DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“La Organización de la Nueva Creación”
Parte IV

LA MISIÓN APOSTÓLICA

No encontramos en ninguna parte la menor sugerencia que los apóstoles debieran ser unos señores sobre la herencia de Dios, considerarse como diferentes de los otros creyentes, escapando de la ley divina, o especialmente favorecidos o asegurados en cuanto a su herencia eterna. Ellos debían recordar continuamente que “todos vosotros sois hermanos” y que “uno es vuestro Maestro, el Cristo”. Ellos debían recordar siempre que era necesario para ellos hacer firme su llamamiento y su vocación, y que a menos que obedezcan a la Ley de Amor y sean humildes como niños, de ningún modo “entrarían en el Reino”. Ellos no recibieron ningún título oficial ni alguna instrucción concerniente a un vestido especial o a un comportamiento particular; pero ellos debían ser simplemente en todas estas cosas ejemplos para el rebaño, con el fin de que otros viendo sus buenas obras glorifiquen al Padre, que otros andando en sus pisadas anden así en las pisadas del jefe también, y que al fin alcancen la misma gloria, la misma honra, la misma inmortalidad — participantes de la misma naturaleza divina, miembros de la misma Nueva Creación.

La misión que habían recibido era una misión de servicio. Ellos debían servirse mutuamente, servir al Señor y entregar su vida a favor de los hermanos. Estos servicios debían ser prestados especialmente en relación con la proclamación del Evangelio. Ellos tenían parte en la preunción que ya descansaba en su Maestro — la misma unción que pertenece a todos los miembros de la Nueva Creación, a todos los del Sacerdocio real, y que el profeta describe, diciendo: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón”, etc. —Isaías 61:1, 2; Luc. 4:17-21.; Mat. 10:5-8; Marcos 3:14, 15; Luc. 10:1-17.

Aunque esta unción no vino directamente sobre ellos antes del Pentecostés, habían tenido una muestra del hecho que el Señor les confirió una parte del poder de su Espíritu Santo, etc. cuando él los envió a predicar. No obstante, aun en esto, la ocasión especial de enorgullecerse se les quitó cuando, más tarde, nuestro Señor envió setenta otros para hacer un trabajo análogo, y que les dio el poder de cumplir milagros en su nombre. La obra verdadera de los apóstoles no comenzó en absoluto, en el sentido exacto de la palabra, antes de haber recibido el Espíritu Santo en el Pentecostés. Allí, ellos fueron el objeto de una manifestación especial del poder divino, porque no sólo recibieron el Espíritu Santo y los dones del Espíritu, sino que igualmente y especialmente el poder de conferir estos dones a otros. Desde entonces, por este último poder, fueron puestos de lado todos los demás miembros de la Iglesia. Otros creyentes fueron comprendidos en los miembros del cuerpo ungido de Cristo, hechos participantes de su Espíritu y engendrados de este Espíritu a la novedad de vida, etc. pero ninguno pudo tener un don, o una manifestación especial salvo por medio de estos apóstoles. Sin embargo, debemos tener bien en mente que estos dones de milagros, lenguas, interpretaciones de lenguas, etc. no impidieron en ningún sentido ni reemplazaron los frutos del Espíritu Santo, los cuales deben crecer o desarrollarse en cada fiel gracias a su obediencia a las instrucciones divinas: crecer en gracia, en conocimiento y en amor. La atribución de estos dones que un hombre podía recibir siendo sin embargo un metal que resuena, un címbalo que retiñe, designó, no obstante, a los apóstoles como siervos o representantes especiales del Señor en la obra de la fundación de la Iglesia. —1 Cor. 12:7-10; 13:1-3.

Al escoger estos apóstoles e instruirles, nuestro Señor tenía a la vista de bendecir y de instruir a todos sus discípulos hasta el fin de la Edad. Esto resalta de la oración que él hizo al fin de su ministerio en la cual, refiriéndose a los discípulos, declaró: “He manifestado tu nombre a los hombres [apóstoles] que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todas las cosas que me has dado, proceden de ti; porque las palabras [doctrinas] que me diste, les he dado; y ellos las han recibido. . . Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son. . . Mas no ruego solamente por éstos [apóstoles], sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos [toda la Iglesia del Evangelio], para que todos sean uno [en intención, en amor]; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; [luego, mostrando el último fin de esta elección, tanto de los apóstoles como de toda la Nueva Creación, añadió] para que el mundo [amado de Dios aunque todavía pecador y rescatado por la sangre preciosa] crea que tú me enviaste” — para rescatar al mundo y restablecerle. —Juan 17:6-9, 20, 21.

Aunque sin instrucción, los apóstoles eran manifiestamente de caracteres fuertes, y gracias a la enseñanza del Señor, su falta de sabiduría y de instrucción según el mundo fue más que compensada por “el espíritu de sobrio sentido común”. Por lo tanto, no es extraño que estos hombres hayan sido reconocidos unánimemente por la Iglesia primitiva como guías en el camino del Señor, instructores designados de una manera especial, “columnas en la Iglesia”, que la autoridad venía inmediatamente después de aquella del Señor mismo. De diversas maneras el Señor les había preparado para esta posición.

Ellos estaban con él continuamente y podían testificar de todo lo que concernía su ministerio, sus enseñanzas, sus milagros, sus oraciones, su simpatía, su santidad, de su sacrificio hasta la misma muerte, y finalmente testificar de su resurrección. No sólo la Iglesia primitiva necesitó todos estos testimonios, sino que también todos los que, después, han sido llamados por el Señor y han aceptado su llamado para formar parte de la Nueva Creación — todos los que huyeron para encontrar un refugio y pusieron su confianza en las gloriosas esperanzas concentradas en su carácter y en su muerte en sacrificio, en su exaltación suprema y en el plan de Dios que tiene por misión de cumplir; todos ellos necesitaron tal testimonio personal en todos estos dominios, con el fin de que pudieran tener una fe firme y un consuelo poderoso.

Setenta otros discípulos fueron enviados más tarde por el Señor, para proclamar su presencia y la cosecha de la Edad judaica, pero su trabajo, en muchos aspectos, fue diferente de aquel de los doce. En verdad, pareció que el Señor, de todos modos, hecho de lado a los apóstoles de una manera tan especial, que podemos, con toda la Iglesia, tener en ellos una confianza absoluta. Sólo ellos participaron con él en la última Pascua y en la institución de la nueva “conmemoración” de su propia muerte; sólo ellos estuvieron con él en Getsemaní; también fue a ellos a quienes él se manifestó especialmente después de su resurrección, y sólo ellos sirvieron especialmente como portavoces del Espíritu Santo en el Día del Pentecostés. Once eran “hombres de Galilea”; así como lo observaron algunos que los oyeron: “¿No son galileos todos estos que hablan?” —Hechos 2:7; Lucas 24:48-51; Mat. 28:16-19.

Aunque, según el relato, nuestro Señor se hubiera revelado después de su resurrección a cerca de quinientos hermanos, no obstante, los apóstoles estuvieron particularmente en contacto con él; ellos debían ser “testigos [particulares] de todas las cosas que él hizo, en la tierra de los Judíos y en Jerusalén; a quien mataron colgándole en un madero; A éste levantó Dios al tercer día. . . Y nos mandó que predicásemos al pueblo”, etc. —Hechos 10:39-45; 13:31; 1 Cor. 15:3-8.

Aunque el apóstol Pablo no fuera directamente un testigo al mismo grado que los once, él fue sin embargo el testigo de la resurrección de nuestro Señor por una aparición subsecuente que se le dio de su presencia gloriosa, así como él mismo lo dice: “Y al último de todos, como a un abortivo [antes del tiempo], me apareció a mí” (1 Cor. 15:8, 9). El apóstol Pablo no tuvo realmente el derecho de ver al Señor en la gloria antes del resto de la Iglesia en su Segundo Advenimiento, cuando todos sus fieles serán cambiados, hechos semejantes a él y le verán tal como es; sin embargo, para que el Apóstol pueda ser un testigo se le concedió esta aparición, y además, algunas visiones y revelaciones más que a todos ellos. Tal vez de esta manera, fue bien resarcida su falta de contacto personal con el Maestro. No obstante, sus experiencias especiales no fueron simplemente para su propia ventaja, sino podemos presumirla, sobre todo para el bien de la Iglesia entera. Es cierto que las experiencias, las visiones, las revelaciones, etc. particulares concedidas al Apóstol quien tomó el lugar de Judas, fueron de una ayuda más grande que aquellas de cualquier de los otros apóstoles.

Sus experiencias le permitieron entender y apreciar no sólo “las cosas profundas de Dios” (las mismas cosas que no se permite al hombre expresar —2 Cor. 12:4), sino la iluminación que ellas dieron al espíritu del Apóstol, a través de sus escritos, ha brotado sobre la Iglesia desde este tiempo hasta nuestros días.

Estas visiones y estas revelaciones fueron las que le permitieron al apóstol Pablo comprender la situación, apreciar la nueva dispensación y captar tan claramente la longitud, la anchura, la altura y la profundidad del carácter y del plan divinos; era porque él mismo apreciaba claramente estas cosas que fue cualificado para exponerlas en sus enseñanzas y sus epístolas de tal manera que fueron una bendición para la familia de la fe a lo largo de la Edad. En realidad, hasta hoy, la Iglesia podría más fácilmente pasarse sin los testimonios de cualquier de los otros apóstoles o de todos ellos más bien que de perder el suyo. Sin embargo, nosotros somos felices de tener todo el testimonio, felices de apreciarlo en su conjunto, tanto como de apreciar los caracteres nobles de todos los doce apóstoles. Observe el testimonio que indica su apostolado: en primer lugar, las palabras del Señor: “Éste mismo me es un vaso escogido, para llevar mi nombre delante de los gentiles, y de los reyes, y de los hijos de Israel” (Hechos 9:15, Versión Moderna). El Apóstol mismo declara: “Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gál. 1:11, 12). Él añade: “El que actuó en Pedro para el apostolado de la circuncisión [los judíos], actuó también en mí para con los gentiles” (Gál. 2:8). No sólo su celo por el Señor y por los hermanos, y su diligencia de entregar su vida a favor de los hermanos (dedicando su tiempo y su energía para su bendición) constituyen la prueba de su dignidad en un rango igual a aquel de cualquier de los apóstoles, sino que cuando su autoridad apostólica en la Iglesia fue acusada y discutida por algunos, enfocó francamente la atención en este punto y en la bendición que el Señor le había concedido por sus revelaciones y sus servicios, etc., probando así que él “no fue en nada inferior a los más eminentes apóstoles”. —1 Cor. 9:1; 2 Cor. 11:5, 23; 12:1-7, 12; Gál. 2:8; 3:5.

No era la intención del Señor que los apóstoles debieran hacer una obra entre los judíos solamente: la Escritura informa todo lo contrario. Él informó a los once que su obra y su mensaje concernían finalmente a todos los pueblos, aunque debieran quedar en Jerusalén hasta que fueran revestidos de poder, y que era allá dónde debían comenzar su testimonio. “Recibiréis poder”, él les dijo, “cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Este testimonio continuó no sólo durante la vida de los apóstoles, sino que todavía continúa. Aún recibimos su predicación, ellos siguen instruyendo a los fieles, animándoles, amonestándoles, censurándoles. Su muerte no puso fin a su ministerio. Ellos aún hablan, aún testifican, y aún son portavoces del Señor a sus fieles.

LA INSPIRACIÓN DE LOS APÓSTOLES

Es bueno que tengamos confianza en los apóstoles como testigos o historiadores fieles, y que tomemos nota que sus testimonios llevan el sello de la honestidad en que no buscaron ni la riqueza ni la gloria entre los hombres, sino que sacrificaron todos sus intereses terrestres en su celo por el Maestro resucitado y glorificado. Su testimonio todavía sería inestimable aun si no tuviera otro peso que ése, pero también encontramos en las Escrituras que el Señor se valió de ellos como sus agentes inspirados, y que los guió de manera especial en cuanto al testimonio, en cuanto a las doctrinas, en cuanto a las costumbres, etc. que establecerían en la Iglesia. Ellos llevaron testimonio no sólo en cuanto a las cosas que habían oído y visto, sino además, en cuanto a la instrucción que recibieron por medio del Espíritu Santo; así fueron administradores fieles. “Que todo hombre nos considere de esta manera: como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”, dice Pablo (1 Cor. 4:1, La Biblia de las Américas). Nuestro Señor expresa el mismo pensamiento cuando dice, hablando de los doce: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres”, y luego: “Pastorea mis ovejas” “Apacienta mis corderos”. El Apóstol también dice: El misterio [las verdades profundas del Evangelio concernientes al supremo llamamiento de la Nueva Creación — el Cristo] escondido de todo tiempo y en todas las Edades, es ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu. Él explica que el fin de esta revelación debe ser “de aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio [para cuales condiciones es posible tener parte en la Nueva Creación] escondido desde los siglos en Dios” (Ef. 3:3-11). Además, describiendo cómo la Iglesia debe ser edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, Jesucristo siendo la principal piedra angular, el Apóstol declara: “Por esta causa [para la edificación de la Iglesia, el templo de Dios] yo Pablo, [soy] prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles”. —Ef. 2:20, 22; 3:1.

El Consolador fue prometido para “enseñaros todas las cosas y recordaros todo lo que yo os he dicho” y “haceros saber las cosas que habrán de venir” (Juan 14:26; 16:13). Indudablemente y en cierta medida, esto es aplicable a la Iglesia entera, pero se aplica muy especialmente a los apóstoles, y en realidad todavía obra con respecto al resto de la Iglesia por medio de los apóstoles, sus palabras que todavía son los medios por los cuales el Espíritu Santo nos enseña tanto las cosas nuevas como las antiguas. De acuerdo con esta promesa, nos es posible comprender que la inspiración apostólica presentó tres características: (1) El refresco de su memoria les permitió recordar y reproducir las enseñanzas personales del Señor. (2) Ellos fueron guiados en la apreciación de la verdad tocante al plan divino de las Edades. (3) Ellos recibieron revelaciones especiales de cosas venideras, de cosas a propósito de las cuales nuestro Señor había declarado: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar.” —Juan 16:12.

No debemos suponer que el refrescar de la memoria de los apóstoles implicaba un dictado de la fraseología exacta o de un orden exacto de las palabras de nuestro Señor. Ni siquiera los escritos apostólicos no dan la prueba de tal dictado. Sin embargo, la misma promesa del Señor es una garantía de la exactitud de sus declaraciones. En cada uno de los cuatro Evangelios, tenemos una historia del principio de la vida del Señor y de su ministerio; sin embargo, en cada uno de ellos se manifiesta la personalidad del autor. Cada uno, en su propio estilo, informa los detalles que le parecen los más importantes, y bajo la dirección del Señor, estos diversos relatos proporcionan juntos una historia tan completa como necesaria para el establecimiento de la fe de la Iglesia, para la identificación de Jesús como el Mesías de los profetas, en el cumplimiento de las profecías que le concierne, en los acontecimientos de su vida y en sus enseñanzas. Si la inspiración hubiera sido verbal (un dictado palabra por palabra), no habría sido necesario que varios hombres rehicieran el relato; sin embargo, es notable que si cada escritor pudo libremente ejercer su manera personal de expresarse y escoger los acontecimientos más importantes y más dignos de ser informados, el Señor por su espíritu dirigió las cosas de modo que nada importante fuera omitido: todo lo que es necesario se relata escrupulosamente “a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra”. Es interesante notar que el relato del apóstol Juan completa los tres otros relatos (Mateo, Marcos y Lucas), y que habla sobre todo de circunstancias y de incidentes importantes omitidos por otros.

La promesa del Señor que, por el Espíritu Santo, él guiaría a los apóstoles, y por éstos, la Nueva Creación, “a toda la Verdad”, implica que esta dirección sería de un carácter general más bien que personal e individual a toda la verdad; el cumplimiento de esta promesa hecho de esta manera está puesto en evidencia por los relatos. Aunque los apóstoles, excepto Pablo, fueran unos hombres simples y sin instrucción, sus exposiciones bíblicas son, sin embargo, muy notables. Ellos fueron capaces de “avergonzar a los sabios” teólogos de su tiempo, y siempre lo hacían después. Por muy elocuente que sea el error, no puede sostenerse delante de la lógica de sus deducciones sacadas de la Ley y de los Profetas y de las enseñanzas del Señor. Los doctores judíos de la Ley estaban asombrados por eso, y como leemos “reconocían que habían estado con Jesús”, que habían aprendido su doctrina e imitado su espíritu. —Hechos 4:5, 6, 13.

Las epístolas apostólicas constan de estos argumentos lógicos basados en los escritos del Antiguo Testamento y en las palabras del Señor. Todos los que, a través de esta Edad Evangélica, han tenido parte en el mismo espíritu según la argumentación que el Señor, por su portavoz, ha expuesto delante de nosotros, son conducidos a las mismas conclusiones verídicas; así nuestra fe descansa, no en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (1 Cor. 2:4, 5). Sin embargo, en estas enseñanzas tanto como en sus relatos históricos, no tenemos ninguna prueba que hayan sido dictados palabra por palabra, ninguna prueba que los escritores hayan sido simplemente unos secretarios del Señor, hablando y escribiendo de manera mecánica como hicieron los profetas de antaño (2 Ped. 1:21). Los apóstoles tuvieron más bien una iluminación clara del entendimiento que los hacía capaces de comprender, de apreciar las intenciones divinas y así, de exponerlas claramente; ha sido exactamente lo mismo desde entonces para todos los del pueblo del Señor quienes, según su dirección, pudieron crecer en gracia, en conocimiento y en amor, y de esta manera, “comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento [humano]”. —Ef. 3:18, 19.

Sin embargo, somos plenamente justificados a creer que sus otras enseñanzas, tanto como sus relatos históricos, fueron vigilados hasta tal punto por el Señor que el empleo de palabras inapropiadas fue evitado y que la verdad fue expuesta de tal manera que constituye el “alimento al debido tiempo” para la familia de la fe desde entonces. Esta vigilancia divina de los apóstoles fue predicha por las palabras de nuestro Señor: “Todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo” (Mat. 18:18). Esto no significa que el Señor abandonaría sus prerrogativas y se haría el que obedecería las órdenes de los apóstoles sino que éstos serían tan bien guardados, tan bien guiados por el Espíritu Santo, que sus decisiones en la Iglesia acerca de las cosas que deberían considerarse como obligatorias y acerca de las que deberían considerarse como facultativas, serían unas decisiones válidas, y que la Iglesia en general podía saber que los temas han sido fijados, establecidos, concluyendo así que tal es la decisión del Señor tanto como la de los apóstoles.

SOBRE ESTA ROCA EDIFICARÉ MI IGLESIA

Estuvo en pleno acuerdo con esto que, después de que el apóstol Pedro hubiera relatado el testimonio que nuestro Señor era el Mesías, “Jesús, respondiendo, le dijo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo también te digo que tú eres Pedro [petros — una piedra, una roca]; y sobre esta roca [petra — una masa rocosa — el gran peñasco fundamental de la verdad, que acabas de expresar] edificará mi Iglesia” (Mateo 16:17,18, La Biblia de las Américas). El Señor mismo es el constructor, como lo proclaman ser el fundamento: “Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Cor. 3:11). Él es el gran peñasco y el hecho, para Pedro, de reconocerlo como tal, era un testimonio sólido, una declaración de los principios fundamentales en los cuales descansa el plan divino. Así es como el apóstol Pedro entendió el tema y así es como expresó su comprensión (1 Ped. 2:5, 6). Él declaró que todos los verdaderos creyentes consagrados son “piedras vivas” que vienen al gran Peñasco del plan divino, Cristo Jesús, con el fin de ser edificados en un santo templo de Dios uniéndose a él, el fundamento. Pedro mismo negaba toda pretensión de ser la piedra fundamental y se clasificaba correctamente entre todas las demás “piedras vivas” (en griego: lithos) de la Iglesia — aunque petros, peñasco, significa una piedra de dimensión más grande que lithos, y que todos los apóstoles como piedras “de fundamento” tendrían, en el plan y en el orden divinos, una importancia más grande que sus hermanos. —Apoc. 21:14.

LLAVES DE LA AUTORIDAD

En el mismo orden de ideas, el Señor le dice a Pedro: “Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos”, etc. Así la misma autoridad dada a los apóstoles en su conjunto fue expresada de modo preciso a Pedro con el privilegio o el honor suplementario de poseer las llaves, el poder o la autoridad de abrir. Nosotros nos acordamos de la manera en la que el apóstol Pedro se sirvió de las llaves del Reino y les abrió la obra de la nueva dispensación en primer lugar a los judíos en el Pentecostés, y más tarde, a los Gentiles en la casa de Cornelio. En el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo fue derramado, leemos que “Pedro, poniéndose en pie con los once”; él tomó la iniciativa; él abrió, otros siguieron, y la invitación del Evangelio fue lanzada así abiertamente a los judíos. En el caso de Cornelio, el Señor le envió mensajeros a Pedro, y por una visión lo hizo de manera especial a seguirles; así él lo empleó de manera particular para abrir la puerta de la misericordia, libertad y privilegio a los Gentiles con el fin de que también pudieran entrar y tener parte en el llamamiento superior de la Nueva Creación. Estas cosas están en pleno acuerdo con lo que discernimos concerniente a las intenciones del Señor sobre la selección de los doce apóstoles. Cuanto más el pueblo del Señor discierne claramente el hecho que estos doce hombres han sido designados como los representantes especiales de la nueva dispensación y que sus palabras son los canales especiales de la verdad respecto a la Nueva Creación, más completamente será preparado a aceptar sus declaraciones, y también, menos será propenso aceptar las enseñanzas de otros que se oponen a su testimonio. “Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido” —Isaías 8:20.


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de mayo-junio de 2014)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba