mucho de la institución-madre, sin poseer el poder que tuvo en cierta época para sofocar y suprimir la libertad de pensamiento. Sorprenderemos sin duda a muchos diciendo, que en lugar de tener demasiadas divisiones o escisiones del género que vemos en todas partes, la necesidad verdadera de la Iglesia de Cristo es de más libertad aún, hasta que cada miembro individual sea libre e independiente de todo lazo, credo, humanos, confesiones, etc. Si cada cristiano individualmente permaneciera en la libertad por la cual ha sido liberado por el Señor (Gál. 5:1; Juan 8:32) y si cada cristiano individualmente se uniera escrupulosamente al Señor y a su Palabra, discerniríamos muy rápidamente la unidad original que las Escrituras inculcaban, y todos los verdaderos hijos de Dios, todos los miembros de la Nueva Creación, se encontrarían atraídos unos hacia otros igualmente libres, y ligados unos a otros por los lazos del amor mucho más fuertemente que son los hombres en los sistemas y las sociedades terrestres. “Porque el amor de Cristo nos constriñe [nos une estrechamenteMartín, versión francesa]”. —2 Cor. 5:14.

Todos los miembros de la familia de Aarón eran elegibles en los servicios del sacerdocio; sin embargo, había ciertas restricciones respecto a este tema, ciertos obstáculos y ciertas ineptitudes para el servicio. Es así entre el “Sacerdocio real” antitípico: todos son sacerdotes, todos son miembros del cuerpo ungido, y la unción significa para cada uno una plena autoridad de predicar y de enseñar las buenas nuevas, así como está escrito: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón”, etc. [Isaías 61:1]. Aunque estas palabras se hubieran aplicado especialmente a la Cabeza de Cristo, la Nueva Creación, el Sacerdocio real, también se aplican a todos los miembros; es por eso que, en un sentido general, cada hijo de Dios consagrado tiene, por su unción del Espíritu Santo, una plena autorización o un poder de predicar la Palabra, “para anunciar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable”. —1 Ped. 2:9.

Sin embargo, lo mismo que los sacerdotes típicos debían ser exentos de ciertas tareas y haber alcanzado cierta edad, así entre los miembros del Sacerdocio real, a algunos les faltan las calificaciones que otros poseen para el servicio público. Pertenece a cada uno (Rom. 12:3, 6) de buscar seriamente por sí mismo la medida de los dones de Dios que posee y, por ahí, la medida de su capacidad de servir y de su responsabilidad. De la misma manera, todos los miembros deben informarse de las calificaciones tanto naturales como espirituales, así como los conocimientos de los otros miembros y, consecuentemente, juzgar la voluntad divina. En el tipo, la edad era un elemento de apreciación, pero tocante a los sacerdotes antitípicos, esto significaría la experiencia, el desarrollo de carácter; en el tipo, el afecto del estrabismo significaría para el sacerdocio antípico una falta de clarividencia y de comprensión en las cosas espirituales, lo que sería un impedimento en el servicio público en la Iglesia. Del mismo modo, todas las diversas defectuosidades que constituían un impedimento para el sacerdocio típico, representarían diversas incapacidades morales, físicas o intelectuales entre el Sacerdocio real antitípico.

No obstante, como en el tipo, los sacerdotes que tenían defectos físicos disfrutaban de todos los privilegios entre los que gozaban los otros por lo que era de su propio alimento, del consumo de los panes de proposición, de sacrificios, etc. así es para nosotros en el antitipo; las ineptitudes que pudieran impedir a un miembro del cuerpo de Cristo de ser un servidor público de la Iglesia y de la Verdad no impiden necesariamente su desarrollo espiritual, ni que se lo reconozca como el que posee plenamente los derechos que tienen otros en la mesa espiritual del Señor y en el trono de gracia. Lo mismo que nadie podía ejercer la función del sumo sacerdote si presentaba una malformación física o no tenía la edad requerida, así los que quisieran servir como ministros de la Verdad “en la palabra y la doctrina” no deberían ser novicios, sino miembros del cuerpo que la madurez de carácter, de conocimiento y de posesión de los frutos del Espíritu cualificaría para tal servicio. Ésos debían ser admitidos como ancianos, no necesariamente ancianos según su edad de vida natural, sino ancianos, mayores o hermanos de edad madura respecto a la Verdad y su aptitud de aconsejar y amonestar a los hermanos según las directivas de la Palabra del Señor.

Comprendiendo así el sentido del término “Anciano”, reconocemos como razonables las Escrituras que declaran que todos los que ejercen ministerios de la Verdad son designados a propósito por el término “Anciano”, que ellos hagan el servicio de un apóstol, de un profeta, de un evangelista, de un pastor o de un maestro. Para desempeñar apropiadamente cualquiera de estas posiciones de servicio, hay que ser reconocido como Anciano en la Iglesia. Así es como declararon los apóstoles que eran ancianos (1 Ped. 5:1; 2 Juan 1). Cuando es cuestión de ministros (siervos) de la Iglesia y de su selección, encontramos en nuestras versiones bíblicas tres nombres para designarlos:

OBISPOS, ANCIANOS, PASTORES

Estos tres términos inducen sin embargo a error, por causa de su mala aplicación en las iglesias de diversas denominaciones; es por eso que es necesario que expliquemos que la palabra obispo significa simplemente superintendente, y que cada Anciano establecido fue reconocido como el superintendente de un gran o pequeño trabajo. Así, por ejemplo, en cierta ocasión el Apóstol fue recibido a Éfeso por los ancianos de la Iglesia. Despidiéndose de ellos, él les dijo: “Tengan cuidado de sí mismos y de toda la congregación, en medio de la cual el Espíritu Santo les ha hecho obispos (supervisores) para pastorear la iglesia de Dios.” —Hechos 20:28, Nueva Biblia de los Hispanos.

Sin embargo, por los medios providenciales del Señor, algunos de estos ancianos recibieron un campo más grande de influencia o de vigilancia en la Iglesia, y pudieran de este hecho ser llamados a propósito superintendentes generales. Tales fueron todos los apóstoles: el apóstol Pablo tuvo un campo más grande de vigilancia, en particular entre las iglesias establecidas — entre los Gentiles, en Asia Menor y en Europa meridional. No obstante, esta posición de superintendente general no fue reservada para los apóstoles: en su providencia el Señor levantó a otros para servir la Iglesia de esta manera, “no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto”, con el deseo de servir al Señor y a los hermanos. Al principio, Timoteo se emprendió en este servicio bajo la dirección del apóstol Pablo y en parte como su representante, y fue recomendado a diversas asambleas o ecclesias del pueblo del Señor. El Señor era, y todavía es, completamente competente para continuar enviando a tales superintendentes a merced de su selección con el fin de aconsejar y de amonestar su rebaño. De su lado, el pueblo del Señor debería ser completamente competente para juzgar el valor de la opinión dada por estos superintendentes. Estos últimos deberían tener una vida piadosa, una conducta humilde y un espíritu de abnegación; ellos no deberían buscar absolutamente ni el honor ni la ganancia sórdida, y su enseñanza debería poder sostener el examen de los que estudian seriamente la Biblia, escudriñando cada día las Escrituras para ver si lo que se les presenta está en conformidad a la vez con la letra y el espíritu de la Palabra. Como hemos visto, así se procedía con las enseñanzas de los apóstoles (estos últimos sí mismos invitaban a los hermanos a hacerlo), elogiando especialmente a los que actuaban así con prudencia sin ser puntillosos, hipercríticos. —Hechos 17:11.

No obstante, para que podamos juzgarlo según la historia de la Iglesia, el espíritu de rivalidad y el amor de los honores tomaron rápido el sitio del espíritu de devoción humilde y de abnegación, mientras que la credulidad y el halago suplantaron fácilmente el examen de las Escrituras. El resultado fue que los superintendentes se hicieron gradualmente dictadores, aspiraron gradualmente a la igualdad con los apóstoles, hasta que, finalmente, se elevara entre ellos una rivalidad, y que algunos de ellos se dieran conocer y observar por el título jefes-obispos o arzobispos. Pronto después, una rivalidad entre estos arzobispos condujo a la exaltación de uno de ellos a la posición de papa. Después, el mismo espíritu prevaleció a un grado más o menos grande, no sólo en el papado, sino que entre los que habían sido engañados y extraviados por su ejemplo, lejos de la sencillez de la organización primitiva. En consecuencia, encontramos hoy que tal organización vigente en la Iglesia primitiva, es decir, sin nombre sectario, y sin gloria, sin honor y sin autoridad por parte de una minoría sobre la masa, y sin distinción entre clero y laicos, es considerada como ¡no ser en absoluto una organización! Estamos sin embargo felices colocarnos entre estos desestimados para imitar estrechamente el ejemplo de la Iglesia primitiva y para gozar, de modo correspondiente, de libertades y de bendiciones similares.


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de septiembre-octubre de 2014)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba