DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“La Nueva Creación Predestinada”
Parte IV

Alguien sugirió que se pudiera definir estos frutos del espíritu de Dios de la manera siguiente, con la cual estamos de acuerdo totalmente:

(1) La alegría: El amor triunfante.

(2) La paz: El amor apacible.

(3) La longanimidad: El amor que sostiene.

(4) La dulzura: El amor hacia otro.

(5) La bondad: El amor en acción.

(6) La fe: El amor sobre el campo de batalla de la vida.

(7) La paciencia: El amor en la resignación.

(8) El dominio propio (moderación): El amor en desarrollo.

Cuando comenzamos por la carrera, resueltos de hacerla porque Dios nos había justificado por su gracia y nos había invitado a correr esta carrera por el premio del llamamiento superior de la Nueva Creación, dijimos en primer lugar: pondremos a un lado las cargas y los obstáculos de las ambiciones terrestres consagrando nuestra voluntad al Señor y tomaremos la resolución de hacer sólo una cosa, a saber: buscar y obtener por la gracia del Señor las bendiciones a las cuales él nos llamó. Al mismo tiempo, decidimos echar fuera, en la medida de nuestra capacidad, nuestros pecados que nos rodean tan fácilmente, cualesquiera que puedan ser (que sean o no los mismos que otros envueltos en la carrera), y de correr fielmente en esta carrera por el gran premio.

La entrada en la carrera corresponde a nuestra consagración. Fue el comienzo. Nosotros nos consagramos al Señor para ser dirigidos por su espíritu de amor; no obstante, nos dimos cuenta que debido a la caída, nos faltaban seriamente los elementos de carácter que el Padre quisiera aprobar. Sin embargo, corremos y perseveramos con el fin de alcanzar, según su voluntad, esta semejanza al carácter de su Hijo, que es la condición de nuestra comunión con él. A este respecto, diferimos de nuestro Señor porque, siendo perfecto, no tuvo que subir grado tras grado al desarrollo del amor, fue llenado del espíritu desde el comienzo donde ya se encontraba a la meta; su prueba consistía en determinar si él se mantendría fiel a esta meta del amor perfecto por Dios y por su pueblo, y por sus enemigos. En lo que nos concierne, nosotros necesitamos correr y luchar para alcanzar este fin.

Podríamos dividir esta carrera en cuatro etapas, y decir que en la primera, reconocemos el amor como la exigencia divina y procuramos obtenerla, aunque seamos capaces de comprenderlo sólo desde el ángulo del deber. Sentimos hacia Dios un amor-deber porque, siendo nuestro Creador, tiene el derecho de exigir que le obedezcamos, que le seamos devotos; también sentimos un amor-deber hacia nuestro Señor Jesús porque nos amó, y porque entonces en toda justicia, debemos amarlo en cambio; sentimos un amor-deber hacia nuestros semejantes, porque comprendemos bien que tal es la voluntad de Dios.

La segunda etapa de la carrera nos trae un poco más adelante, un poco más cerca del “fin”, de modo que estas cosas que, en primer lugar, procuráramos hacer por amor-deber, gradualmente logramos a considerarlas con apreciación y no simplemente como un deber. En lo sucesivo, vemos que las cosas que Dios nos ordena por medio de derecho y de deber son cosas buenas; que los principios más nobles de los cuales tenemos cierta concepción se identifican con la Justicia, el Amor y la Sabiduría que el Señor ordena y presenta delante de nosotros, y que a partir de este momento comenzamos a apreciar. Comenzamos a amar a Dios no simplemente porque es nuestro deber hacia nuestro Creador, sino además y sobre todo, porque vimos a él mismo en posesión de estos elementos nobles de carácter que son exigidos de nosotros, porque es la personificación de toda gracia y de toda bondad. Los que alcanzan esta segunda etapa hacia el fin (el amor) aman al Señor, no simplemente porque él nos amó primero, y porque es nuestro deber de amarle en cambio, sino porque ahora los ojos de nuestro entendimiento han sido abiertos suficientemente para permitirnos discernir un poco de la majestad gloriosa de su carácter, un poco de la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la Justicia, de la Sabiduría, del Amor y del Poder de nuestro Creador.

Llamaremos amor por los hermanos la tercera etapa de esta carrera. Al principio, sentimos hacia los hermanos un amor-deber como por el Padre pero de un grado menor, porque ellos habían hecho menos por nosotros. Los admitimos sobre todo porque tal era la voluntad del Padre. Pero cuando logramos a discernir los principios de justicia y a apreciar al Padre y a comprender que el Padre mismo nos ama, a pesar de nuestras faltas involuntarias, nuestros corazones comenzaron a ampliarse y a aumentarse con respecto a los hermanos. Cada vez más, nos hicimos capaces de no ver más sus imperfecciones, defectos y errores involuntarios, cuando podíamos discernir en ellos pruebas del deseo de su corazón de andar en las pisadas de Jesús y de acuerdo con los principios del carácter divino. El amor por los hermanos se hizo distintamente manifiesto en nuestras experiencias. ¡Por desgracia! Muchos de los queridos hijos del Señor evidentemente no han alcanzado todavía esta tercera etapa de la carrera hacia el premio de nuestro llamamiento superior. Hay gran necesidad entre nosotros de desarrollar la benevolencia fraternal, la longanimidad, la paciencia, que las Escrituras enseñan con persistencia y que se encuentran necesariamente mucho más frecuentemente pruebas en nuestras relaciones con los hermanos que en nuestras relaciones con el Padre y con nuestro Señor. Podemos darnos cuenta que el Padre y el Hijo son perfectos y que ellos no tienen ninguna imperfección; podemos discernir que son magnánimos a nuestra consideración y que, personalmente, tenemos para con ellos algunas faltas; sin embargo, cuando consideramos a los hermanos y encontramos en uno alguna debilidad, en otro otra debilidad, la tentación es demasiado frecuente, por desgracia, de decirle a un hermano: “Déjame retirar la paja de tu ojo”, en lugar de darnos cuenta que el hecho de tener esta disposición de criticar, de reñir, de encontrar en los hermanos una falta, es una prueba que todavía estamos contendiendo personalmente con una gruesa viga de impaciencia y de falta de amor. A medida que nos acercamos a esta tercera etapa, retiramos gradualmente la viga de nuestros propios ojos; vemos así nuestras propias taras y apreciamos cada vez más las riquezas de la gracia de nuestro Señor hacia nosotros. Esto influye en nuestro corazón y produce una medida más grande del espíritu de dulzura, de paciencia y de amabilidad hacia todos; así esto nos permite a no ver o cubrir una multitud de pecados, una multitud de imperfecciones entre los hermanos, con tal que discernimos que son ciertamente hermanos, que confían en la sangre preciosa y procuran correr la misma carrera para obtener el mismo premio.

La cuarta etapa, la etapa final de nuestra carrera es el Amor perfecto hacia Dios, hacia nuestros hermanos, hacia todos los hombres; es la que todos nosotros debemos ardientemente procurar alcanzar, y esto tan rápido como posible. No se trata de remolonear en las etapas, sino de correr con paciencia, perseverancia y energía. En un sentido, no debemos amar “al mundo, ni las cosas que están en el mundo”, sino en otro sentido, debemos amar y hacer “bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gál. 6:10); este amor aun se extiende a nuestros enemigos. Él ni anula ni reduce nuestro amor por el Padre y ni los principios de su carácter, ni nuestro amor por los hermanos; al contrario, él los intensifica hasta el punto de incluir en el amor la benevolencia y la simpatía, toda la pobre creación gimiente que sufre los dolores de parto y espera la manifestación de los hijos de Dios. “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”, tal es el mandamiento del Maestro. Hasta que hayamos alcanzado este grado de amor (el amor mismo por nuestros enemigos), no debemos creer por un instante que alcanzamos la meta que el Señor ha colocado delante de nosotros sus discípulos. Es sólo cuando hayamos alcanzado esta posición que seamos unas copias del amado Hijo de Dios.

Debemos alcanzar este grado de amor antes de ser considerados dignos de un lugar en la Nueva Creación, y no debemos creer que cada uno de los discípulos del Señor alcance esta meta sólo justo en el momento de morir. Todo lo contrario. Debemos esperar a alcanzarlo tan temprano como posible en nuestra experiencia cristiana y, entonces, recordamos las palabras del Apóstol: “Habiendo acabado todo, estar firmes” (Ef. 6:13). Nosotros necesitamos ser puestos a prueba en nuestro amor después de que alcanzáramos el fin, y los esfuerzos que hacemos para mantenernos allí, para conservar este nivel en nuestra vida fortificarán nuestro carácter. En esto, especialmente, nuestras experiencias corresponderán a las de nuestro Señor; en efecto, aunque no necesitó correr para alcanzar el fin, él tuvo que también, estando a la meta, pelear la buena batalla de la fe con el fin de no ser desviado de allí, con el fin de no ser vencido por los diversos ataques del mundo y del Adversario. “Prosigo a la meta”, dice el Apóstol; cada uno de nosotros debe mantenernos firmemente a la meta cuando la alcancemos, y procurar que en todas las pruebas que el Señor permita para nosotros, seamos estimados por él como vencedores, no por nuestra fuerza personal, sino en aquella de la ayuda de nuestro Redentor.

Ataques vendrán contra nosotros para apartar la vista del amor perfecto hacia el Padre, para que consintamos a devolver menos que la plenitud del homenaje y de la obediencia que le debemos. Tentaciones nos vendrán así con respecto a nuestros hermanos, para sugerirnos de no permitir al amor por los hermanos cubrir una multitud de faltas, y para sugerirnos de enfadarnos con los que hemos aprendido a amar y a apreciar y con cuyas debilidades hemos aprendido a simpatizar. Ataques vendrán contra nosotros a propósito de nuestros enemigos, después de que hayamos aprendido a amarles, sugiriéndonos que son casos excepcionales, y que nuestra magnanimidad hacia ellos debe tener sus límites. Felices somos nosotros si, en estas tentaciones, nos mantenemos firmes, atándonos a la meta, esforzándonos de retener esta posición ya alcanzada, peleando la buena batalla de la fe, manteniéndonos con firmeza a la vida eterna considerada como la nuestra por Jesús.

“CONOCEMOS, HERMANOS AMADOS DE DIOS, VUESTRA ELECCIÓN”

“Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección; pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre” — 1 Tes. 1:4, 5.

Hemos demostrado en otra parte que lo que constituye la indicación, la prueba que somos hijos de Dios, es nuestro engendramiento del Espíritu Santo, nuestro sello, nuestra vivificación*. Nosotros no nos repetiremos aquí, sino llamaremos simplemente la atención, en general, al hecho de que quienquiera que tenga parte en esta elección, tiene diversas pruebas las cuales se puede discernir no sólo por sí mismo, sino que dentro de poco “los hermanos” con quienes viene en contacto lo disciernen también. En esta elección, hay una potencia tanto como un mensaje. Este mensaje, o llamado, o “palabra” de la elección no es solamente el Evangelio o las buenas nuevas para la clase elegida, sino es más que esto para ella: es el poder de Dios que obra en ella el querer y el hacer según Su buen placer. Este poder aporta a los elegidos el Espíritu Santo y mucha seguridad, y ellos a su turno están dispuestos a proclamar cueste lo que cueste la Palabra del Señor.

* Vol. V, Cap. IX (en inglés).

Escribiendo a los Colosenses (3:12-14) respecto a esta clase elegida, el Apóstol declara que estos elegidos deberían abandonar la antigua estimación que tenían de las cosas y adoptar una nueva que reconocería a los elegidos, no según su nacionalidad ni según su confesión, sino reconocería todos los en Cristo, y ellos solamente, como la Nueva Creación elegida. Él dice: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto.”

Hablando de la Iglesia elegida en su conjunto, nuestro Señor anuncia que diversas experiencias y pruebas deben sobrevenirle, y parece implicar que serán más intensas hacia el fin de esta Edad Evangélica y permitidas a tal punto como seducirán a todo el mundo, con la excepción de los “mismos elegidos”. — Mat. 24:24*

* Véase Vol. IV, Cap. XII (en inglés).

Hay en eso un estímulo: esto no implica que los “mismos elegidos” tendrán una capacidad mental superior que los haga capaces de discernir diversas sutilezas del Adversario en este mal día, ni que hayan adquirido tal perfección en la maestría en su vaso terrestre que no pudieran equivocarse; esto significa más bien que a los que quedan a Cristo, será concedido una gracia suficiente, una sabiduría suficiente, una ayuda suficiente en el tiempo de sus necesidades. ¡Qué consuelo para todos los que buscaron su refugio en la esperanza colocada delante de nosotros en el Evangelio! ¡Qué confianza esto nos da de sentir que somos anclados por dentro del velo, en Cristo! Tal predestinación es fortificante, consolante como lo declaraba el Apóstol: “Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos [al fin] santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad … de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra. En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad, a fin de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros [la Nueva Creación] los que primeramente esperábamos en Cristo”. — Ef. 1:4-11.

“A TRAVÉS DE MUCHAS TRIBULACIONES ENTREMOS EN EL REINO DE DIOS” — Hechos 14:22

La necesidad de los esfuerzos y de la victoria en la edificación del carácter que Dios fijó al llamado de los “mismos elegidos” de la Nueva Creación, no es sin tener paralelos en la naturaleza. He aquí una ilustración:

“Nos cuentan que un hombre que deseaba enriquecer su colección de insectos de una [mariposa] pavón de noche, tuvo la suerte de obtener un capullo que suspendió en su biblioteca por todo el invierno. En la primavera él encontró la mariposa tratando de salir del capullo. El agujero era tan pequeño y la mariposa luchaba tan desesperadamente, parecía, contra la fibra resistente, que el coleccionista agrandó el agujero con sus tijeras. Pues, la mariposa magnífica y gruesa salió, pero nunca pudo volar. Más tarde, alguien le dijo que los esfuerzos del insecto eran necesarios para forzar la introducción de los jugos del cuerpo en las grandes alas de la mariposa. Ahorrarle estos esfuerzos era una bondad mal comprendida. El esfuerzo estuvo destinado a la salvación de la mariposa. La lección que hay que sacar es evidente. Las luchas que los hombres deben llevar para su bienestar material, desarrollan su carácter como no se pudiera hacer de otro modo. Es bueno también, que debamos luchar para obtener el enriquecimiento espiritual.”

Ya hemos indicado* que las Escrituras enseñan, de manera más explícita, la doctrina de la “gracia libre” que será introducida de manera grandiosa tan pronto como los elegidos hayan sido cumplidos (“completed”) — glorificados. Durante el Milenio, ellos (la “Simiente de Abrahán”) bendecirán a todas las familias de la tierra ofreciéndoles las oportunidades favorables más completas para que lleguen a obtener caracteres perfectos, una restauración completa y la vida eterna.

* Vol. I, p. 96.


(La quinta capítulo del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de septiembre-octubre de 2013)


Isaías 35:1-10 (NVI)


Se alegrarán el desierto y el sequedal;
    se regocijará el desierto
    y florecerá como el azafrán.
  Florecerá y se regocijará:
    ¡gritará de alegría!
Se le dará la gloria del Líbano,
    y el esplendor del Carmelo y de Sarón.
Ellos verán la gloria del SEÑOR,
    el esplendor de nuestro Dios.


Fortalezcan las manos débiles,
    afirmen las rodillas temblorosas;
  digan a los de corazón temeroso:
    Sean fuertes, no tengan miedo.
Su Dios vendrá,
    vendrá con venganza;
  con retribución divina
    vendrá a salvarlos.


Se abrirán entonces los ojos de los ciegos
    y se destaparán los oídos de los sordos;
  saltará el cojo como un ciervo,
    y gritará de alegría la lengua del mudo.
Porque aguas brotarán en el desierto,
    y torrentes en el sequedal.
  La arena ardiente se convertirá en estanque,
    la tierra sedienta en manantiales burbujeantes.
Las guaridas donde se tendían los chacales,
    serán morada de juncos y papiros.


Habrá allí una calzada
    que será llamada Camino de santidad.
No viajarán por ella los impuros,
    ni transitarán por ella los necios;
    será sólo para los que siguen el camino.
  No habrá allí ningún león,
    ni bestia feroz que por él pase;
¡Allí no se les encontrará!
    ¡Por allí pasarán solamente los redimidos!
  Y volverán los rescatados por el SEÑOR,
    y entrarán en Sión con cantos de alegría,
    coronados de una alegría eterna.
Los alcanzarán la alegría y el regocijo,
    y se alejarán la tristeza y el gemido.



Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba