DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“La Organización de la Nueva Creación”
Parte V

La última parte de la promesa de nuestro Señor es ésta: “Él [el Espíritu Santo del Padre] os hará saber las cosas que habrán de venir.” Esto implica una inspiración especial de los apóstoles, y de manera indirecta la bendición y la iluminación del pueblo del Señor gracias a sus enseñanzas, hasta el mismo fin de la Edad actual. Así debían ser no sólo santos apóstoles, sino que profetas o videntes anunciando acontecimientos futuros a la Iglesia. No es necesario suponer que todos los apóstoles sirvieron del mismo grado en uno o en todos estos géneros de servicio. El hecho es que algunos fueron honrados más no sólo en privilegios de servicio como apóstoles, sino que también anunciando las cosas venideras. El apóstol Pablo señala diversas cosas venideras: la gran apostasía en la Iglesia; la revelación del “hombre del pecado”; el misterio tocante a la segunda venida del Señor y, a saber, que no todos dormiremos aunque todos debiéramos ser transformados; el misterio, oculto de todas las Edades y las dispensaciones del pasado que la Iglesia, incluso los Gentiles, sería coheredera de la promesa hecha a Abrahán al efecto que su posteridad bendeciría a todas las familias de la tierra, etc. Él también señala que al fin de la Edad condiciones difíciles prevalecerán en la Iglesia, que los hombres serían “amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella”; no respetando sus compromisos, etc. y que “lobos rapaces” (los agentes de la alta crítica destructiva) no perdonarán al rebaño del Señor. En realidad, todos los escritos del apóstol Pablo son brillantemente alumbrados por las visiones y las revelaciones que recibió en calidad de vidente, cosas que, en su tiempo, eran todavía futuras, que no se podía entonces explicar convenientemente sino que, ahora, son claras a los santos gracias a los tipos y gracias a las profecías del Antiguo Testamento; ellas son ahora comprensibles a la luz de las palabras de los apóstoles porque el “debido tiempo” ha llegado para comprenderlas.

El apóstol Pedro, también, como vidente, señala la llegada en la Iglesia de maestros falsos que, en privado, en secreto, introducirán herejías condenables, aun llegando a negar que el Señor les haya rescatado. Mirando hacia nuestra época, él profetiza, diciendo: “En los postreros días vendrán burladores. . . diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento [la presencia de Cristo]?”, etc. También profetizó que “el día del Señor vendrá como ladrón en la noche”, etc.

El apóstol Santiago, también, profetiza acerca del fin de la Edad presente, diciendo: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. . . Habéis acumulado tesoros para los días postreros”, etc.

Sin embargo, el apóstol Juan fue el vidente, el profeta más notable de todos los apóstoles: sus visiones que constituyen el libro del Apocalipsis, describen de manera más notable, las cosas venideras.

LA INFALIBILIDAD APOSTÓLICA

De lo que precede, estamos plenamente justificados de creer que los apóstoles fueron tan bien guiados por el Señor por medio de su Espíritu Santo, que todas sus declaraciones públicas fueron hechas bajo la inspiración divina para la instrucción de la Iglesia, y no más infalibles que las de los profetas de la dispensación precedente. No obstante, aunque estando asegurados que su testimonio es verídico y que todas sus declaraciones hechas a la Iglesia tienen la aprobación divina, es bueno que examinemos con cuidado cinco diferentes circunstancias mencionadas en el Nuevo Testamento, que se considere habitualmente como contrario al pensamiento que los apóstoles no se equivocaron en sus enseñanzas. Vamos a examinarlos de cerca separadamente.

(1) La negación de Pedro antes de la crucifixión de nuestro Señor. Es indiscutible que Pedro cometió una falta grave de la que se arrepintió más tarde sinceramente. Sin embargo, no debemos olvidar que esta transgresión, aunque cometida después de su selección como apóstol, fue antes de su unción por el Espíritu Santo en el Pentecostés, antes de ser investido por Dios como el apóstol en el sentido más completo. Además, la infalibilidad que reivindicamos para los apóstoles es la que tuvo relación con sus enseñanzas y con sus escritos públicos, y no con todos los incidentes y los detalles ínfimos de su vida. No hay duda que éstos fueron afectados por las taras de su vaso terrestre desfigurado por la caída en la cual todos los hijos de Adán han sufrido. Las palabras del Apóstol: “Tenemos este tesoro en vasos de barro”, se aplicaban evidentemente a sí mismo y a los otros apóstoles, tanto como a todos los miembros de la Iglesia que han recibido el Espíritu Santo. La parte que tenemos individualmente en la gran obra de reconciliación de nuestro Maestro, cubre estas debilidades de la carne que son contrarias a nuestros deseos como Nuevas Criaturas.

El encargo de los apóstoles para el servicio del Señor y de la Iglesia era totalmente independiente de las debilidades simples de la carne; se les confirió no porque eran hombres perfectos, sino más bien de su propia confesión eran “hombres teniendo las mismas pasiones” que nosotros (Hechos 14:15). Este encargo no les trajo la restauración, la perfección de su cuerpo mortal, sino simplemente el nuevo entendimiento y el Espíritu Santo para guiarlos. El no devolvió sus pensamientos y sus acciones perfectas, sino que los gobernó simplemente de tal modo que las enseñanzas públicas de los doce son infalibles: ellos son la Palabra del Señor. Tal es el género de infalibilidad que reivindican los papas, a saber, que cuando el papa habla ex-cáthedra (u oficialmente), es dirigido por Dios y no se le permite equivocarse. Esta imposibilidad para los papas de equivocarse es reivindicada por ellos porque también aspiran a ser apóstoles; haciéndolo, ellos pasan bajo silencio y fingen ignorar el hecho que las Escrituras enseñan que hay sólo “doce apóstoles del Cordero”.

(2) En cierta ocasión, Pedro “disimuló”, fue culpable de duplicidad de espíritu (Gál. 2:11-14). Esto se apunta como una prueba de que los apóstoles no eran infalibles en su conducta. Convenimos en esto ya que los apóstoles mismos lo admitieron (Hechos 14:15), pero repetimos que no fue permitido que estas debilidades humanas perjudicaran su trabajo o su utilidad como apóstoles — los cuales “han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo” (1 Ped. 1:12; Gál. 1:11, 12) no con sabiduría del hombre, sino con la sabiduría de arriba (1 Cor. 2:5-16). Este error cometido por Pedro, Dios lo corrigió prontamente sirviéndose del apóstol Pablo que, con bondad pero con firmeza, “le resistió cara a cara, porque era de condenar” [Gál. 2:11]. Ambas epístolas de Pedro demuestran con abundancia que el apóstol Pedro aceptó de manera conveniente la lección y que supo vencer completamente esta debilidad con respecto a los judíos, de la preferencia que tenía por ellos; no encontramos en esto ningún indicio de incertidumbre acerca del tema, ni ninguna falta de fidelidad al Señor.

(3) Se pretende que los apóstoles esperaban que el segundo advenimiento del Señor llegara muy rápido, tal vez aun durante sus vidas, y que sobre este punto, se equivocaron en la doctrina, mostrando así como sus enseñanzas son indignas de fe. Respondemos que el Señor dejó a los apóstoles en la incertidumbre en cuanto al tiempo de la segunda venida y del establecimiento del Reino. Les dijo simplemente a ellos y a todos de velar con el fin de que cuando se presentara el acontecimiento, pudieran saberlo y no estar en las tinieblas respecto a este tema como lo será el mundo en general. Cuando, después de la resurrección del Señor, ellos le preguntaron acerca de este tema, les respondió: “No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad” [Hechos 1:7]. ¿Deberíamos de criticar a los apóstoles en cuanto a un tema que, según el Señor, por un tiempo, debía quedar un secreto divino? Ciertamente que no. No obstante, sabemos que, guiados por el espíritu respecto a las “cosas venideras”, los apóstoles estaban muy circunspectos hablando del tiempo del segundo advenimiento, y lejos de esperar este acontecimiento en sus vidas; sus palabras expresan lo contrario.

Por ejemplo, el apóstol Pedro declara distintamente que escribió sus epístolas para que su testimonio pudiera acompañar a la Iglesia después de su muerte, lo que prueba claramente que no esperaba a vivir hasta el establecimiento del Reino (2 Ped. 1:15). Cuando el apóstol Pablo declara que “el tiempo es corto”, no aspira fijar la duración. En realidad, al ser considerado desde el ángulo de una semana de siete días de mil años y el séptimo traería su Reino — más de cuatro sextos del tiempo de espera ya habían transcurrido, y el tiempo estaba avanzado. Hablamos exactamente de la misma manera a propósito de las cosas terrestres, cuando el jueves, decimos que la semana va a acabarse pronto. Pablo también habló del tiempo de su partida, declarando que estaba dispuesto a sacrificar su vida y también que la deseaba. Él indica que el día del Señor vendría como un ladrón en la noche. Él corrigió ciertas impresiones falsas respecto a este tema, diciendo: “. . . que no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el día del Señor está cerca. Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición” [2 Tes. 2:2, 3], etc.

“… ¿No os acordáis que cuando yo estaba todavía con vosotros, os decía esto? Y ahora vosotros sabéis lo que lo detiene, a fin de que a su debido tiempo se manifieste” [vs, 5, 6].

(4) Se objeta que Pablo quien escribió: “He aquí, yo Pablo os digo que si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo” (Gál. 5:2), hizo circuncidar a Timoteo (Hechos 16:3). Y nos preguntan: haciéndolo, ¿no dio una enseñanza falsa, en contradicción con su propio testimonio? Respondemos: No. Timoteo era judío porque su madre era una judía (Hechos 16:1), y la circuncisión era, entre los judíos, una costumbre nacional que había comenzado antes de la Ley de Moisés y continuado después de que Cristo “anul[ó] el acta de los decretos [el Pacto de la Ley] que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz” [Col. 2:14]. La circuncisión fue dada a Abrahán y a su posteridad cuatrocientos treinta años antes de que la Ley fuera dada a Israel como nación en Sinaí. Pedro fue designado como el apóstol de la circuncisión (es decir, de los Judíos), y Pablo, el Apóstol de la incircuncisión (es decir, de los Gentiles). —Gál. 2:7, 8.

Su argumentación en Gal. 5:2 no se dirigía a los judíos. El Apóstol se dirigía a los Gentiles cuya única razón para desear (o aun para pensar en) la circuncisión era que ciertos maestros falsos echaban confusión en sus mentes diciéndoles que debían observar el Pacto de la Ley tanto como aceptar a Cristo; así induciéndolos a descuidar el Pacto de la Gracia. Aquí, el Apóstol muestra que para ellos, circuncidarse (por esta razón o por cualquier otra razón semejante) significaría rechazar el Pacto de la Gracia, y por consiguiente, rechazar la obra entera de Cristo. Él no encontró nada para criticar a los judíos que mantenían su costumbre nacional de la circuncisión, así como lo prueban sus declaraciones en 1 Cor. 7:18, 19, tanto como su comportamiento con respecto a Timoteo. No es que fuera necesario para Timoteo o para cualquier otro judío circuncidarse, pero esto no era inconveniente, y además, como él iba a hacer una gran obra entre los judíos, esto sería a su ventaja, asegurándole la confianza de los judíos. No obstante, vemos la resistencia firme de Pablo sobre este tema, cuando algunos que habían comprendido mal la cosa, procuraron hacer circuncidar a Tito — un griego puro. —Gál. 2:3-5.

(5) La conducta de Pablo registrada en Hechos 21:20-26 sería, se dice, contraria a sus propias enseñanzas de la verdad, mostrando así que él es falible en cuanto a las doctrinas y las prácticas. Se pretende que es a causa de su mala manera de actuar en este caso que él debió sufrir tanto como preso, y que en fin de cuentas fue enviado a Roma. Sin embargo, esta opinión no es sostenida por los hechos registrados en las Escrituras. Al contrario, el relato muestra que en toda esta experiencia Pablo recibió la simpatía y la aprobación de todos los demás apóstoles y, por encima de todo, el favor constante del Señor. Fue a petición de los otros apóstoles que había actuado como lo había hecho. Un profeta le había advertido, antes de que fuera a Jerusalén (Hechos 21:10-14) que los lazos y el encarcelamiento le esperaban allí, y estaba convencido de su deber que afrontó todas estas adversidades predichas. Y estuvo en el mismo seno de su prueba que “se le presentó el Señor y le dijo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma.” Más tarde, encontramos que el Señor le mostró su favor, así como leemos: “Porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo.” —Hechos 23:11; 27:23, 24.

A causa de estos hechos, debemos procurar comprender la conducta de Pablo de acuerdo con la que siempre tenía, intrépida y noble, de estimar muy altamente la obra y el testimonio que Dios no sólo no desaprobó, sino que aprobó plenamente. Examinando después Hechos 21:21-27, observamos (versículo 21) que Pablo no había enseñado que los conversos judíos no debían circuncidar a sus hijos, ni que rechazaba la ley de Moisés, sino más bien que la honraba señalando las realidades más grandes y más excelentes que la ley de Moisés tipificaba con tanta fuerza. Por consiguiente, bien lejos de rechazar a Moisés, él le honraba y honraba la Ley, diciendo: “De manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” [Rom. 7:12]; él mostraba que, por ella, se entendía mucho mejor cuán detestable es el pecado, que la Ley era tan grandiosa que ningún hombre imperfecto podía cumplirla perfectamente y que observándola, Cristo había ganado la recompensa ofrecida por ella y que ahora bajo el Pacto de la Gracia, él ofrecía la vida eterna y bendiciones como un don a los que eran incapaces de guardar la ley, pero que, por la fe, aceptaban para cubrir sus imperfecciones, su obediencia perfecta y su sacrificio perfecto, y se hacían sus discípulos en el camino de la justicia.

Ciertas ceremonias de la dispensación judaica, tales como los ayunos, la celebración de las lunas nuevas y de los días del sábado y de las fiestas — eran unos tipos de las verdades espirituales que pertenecían a la Edad Evangélica. El Apóstol muestra claramente que el Evangelio del Pacto de la Gracia no los impone ni no los prohíbe (la Cena del Señor y el Bautismo siendo las únicas órdenes de un carácter simbólico que se nos ordenan, y ellas, siendo nuevas). —Col. 2:16, 17; Luc. 22:19; Mat. 28:19.

Uno de estos ritos simbólicos judíos, llamado “purificación”, fue observado por Pablo y los cuatro judíos en el caso que nos ocupa. Siendo judíos, ellos tenían el derecho de consagrarse no sólo a Dios, en Cristo, sino que también cumplir el símbolo de esta purificación. Y esto es lo que hicieron: los hombres que acompañaban a Pablo hicieron, además, el voto de humillarse delante del Señor y delante del pueblo afeitando su cabellera. Estas ceremonias simbólicas costaban algo, y los gastos constituían probablemente la “ofrenda” de dinero — tanto por cabeza, para cubrir los gastos del Templo.

El apóstol Pablo nunca les enseñó a los judíos que fueron liberados de la Ley, sino, al contrario, que la Ley dominaba a cada uno de ellos mientras vivían. No obstante, él mostró que si un judío aceptaba a Cristo, y “moría con él”, esto ajustaba las exigencias de la Ley sobre este judío, y hacía de él un hombre libre de Dios en Cristo (Rom. 7:1-4). Sin embargo, él enseñó bien a los conversos de entre los Gentiles que nunca habían sido sujetados al Pacto de la Ley judaica y que, para ellos, tratar de practicar las ceremonias y los ritos de la Ley judaica implicaría que tenían confianza en estos símbolos como su salvación, y que no se confían totalmente en el mérito del sacrificio de Cristo. En esto, él tuvo el asentimiento de todos los apóstoles. —Véase Hechos 21:25; 15:20, 23-29.

Nuestra conclusión es que Dios se sirvió maravillosamente de los doce apóstoles, que hizo de ellos ministros muy capaces de su verdad, y que les guió de manera sobrenatural en los temas sobre los cuales escribieron. Así, nada de lo que era provechoso para el hombre de Dios no ha sido omitido, y en los mismos términos de sus escritos originales, Dios manifestó un cuidado y una sabiduría por encima de lo que aun los apóstoles mismos podían comprender. ¡Qué Dios sea alabado por esta base segura de nuestra fe!

LOS APÓSTOLES NO SON SEÑORES SOBRE LA HERENCIA DE DIOS

¿Debemos considerar, en cualquier sentido, a los apóstoles como señores en la Iglesia? o, en otras palabras: cuando el Señor y Jefe [o Cabeza —Trad.] de la Iglesia se fue, ¿tomó el lugar del Jefe uno de ellos? ¿O constituyeron juntos una cabeza compuesta (“composite”) para tomar su lugar así como las riendas del gobierno? O sea, ¿eran ellos, o uno u otro de ellos, los que los papas de Roma pretenden ser como sus sucesores: los vicarios o los sustitutos de Cristo para la Iglesia quien es su cuerpo?

Contra tal hipótesis, tenemos la exposición clara de Pablo (Ef. 4:4, 5) “hay un cuerpo” y “un Señor”, y, en consecuencia, entre diversos miembros de este cuerpo, cualquier que pueda ser la importancia relativa de algunos de ellos, sólo debemos reconocer al único Señor y Jefe (Cabeza). Esto, el Señor también enseñó cuando, dirigiéndose a la muchedumbre y a sus discípulos, declaró: “Los escribas y los fariseos. . . aman. . . que los hombres los llamen: Rabí, Rabí. Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos” (Mat. 23:1, 2, 6-8). Dirigiéndose a los apóstoles, Jesús dijo entonces: “Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” —Marcos 10:42-45.

No tenemos tampoco cualquier prueba que la Iglesia primitiva haya considerado alguna vez a los apóstoles como señores en la Iglesia, o que los apóstoles hayan asumido alguna vez a tal autoridad o dignidad. En realidad, su línea de conducta fue muy alejada de la idea que el papado se hace del señorío, y de la que se hacen los ministros a la vista en todas las sectas cristianas. Por ejemplo, Pedro nunca se llamó “el príncipe de los apóstoles” como los papistas lo llaman; ni él, ni los otros apóstoles nunca atribuyeron a sí mismos títulos, ni recibieron jamás tal homenaje de la Iglesia. Cuando los apóstoles se dirigían a uno de ellos o hablaban de él, lo nombraban simplemente Pedro, Juan, Pablo, etc. o hasta hermano Pedro, hermano Juan, etc. y todos los miembros de la Iglesia también fueron saludados como hermanos y hermanas en Cristo (Véase Hechos 9:17; 21:20; Rom. 16:23; 1 Cor. 7:15; 8:11.; 2 Cor. 8:18; 2 Tes. 3:6, 15.; Filemón 7, 16). Aun está escrito que hasta el Señor mismo no tenía vergüenza de llamarles a todos “hermanos” (Heb. 2:11), tan lejos está él de toda actitud dominadora en la ejecución de su señorío o autoridad verdadera y reconocida.

Ninguno de estos grandes servidores de la Iglesia primitiva circulaba tampoco en vestidos de sacerdote, o con una cruz y un rosario, etc. mendigando la veneración y el homenaje de la gente, porque así como el Señor les había enseñado, los más grandes entre ellos eran los que servían más. Así, por ejemplo, cuando la persecución dispersó la Iglesia y la echó de Jerusalén, “los once” resistieron valientemente, queriendo quedarse allí cueste lo que cueste porque en este tiempo de prueba, la Iglesia, en el extranjero, les esperaba en Jerusalén, para recibir de ellos estímulo y ayuda. Si hubieran huido, toda la Iglesia habría sido consternada y golpeada de pánico. Así es como encontramos a Santiago pereciendo por la espada de Herodes, Pedro, prometido con el mismo destino, encarcelado y encadenado a dos soldados (Hechos 12:1-6); Pablo y Silas, batidos con un gran número de golpes en el transcurso de su ministerio, luego encarcelados y puestos en grilletes, Pablo experimentando un “gran combate de padecimientos” (Hechos 16:23, 24; 2 Cor. 11:23-33). ¿Ponían ellos aires de señores y actuaban como señores? Ciertamente que no.

Pedro era muy explícito respecto a este tema cuando aconsejó a los ancianos de “apacentar la grey de Dios”. Él no dice vuestro rebaño, vuestro pueblo, vuestra iglesia como muchos ministros de culto lo dicen hoy, sino el rebaño de Dios, no como señores de la herencia, sino como modelos del rebaño, en humildad, en fidelidad, en celo y en piedad (1 Ped. 5:1-3). Y Pablo dice: “Porque según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres. Nosotros somos insensatos por amor de Cristo. . . nosotros [somos] despreciados. . . padecemos hambre, tenemos sed, estamos desnudos, somos abofeteados, y no tenemos morada fija. Nos fatigamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman, y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos” (1 Cor. 4:9-13). En todo esto, ellos apenas se parecían a señores, ¿no es así? También, oponiéndose a la idea de algunos de los hermanos que parecían buscar la autoridad sobre la herencia de Dios, Pablo dijo con ironía: “Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis”; pero luego, él aconseja el único camino derecho que es el de la humildad, diciendo. “Os ruego que me imitéis” en este respecto. Entonces dice: “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios.” —1 Cor. 4:8, 16, 1.

El mismo Apóstol añade: “Según fuimos aprobados por Dios para que se nos confiase el evangelio, así hablamos; no como para agradar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones. Porque nunca usamos de palabras lisonjeras, como sabéis, ni encubrimos avaricia; Dios es testigo; ni buscamos gloria de los hombres; ni de vosotros, ni de otros, aunque podíamos seros carga como apóstoles de Cristo. Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos.” (1 Tes. 2:4-7). Los apóstoles no lanzaron ni bulas, ni anatemas, sino en cambio encontramos en sus súplicas afectuosas algunas expresiones como éstas: “Siendo infamados, rogamos”; “Y te ruego a ti también, fiel compañero de yugo”. “NO reprendas al anciano, sino antes exhórtale como a padre.” —1 Cor. 4:13; Fil. 4:3; 1 Tim. 5:1. (Versión Moderna)

La Iglesia primitiva tenía, con razón, consideraciones por la piedad, el conocimiento espiritual superior y la sabiduría de los apóstoles; ella los consideraba como eran realmente, es decir, como embajadores especialmente escogidos por el Señor para ella, y los miembros de esta Iglesia se sentaban a sus pies como alumnos, no obstante, no con mentes que estaban vacías y no plantaban ninguna pregunta, sino al contrario dispuestas a probar los espíritus y su testimonio (1 Juan 4:1; 1 Tes. 5:21; Isaías 8:20). Enseñándoles, los apóstoles ordenaban esta actitud de espíritu que exigía una razón para su esperanza; ellos la animaban y ellos mismos estaban listos para satisfacerla, no con palabras seductoras de sabiduría humana (de filosofía o de conceptos humanos), sino por una demostración de espíritu y de poder, con el fin de que la fe de la Iglesia no descanse en la sabiduría de los hombres sino que en el poder de Dios (1 Cor. 2:4, 5). Los primeros cristianos no cultivaron en su lugar una veneración ciega y supersticiosa.

Leemos que los judíos de Berea “eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así”. Fue el esfuerzo constante de los apóstoles de mostrar que el Evangelio que proclamaban era el mismo Evangelio que los antiguos profetas habían expresado de manera oscura, porque “a éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros [el cuerpo de Cristo], administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los [los apóstoles] que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Ped. 1:10-12). Los apóstoles demostraron que era el mismo Evangelio de vida y de inmortalidad puesto en evidencia por el Señor mismo; que su desarrollo más grande y todos los detalles particulares que revelaban a la Iglesia, bajo el conducto y la dirección del Espíritu Santo sea por revelaciones especiales, o sea por otros medios más naturales (los dos fueron empleados) eran el cumplimiento de la promesa hecha por el Señor a los apóstoles, y por su medio a la Iglesia entera: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar” [Juan 16:12].

Estaba bien para los bereanos escudriñar las Escrituras para ver si el testimonio de los apóstoles concordaba con el de la Ley y el de los profetas, y de compararlos también con las enseñanzas del Señor. Nuestro Señor también les exhortaba a verificar su testimonio por la Ley y los profetas, diciendo: “Escudriñad las Escrituras porque. . . ellas son las que dan testimonio de mí.” Todo el testimonio divino debe ser armonioso; sea que fuera dado por la Ley, los profetas, el Señor o los apóstoles. Su acuerdo completo es la prueba de su inspiración divina. ¡Gracias a Dios! encontramos que tal armonía existe, de modo que las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento constituyen lo que el Señor mismo designa bajo el nombre del “arpa de Dios” (Apoc. 15:2). Los diversos testimonios de la Ley y de los profetas son en este arpa tantas cuerdas que, afinadas por el Espíritu Santo que vive en nuestro corazón, y punteadas por los dedos de los fervientes servidores e investigadores de la verdad divina, dejan oír las armonías más encantadoras que nunca hayan resonado en las orejas de un mortal. ¡Alabado sea el Señor por la suave melodía del “Cántico [bendito] de Moisés y del Cordero”, que aprendemos gracias al testimonio de sus santos apóstoles y profetas, de quienes el Señor Jesús es el jefe!

Sin embargo, si el testimonio del Señor y de los apóstoles debe estar en armonía con aquel de la Ley y de los profetas, debemos esperar también que demuestren cosas nuevas, tanto como antiguas, porque los profetas nos anunciaron que sería así (Mat. 13:35; Sal. 78:2; Deut. 18:15, 18; Dan. 12:9). Así, encontramos que ellos no sólo exponen las verdades escondidas de la profecía de antaño sino que también descubren nuevas revelaciones de la verdad.


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de julio-agosto de 2014)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba