DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA |
La Nueva Creación:
“El Llamamiento de la Nueva Creación”
Parte VI
Muchas Nuevas Criaturas, sin embargo, no aprendieron cómo actuar con estas enfermedades o malestares del alma. Ellas tienden más bien a decirse: “Fallé de nuevo. No puedo acercarme al trono de la gracia celeste antes de haberle demostrado al Señor mis buenas intenciones por una victoria.” Así que vuelven a posponer aquello con lo que deberían comenzar. Procurando ganar la victoria por sus propias fuerzas, con su espíritu agotado por sus debilidades anteriores, ellas no están en una condición favorable para “pelear la buena batalla de la fe” y contra su propia carne, y contra el Adversario; también la derrota es casi asegurada, y con ella las Nuevas Criaturas gradualmente vendrán a dejar de invocar al Señor y de someterse cada vez más a las nubes que intervienen para esconder de ellas el brillo del sol del favor divino. Poco a poco, vendrán a considerar que en su caso, estas nubes son inevitables.
Es todo lo contrario que se debe hacer: Tan pronto como se discierne que haya fallado o sea en palabras, en actos, o en acciones y tan pronto como se esfuerce para reparar el error cometido en contra de otro en toda medida posible, hay que ir prontamente al trono de la gracia en la fe, sin dudar. No debemos creer que nuestro Señor desee encontrarnos culpables o que sea propenso juzgarnos duramente; al contrario, debemos recordar que su bondad y su misericordia son tan grandes que decidió proporcionar una redención mientras todavía éramos pecadores. Ciertamente, después de que nos hiciéramos sus hijos y que fuéramos engendrados del espíritu, que buscamos (tropezando a pesar de nuestros mejores esfuerzos) andar por sus caminos según el espíritu y no según la carne, su amor por nosotros en tales circunstancias debe abundar mucho más aún que cuando éramos “hijos de ira, lo mismo que los demás”. Debemos recordar que “así como un padre [terrestre] tiene compasión de sus hijos, el Señor tiene compasión de los que le temen [reverencian]”. Debemos considerar nuestros mejores amigos terrestres, su simpatía, su amor y su compasión, y si, por analogía, consideramos a Dios, comprobamos que él es mucho mejor y aun más fiel que la mejor de sus criaturas. Es tal fe — tal confianza — que él pide, y que recompensa. Todos los que, al principio, tenían bastante fe para acercarse al Señor, tienen bastante fe para acercarse a él día tras día con sus pruebas, sus dificultades y sus faltas, si lo quieren. Si ellos permiten que las nubes se interpongan y declinan la invitación de la Palabra de acercarse al trono de la gracia para restablecer la paz y la armonía, acabarán por ser contados indignos de ocupar un lugar en la clase especial que el Señor está escogiendo. “A los tales el Padre busca que le adoren” — a los que le aman y confían en él. “Sin fe es imposible agradar a Dios”. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” —Juan 4:23; Heb. 11:6; 1 Juan 5:4, La Biblia de las Américas.
Naturalmente, hay dificultades en el camino, pero el Señor suministra los socorros y los consejos necesarios, tanto por su Palabra como por los hermanos que él “colocó” en el cuerpo para este fin (1 Cor. 12:18). Es una ayuda, por ejemplo, de comprender exactamente donde se encuentra el error del cual uno sea víctima, como en el caso indicado más arriba, de discernir que al posponer nuestra visita al trono de la gracia para obtener la misericordia, hasta que podamos traer en nuestras manos algo para justificarnos, es mostrar que no apreciamos plenamente la gran lección que Dios nos enseña desde hace siglos, a saber, que todos somos imperfectos, y que no podemos hacer las cosas que quisiéramos hacer; es por eso que era necesario que el Redentor viniera con el fin de levantarnos. El que procura justificarse intenta lo imposible, y lo más pronto que lo aprenda, lo mejor sea para él. Nuestras cuentas con el Señor deben ser rendidas cada día, sea grande o pequeña la dificultad afrontada; si el corazón del consagrado sea muy sensible y acostumbrado a una comunión continua con el Señor, el consagrado encontrará una bendición de acercarse prontamente al trono de la gracia tan pronto que se surge cualquier dificultad, sin esperar hasta el fin del día para hacerlo. Por nada del mundo no debemos postergarlo al día siguiente, mientras el trono de la gracia nos está abierto a cada momento; descuidar esto, es demostrar una disposición contraria a la que inculca la Palabra del Señor.
La dificultad que algunos experimentan es que, después de acercarse al trono de la gracia, no disciernen la bendición que buscan, a saber: el perdón de los pecados y la reconciliación con el Padre. Esta dificultad puede tener una de las tres causas siguientes: (1) tal vez carecen de la fe, y como el Señor actúa actualmente según la fe, no podemos obtener nada sin ella. “Así como has creído, te sea hecho” (2) tal vez no han corregido el error que confiesan haber cometido, pedido perdón con respecto a aquello que causaron daño; o sea, si la transgresión haya sido hecha contra el Señor, quizás procuran obtener la paz sin haberlo confesado a Él y sin pedir su perdón. (3) En muchos casos de este género que hemos podido observar, los suplicantes nunca habían hecho una consagración auténtica al Señor; buscaban la paz y la alegría divinas y la luz del sol de su favor, es decir, las bendiciones representadas por la luz del Candelabro de oro y por los Panes de la proposición del Tabernáculo, mientras que en realidad se encontraban siempre aparte de estas cosas, aparte de la consagración, hacia fuera por consiguiente del Sacerdocio real, siendo simplemente Levitas que, hasta allí, recibieron en vano la gracia o el privilegio especial de la actualidad.
El verdadero remedio a la falta de fe sería de cultivarla por un estudio de la Palabra de Dios, en la meditación de la bondad divina pasada y presente, y esforzándose por discernir que es misericordioso, “más allá” de todo lo que hubiéramos podido pedir o pensar. En el segundo caso, el remedio consistiría en presentar prontamente y sin reticencia, sus disculpas, y en toda la medida posible reparar el daño causado o resarcir a la víctima; y luego regresar al trono de la gracia en plena seguridad de fe. En cuanto al remedio para el tercer caso, se trataría de hacer la plena consagración que el Señor requiere por parte de todos los que quieren gozar de los privilegios y de los arreglos especiales de esta Edad Evangélica.
Ahora debemos examinar otra clase de consagrados: la de los consagrados enfermos espiritualmente. Éstos, aparentemente justificados por la fe y sinceros en su consagración, parecen hacer poco o ningún progreso en la sujeción de su carne. En realidad, en ciertos casos, parecería que su fe en la bondad y la misericordia de Dios, aflojando los frenos del temor, les dejaron más bien más expuestos a la tentación a causa de las debilidades de la carne que estaban en primer lugar, cuando conocían menos al Señor. Sus experiencias son muy penosas, no sólo para ellos mismos, sino que también para toda la familia de la fe con la cual vienen en contacto; su vida parece ser una continuación de fracasos y de arrepentimientos, algunos de estos fracasos siendo debidos a inconsecuencias pecuniarias, otros a delitos morales y sociales.
¿Qué es el remedio para este estado de cosas? Respondemos que tales personas deberían ser informadas claramente que la Nueva Creación no será compuesta de los que deciden simplemente renunciarse a sí mismos, sacrificarse en cuanto a las cosas terrestres y andar no según la carne sino según el Espíritu, sino de los que, a causa de la fidelidad en su esfuerzo voluntario para guardar [u observar — Trad.] este pacto, serán estimados vencedores por el que lee los corazones. Deberían ser instruidos en la verdadera manera de actuar para todos los consagrados: siendo liberados por el Hijo, deberían ser tan deseosos de obtener todas las bendiciones resultando del favor divino que quisieran hacerse voluntariamente esclavos [o servidores — Trad.] — imponiéndose en sí mismos ciertas restricciones, ciertos límites, cierta obligación concerniente a sus palabras, su conducta, sus pensamientos y deseando ardientemente, por la oración, la ayuda prometida del Señor como lo expresa el Apóstol: “Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad” (La Biblia de las Américas). Cada vez que se dan cuenta de que pecaron, no sólo deben pedir perdón de aquellos que ofendieron, sino hacer confesión al Señor, y por la fe, obtener su perdón; deben prometer ser más prudentes desde ahora en adelante, y aumentar las restricciones de sus propias libertades tocantes al género de debilidad manifestado por su último fracaso.
Así velando y orando, poniendo una guardia en las acciones y en las palabras en su vida, “llevando cautivo todo pensamiento” a la voluntad de Dios en Cristo (2 Cor. 10:5), seguramente no se requerirá mucho tiempo para que puedan asegurarse y asegurar a los hermanos también de la sinceridad de su corazón, y para que puedan andar por la vida con tanta circunspección que todos puedan ser capaces de discernir no sólo que estuvieron con Jesús, sino que también aprendieron de él, que buscaron y emplearon su ayuda para obtener victorias sobre sus debilidades. El caso de estos hermanos o estas hermanas parece ser lo que el Apóstol llama “andar desordenadamente”, y no según el ejemplo del Señor y de los apóstoles. En otro capítulo, veremos las instrucciones que da el Señor respecto a la manera en la que deberían ser tratados por los hermanos los que son débiles en la carne y que echan el deshonor y el descrédito a la causa del Señor.
Observemos, no obstante, que mientras ellos den cierta prueba de arrepentimiento a causa de su mala conducta, y del deseo de su corazón de seguir en el camino recto y de guardar la fe y la confianza en el Señor, se debe estimarlos como hermanos. Sin embargo, puede ser necesario demostrarles sólo una amistad reservada, hasta que hayan demostrado una evidencia exterior y tangible, del poder de la gracia en su corazón produciendo el dominio de sus debilidades carnales. No obstante, hay que continuar animándolos a creer que el Señor es muy misericordioso para con los que confían en él y que, de todo corazón, desean andar por sus caminos; pero no podemos animarlos a esperar que se consideren dignos de formar parte de la clase de los vencedores, a menos que lleguen a ser tan ardientes en su celo para la justicia que su carne logra demostrar por una prueba convincente que está sometida al Nuevo Entendimiento.
Hemos visto algunos, entre el pueblo consagrado del Señor, que estaban [espiritualmente — Trad.] flacos y hambrientos, deseando ardientemente una plena comunión con él, pero fallando en la instrucción necesaria para saber cómo obtenerla y conservarla. Es bien verdadero que tenían la Biblia, pero su atención fue desviada de ella, y habían aprendido a esperar más de instructores y catecismos, etc., al recorrer tras las tradiciones de los hombres y no tras la Mentalidad o el Espíritu de Dios; es por eso que les faltaba el alimento espiritual apropiado. El resultado fue que el formalismo no les satisfizo sin que por esto hayan aprendido cómo acercarse al Señor de todo corazón, porque no conocían su bondad y las riquezas de su gracia ni en Cristo Jesús, ni el gran plan de salvación cuya culminación está cerca para el mundo, ni tampoco el llamamiento de la Iglesia a la Nueva Naturaleza. Esta condición de inanición necesita, en primer lugar, “la leche pura de la palabra” (La Biblia de las Américas), y luego el “alimento sólido” de la revelación divina. No hay que despreciar ni descuidar esta categoría de personas aun si, después de haberse dado cuenta del vacío de las iglesias en general, han sido llevadas a buscar algo más para satisfacer su corazón hambriento, inclusive ciertas distracciones del mundo, etc.: Conocimos a ciertas personas de esta clase que habían llegado a una indiferencia por las cosas espirituales después de haber tratado vanamente de encontrar en diversas direcciones algo para satisfacer las necesidades de su corazón; sin embargo, habiendo recibido la “Verdad presente”, ellas se desarrollaron de una manera más notable en las gracias espirituales y el conocimiento. Creemos que existe buen número de tales personas en diversas denominaciones, y que es el privilegio de los que han recibido la luz de la Verdad presente de ofrecerles una mano para salir de las tinieblas y entrar en la luz maravillosa, para salir del estado de hambre espiritual a uno de una superabundancia de gracia y de verdad. Sin embargo, para ser empleado por el Señor para bendecirles a ellos, es necesario que tanto la sabiduría como la gracia que vienen de arriba, se busquen en la Palabra y que se ejerzan con dulzura, fidelidad y persistencia.
LA JUSTIFICACIÓN DEBERÍA CONDUCIR A LA SANTIFICACIÓN1
Ya hemos indicado que la justificación2 no es simplemente un asentimiento mental al hecho de que Cristo haya muerto como el Redentor del hombre y que ciertas bendiciones de reconciliación con Dios fueron aseguradas así a la raza, sino que, además, para hacerse un creyente justificado, esto implique cierto grado de consagración. Tal justificación implica un reconocimiento del hecho de que el pecado es profundamente malo (Rom. 7:13), y un deseo de separarse de eso, de ser liberado de su poder tanto como de su castigo — un deseo, por lo tanto, de estar de acuerdo con el Creador justo y con todas las leyes de la justicia. Ella implica además que el creyente tomó en su entendimiento, en su voluntad, la determinación de ejercer la justicia en todos los asuntos de la vida. La fe en el Redentor, acompañada por tal consagración, trae la justificación3 pero no implica sacrificio. Dios tiene el derecho de exigir que todas sus criaturas aprueben la justicia y odien la iniquidad; si no, él las considera como extranjeros para él — sus enemigos. Entonces, Dios no exige que sacrifiquemos nuestra vida en su servicio, ni en cualquier otra causa. El sacrificio, según las Escrituras, es un acto voluntario no exigido por la ley, aun si, según la declaración del Apóstol es un “culto razonable”, y si nos compromete vivamente en él: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” —Rom. 12:1.
(1) “LA JUSTIFICACIÓN TENTATIVA PRECEDE LA SANTIFICACIÓN” — Edit. [de acuerdo con el prefacio del autor. — Trad.]
(2) tentativa — Edit.
(3) tentativa — Edit.
Para algunos, una consagración con sacrificio puede seguir de muy cerca su fe en el Señor y su deseo de caminar por las sendas de la justicia [rectitud — Trad.]; pero hace falta que los siga; ella no puede precederlos, porque así como nosotros ya hemos visto — es necesario que [por lo menos] seamos justificados4 por la fe antes de que podamos tener lo que sea para ofrecer a Dios que él pueda aceptarlo sobre su altar como cosacrificio con aquello de nuestro Redentor. Otros alcanzan esta condición de justificación y la mantienen por un tiempo aun antes de contemplar una consagración completa, o el sacrificio de los intereses terrestres por el Señor y por su causa. Sin embargo, en las condiciones actuales, los que escogen el camino de la justificación, la senda de la rectitud, el camino de acuerdo con Dios no irán muy lejos en esta senda sin encontrar la oposición, o sea del interior, o sea por parte del mundo o del Adversario.
(4) tentativamente — Edit.
Ellos encuentran que la senda de la rectitud sube gradualmente, haciéndose más abrupta, más difícil. Si quieren continuar siguiendo esta senda de la rectitud en medio de las condiciones presentes del pecado, esto les costará finalmente el sacrificio de sus intereses terrestres, sus ambiciones terrestres, sus amistades terrestres, etc. Estamos aquí en la encrucijada de los caminos: aquél que sube y conduce a la gloria, la honra, y la inmortalidad, podemos tomarlo sólo pasando por la puerta baja de la humildad, de la abnegación y del sacrificio de uno mismo. Una vez que entremos en él, encontraremos que es un camino áspero en el cual, no obstante, los espíritus invisibles sirven ayudando a los peregrinos, y en el cual aquí y allá brillan las misericordiosas promesas de Cristo, el Guía, para animarles, asegurándoles que Su gracia es suficiente para ellos y que les ayudará hasta el final del viaje; su perseverancia probará que toda cosa concurre junto para su bien más grande: su admisión final como miembros de la Nueva Creación y su participación en la obra gloriosa del Reino milenario. En esta puerta — que significa la plena consagración aun hasta el sacrificio — hasta la muerte, un buen número de creyentes justificados5 se detienen bastante tiempo antes de entrar, contando el precio, escuchando la voz de la Palabra que les invita y que, por sus buenas promesas, fortifica su corazón antes de que emprendan el viaje.
(5) tentativamente — Edit.
Fuera de esta puerta, hay numerosos caminos desviados por los cuales muchos de los que han llegado hasta allá han procurado, pero en vano, encontrar una vía más fácil para llegar a la gloria, la honra y la inmortalidad. Hay centenas de estos caminos desviados; algunos suben un poco e implican cierto sacrificio de sí mismos; otros ceden y descienden cada vez más hacia los favores y las esperanzas del mundo. Sin embargo, no podemos encontrar en ninguno de estos caminos desviados las promesas que inspiran sólo a los que entran por la puerta baja del sacrificio y van sobre el “camino angosto” de la comunión con su Señor, renunciando sus ambiciones terrestres para obtener la asociación íntima con Cristo Jesús en la gloria venidera.
La alegría y la paz vienen a partir del momento en que se tiene fe en el Señor, donde se acepta la reconciliación que él ofrece, donde se toma la resolución de practicar la justicia y de huir del pecado. Esta alegría y esta paz son completas hasta que se alcance la puerta baja que conduce al camino angosto, pero cuando la búsqueda de la justicia exija la renuncia de uno mismo y el sacrificio de uno mismo, y no se cumpla este sacrificio, y no se alcance la puerta baja, entonces se oscurecen la paz y la alegría del favor divino. Sin embargo, ellas no serán retiradas completamente por un tiempo, mientras el creyente justificado6 busca otras maneras de servir la justicia que ama siempre, mientras aprecia siempre el favor divino pero que se queda atrás y se niega por el descuido a entrar por la puerta baja. La plenitud de la alegría y de la paz no puede ser la porción de los que actúan así, porque se dan cuenta muy bien de que una plena consagración de cada una de sus facultades al Señor sería sólo un “servicio razonable”, un reconocimiento razonable para los favores divinos ya recibidos, el perdón de los pecados.
(6) el creyente sincero — Edit.
Muchos guardan esta actitud durante largos años, mientras que otros se extravían en las vías del mundo. Nadie puede hacerse un candidato para la Nueva Creación si no entre por la puerta baja del sacrificio de sí mismo. Durante mucho tiempo, el Señor no les quita los privilegios especiales que se les concede sólo para conducirlos a la puerta baja; sin embargo, no entrando por ella, ellos confiesan de hecho que “recibieron la gracia de Dios [el perdón de los pecados y el encaminamiento hasta esta puerta] en vano”, porque habiendo alcanzado esta condición, se niegan o se descuidan de sacar provecho de la “sola esperanza de nuestra vocación”. El Señor podría muy bien decirles: “Le quito inmediatamente todos los privilegios especiales de toda clase. Ustedes no eran más dignos de mi favor que el resto del mundo; desde ahora en adelante, tendrán los mismos privilegios y oportunidades que aquellos que tengo la intención de extender a toda la humanidad durante la Edad milenaria; pero no tendrán de mí ni privilegios, misericordias, cuidados, atención, etc. especiales en la vida presente, ni preferencia en la vida que viene.” Sin embargo, él no lo hace de inmediato y dispone de una gran paciencia con respecto a muchos.
Las grandes y preciosas promesas de la Palabra del Señor como, por ejemplo, aquella que nos asegura que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”, se aplicarán sólo a los que han sido favorecidos por Dios, conducidos a la puerta baja del sacrificio de sí mismos por la cual han entrado con alegría, porque son solamente ésos que aman a Dios sumamente, los que aman a él más que a sí mismos. “Porque todas las cosas pertenecen a usted [a ellos] y usted a Cristo, y Cristo a Dios” [1 Cor. 3:22]. Han entrado en la escuela de Cristo, y todas las instrucciones, todos los estímulos y todas las disciplinas de la vida serán dirigidos, en consecuencia, para su preparación definitiva con vistas al Reino. No obstante, estas lecciones, estas instrucciones y estas bendiciones no son para los que rehúsan entrar en la escuela, que se niegan a someter su voluntad a aquella del gran Instructor.
Hablando con propiedad, los que reciben la gracia de Dios en vano no tienen ninguna razón válida para acercarse al Señor, aun por la oración. ¿Cómo, en efecto, podríamos esperar recibir cuidados y privilegios especiales del Señor, mientras nos descuidamos de responder apropiadamente a las bendiciones ya recibidas? ¿Debemos razonar de tal modo que puesto que ya recibimos del Señor una bendición de sabiduría y de justificación7 el Señor estaría obligado en consecuencia a conceder otras gracias? ¿No deberíamos decirnos más bien que ya habiendo recibido estas bendiciones del Señor además del favor general concedido hasta aquí a la raza rescatada, ya recibimos más que nuestra parte? Que rehusando a continuar de acuerdo con la voluntad del Señor, ¿deberíamos esperar más bien que otras gracias y favores divinos irían a los que, hasta aquí, no habían sido privilegiados tan ampliamente y que, por consiguiente, no habían despreciado al mismo punto, la oferta graciosa del Señor? Sin embargo, el Señor está lleno de piedad y de gran misericordia, es por eso que nos es posible esperar que siempre y cuando alguien quede en la actitud de la fe el Señor no le rechazará completamente.
(7) tentativa — Edit.
¿Qué sería el remedio para los que se encuentran en esta actitud y que desean pertenecer totalmente al Señor y merecer plenamente sus favores? Respondemos que ellos mismos deberían hacer una consagración entera al Señor abandonando su voluntad tocante a todas las cosas: sus aspiraciones, sus esperanzas, sus perspectivas, sus medios y hasta sus afecciones terrestres, todo debería estar abandonado al Señor. En cambio, ellos deberían aceptar, como ley de su existencia y como regla de su futura conducta, la guía de su Palabra, de su Espíritu y sus medios providenciales, asegurados de que todo concurrirá no sólo en más gloriosos resultados en cuanto a la vida venidera, sino que también en bendiciones más grandes del corazón en la vida actual.
¿Cómo harán esto? Respondemos que esto debería hacerse de todo corazón, con veneración, en oración: el contrato debería hacerse de manera definitiva con el Señor, y si es posible, en voz alta; deberían pedir la gracia, la misericordia y la bendición divinas, siendo éstas la ayuda necesaria en el cumplimiento de este sacrificio.
¿Y qué deberían hacer los que “suspiran tras Dios” y que, sin embargo, no sienten completamente listos a rendirse totalmente a su voluntad? Respondemos que ellos deberían ir al Señor en oración con este tema, pedirle su bendición sobre el estudio de la Verdad con el fin de que puedan cada vez más darse cuenta, en primer lugar, de que el servicio debido a Dios es razonable; en segundo lugar, que la bendición que resulta de eso está segura, y en tercer lugar, que el Señor es fiel en el cumplimiento de todas las promesas benévolas que ha hecho a la clase que se sacrifica, de ayudarla y de fortificarla. Ellos también deberían pedir que el Señor les haga capaces de pesar y de evaluar exactamente las cosas terrestres, con el fin de que puedan discernir, y si sea necesario, experimentar cuán pasajeras y poco satisfactorias son todas las cosas asociadas con el egoísmo de hoy en día y las cosas que el espíritu del hombre natural desea, para que puedan ser tan capaces de hacer una consagración y apreciar el privilegio de poner su afecto en las cosas de arriba y no en las de abajo, de sacrificar las últimas por las primeras.
Otra pregunta se plantea aquí: dado que el “supremo llamamiento” se acabó y que, por consiguiente, el que se consagra no puede tener la plena seguridad que tiene una ocasión favorable de obtener el premio de la nueva naturaleza y de su gloria, de su honra y de su inmortalidad, ¿qué diferencia puede hacer esto en cuanto a la consagración? Respondemos que esto no puede hacer ninguna diferencia, porque la consagración es en resumen la única línea de conducta razonable y apropiada para los hijos de Dios: una plena consagración, y nada menos, será exigida de todos los que quieran vivir y gozar de las bendiciones de la Edad milenaria. En cuanto a las ocasiones favorables y en cuanto a las recompensas que resultarán de eso, ya hemos indicado que, según nuestra comprensión, muchos se admitirán todavía en los privilegios del “supremo llamamiento” para tomar los lugares de los que ya se han consagrado pero que “no corran de tal manera” para obtener el premio y que, por consiguiente, serán excluidos de la carrera. Sin embargo, podemos estar seguros de que nadie estará admitido para gozar de estos privilegios si, previamente, no haya entrado por esta puerta baja de consagración y de sacrificio.
Probablemente haya sido verdad de todos los que han entrado por la puerta baja, que no vieron claramente ni comprendieron totalmente las grandes y ricas bendiciones que Dios tiene en reserva para su Nueva Creación fiel; en primer lugar, comprendieron simplemente el servicio razonable, y más tarde aprendieron mejor la longitud, la anchura, la altura y la profundidad de la bondad de Dios y los privilegios de su supremo llamamiento. Así es de los que entran ahora: no pueden apreciar plenamente las cosas celestiales y espirituales mientras no hayan aceptado de cumplir su servicio razonable en una plena consagración. Y podemos estar seguros de que quienquiera que se consagra y cumple un sacrificio entero de sí mismo en interés de la causa del Señor, después de que la clase celestial sea completa, encontrará que el Señor todavía está dispuesto a darles abundantes bendiciones de otro género; y que todas sus bendiciones son para tales consagrados que han hecho el sacrificio de sí mismos. Es posible que puedan ser incluidos con los Beneméritos de la Antigüedad que tenían esta disposición en el sacrificio que agrada a Dios, antes del comienzo del “supremo llamamiento”.
CONCEPCIONES ERRÓNEAS DE LA SANTIFICACIÓN
Considerando el desorden general de las ideas entre los cristianos respecto al plan divino, y del llamado a la justificación y a la santificación indicado por las Escrituras, no debemos sorprendernos que prevalezca una confusión importante. Cierto punto de vista erróneo (sostenido, es verdad, por una proporción comparativamente pequeña de los hijos de Dios, pero a su gran daño personal) consiste en aspirar a la santidad y a la perfección reales. Así es que se oye a algunos de sus partidarios declarar a veces que “no han pecado desde hace años”, etc. Ésos encuentran sus homólogos en los fariseos del tiempo de Jesús que “confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros”, y que, teniendo el sentimiento de esta propia justicia, no hacían ningún caso de los privilegios y de las gracias que el Señor les preparaba en su obra redentora.
No obstante, esta supuesta “gente de la santidad” y “sin pecado” tiene, a causa de este error y a un grado importante, su espíritu apartado de la fe en el Señor — fe en su obra redentora — confianza en el mérito de su sacrificio, etc.; ¿por qué, en efecto, deberían apoyarse en su mérito o en su gracia si, ellos mismos, pueden guardar y guardan de una manera perfecta la ley divina? Una de las dificultades que los conduce a esta posición es una falta de reverencia de su parte por el Señor, y otra es la apreciación demasiado alta que tienen de sí mismos. Si reverenciaran apropiadamente al Señor, discernirían su grandeza, su majestad, y como su ideal de santidad, la perfección de su propio carácter, mientras que una estimación justa de sí mismos les convencería rápidamente (como lo hace para otros) que están lejos de alcanzar el ideal divino en palabras, en acciones y en pensamientos.
Otra clase de esta supuesta “gente de la santidad” no va tan lejos para pretender estar sin pecado, sino reconociendo su imperfección, aspira a la santidad, a la santificación entera, etc., ya que procura evitar el pecado — vivir sin pecado, etc. Como ya hemos demostrado, estamos de acuerdo plenamente con el pensamiento de que todos los verdaderos consagrados deben evitar el pecado en toda la medida de su capacidad. El error de los que desaprobamos es que consideran la acción de evitar el pecado como el único objetivo, el único propósito de su consagración. Al hacerlo, se equivocan completamente en este tema: ninguna criatura de Dios nunca tuvo el derecho de pecar, y por consiguiente, el abstenerse de pecar — de hacer lo que no tiene el derecho de hacer — no podría en ningún sentido llamarse un “sacrificio”, ni considerarse como tal. La Palabra de Dios no nos invita en ninguna parte a sacrificar pecados. Estos queridos amigos, cuya consagración se limita a evitar el pecado, hacen en realidad sólo lo que todos los justificados deben hacer; en realidad, ellos todavía no han entrado por la puerta baja del sacrificio de sí mismos, lo cual significa el abandono de estas cosas que son justas, legales y apropiadas, es decir, la renuncia voluntaria de estas cosas con el fin de que podamos servir mejor al Señor y su causa.
CRISTO HECHO POR NOSOTROS, REDENCIÓN
El término redención se emplea aquí en el sentido de liberación, salvación — como el resultado de la obra redentora — aquel de un rescate, o de un precio correspondiente. El pensamiento contenido en este término nos transporta al acto final de la victoria de la Iglesia, a la condición de pleno nacimiento de la Nueva Creación; es verdad que, en nuestro texto, se puede aplicarlo muy a propósito también a las liberaciones intermediarias e imprevistas de los fieles a lo largo del camino angosto que se culmina en la salvación “para siempre” (Heb. 7:25, La Biblia de las Américas) en la gloria, la honra y la inmortalidad de la Primera Resurrección.
El Apóstol nos asegura que el sacrificio de nuestro Señor obtuvo para nosotros la “redención eterna”, alcanzó una liberación eterna fuera de la esclavitud del pecado, y de su castigo — la muerte (Heb. 7:25; 9:12). Es verdad que esta redención es para el mundo entero; definitivamente, nuestro Señor les asegurará a todos los que vendrán en armonía con las exigencias divinas una redención eterna fuera, a la vez, del pecado y de su castigo (la muerte); pero como ya hemos visto,8 esta liberación eterna que, en la próxima Edad, se aplicará al mundo entero trayendo todos los humanos al conocimiento de la verdad y bajo el gobierno del Reino del Dios, actualmente pertenece sólo a los miembros de la familia de la fe, y aun entre éstos, es completamente sólo a los que andan por el sacrificio de sí mismos, en las pisadas del Sumo sacerdote como miembros del “Sacerdocio real”. Su “redención eterna”, fuera del pecado y de la muerte, se les concederá como miembros de la Nueva Creación, coronados de gloria, de honra y de inmortalidad.
(8) “Sombras del Tabernáculo”, página 68.
Examinemos algunos otros textos en los cuales el mismo término griego Apolutrosis (liberación, salvación) se vierte como redención. Nuestro Señor, dirigiendo nuestra atención a la salvación que se nos trae por la Primera Resurrección, dice a los que viven en el fin de la Edad y que disciernen ciertos signos de los tiempos: “Erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca” (Lucas 21:28). El Apóstol, dirigiéndose a la misma clase de Nuevas Criaturas, les exhorta diciendo: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención” (Ef. 4:30). En estos textos también, no es cuestión de la obra de redención cumplida por el sacrificio de nuestro Señor, sino los resultados de esta obra tales como se cumplirán en el perfeccionamiento de la Iglesia, que es su cuerpo, en la Primera Resurrección. En la misma epístola (1:7) el Apóstol declara: “Tenemos redención por su sangre”. Aquí, él habla evidentemente de las bendiciones de las que gozamos actualmente por los méritos [así, plural, en el texto inglés — Trad.] del sacrificio de nuestro Señor que cubre nuestras faltas y produce más allá de toda medida, un peso eterno de gloria, produciendo en nosotros el querer y el hacer según el buen placer de Dios. El pensamiento que quisiéramos destacar es que Cristo es hecho para nosotros liberación actualmente: él nos da la victoria en los combates actuales como nos la dará finalmente de manera completa haciéndonos perfectos a su propia semejanza.
Este pensamiento es desarrollado aun más por el mismo escritor que nos da (Rom. 3:24) la seguridad de que la gracia de Dios nos justificó gratuitamente (y que sigue manteniendo nuestra justificación mientras quedamos en Cristo) “por la redención que es en Cristo Jesús” y que será completa, en lo que nos concierne, cuando seremos hechos semejantes a él, que le veremos tal como es y que compartiremos su gloria en el día de la redención (liberación). En la misma epístola (8:23), el Apóstol habla de nuevo del acabamiento de nuestra redención o liberación y nos dice cómo debemos esperarla hasta el tiempo fijado por Dios. Después de habernos mostrado que “toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora … aguardando la manifestación de los hijos de Dios [la Nueva Creación glorificada]” él añade: “y no sólo ella, sino que también nosotros mismos [llamados y engendrados a la Nueva Creación] que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención [liberación] de nuestro cuerpo” — el cuerpo de Cristo, la Iglesia cuya cabeza es Jesús y nosotros los miembros en perspectiva. Esto será el fin de la obra redentora en lo que nos concierne, porque aunque tengamos parte, en la actualidad, en numerosas bendiciones y ventajas por medio de la redención, no obtendremos nuestra redención completa antes de este tiempo. —Rom. 8:20-23.
Tocante a nuestra condición actual — la parte que ya tenemos en la redención — nuestro Señor declara: “El que cree [en mí] tiene la vida eterna” (Juan 6:47) y el Apóstol: “El que tiene al Hijo tiene la vida” (1 Juan 5:12). No debemos comprender que se trata allí sólo de un asentimiento simple y mental a ciertos hechos asociados con el plan divino de salvación; es en realidad una fe en el sacrificio de reconciliación, y una conducta de acuerdo con su oposición al pecado. En una palabra, es una fe viva que se manifiesta por una obediencia del corazón. También, no debemos comprender por estos textos que los creyentes tienen la vida eterna en el sentido completo del término, tal como la tendrán eventualmente en la Primera Resurrección. Debemos comprender más bien que los creyentes consagrados son engendrados a una novedad de vida, que tienen la nueva vida comenzada en ellos en el sentido de que su voluntad es aceptada por Dios como el comienzo de la Nueva Criatura que serán en la Primera Resurrección.
Nosotros debemos comprender que estas declaraciones están en pleno acuerdo con aquella del Apóstol, a saber, que “somos salvos en esperanza” — por la fe — considerados como salvos y no completamente salvos. Es por eso que debemos esperar con paciencia la terminación de la buena obra que Dios comenzó en nosotros, es decir, esperar “la gracia [salvación] [que] se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado”, “cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos” —2 Tes. 1:10; 1 Ped. 1:13.
La redención (liberación) que está en Jesucristo — aquella de la cual gozamos ahora, tanto como aquella que pronto se completará en nosotros — se identifica por todas partes en las Escrituras con el sacrificio que hizo nuestro Señor a nuestro favor. Si es verdad que su muerte constituyó el precio de nuestro castigo, su resurrección era esencial, porque un Salvador muerto no podría ayudar a los rescatados de reencontrar lo que se perdió. Tenemos la seguridad que las propias experiencias de nuestro Salvador, en relación con el sacrificio, lo cualifican aun más para la obra grandiosa que será la liberación de la creación gimiente rescatada por su sangre. El Apóstol declara: “Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados”, es decir, capaz de liberarlos de las tentaciones que, de otro modo, podrían dominarlas. “No os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar”. Él puede permitir que tropecemos, pero siempre y cuando confiemos en él, no permitirá que seamos totalmente rechazados que caigamos en la Segunda Muerte. —Heb. 2:18; 1 Cor. 10:13.
Permitirnos tropezar puede ser uno de los medios de enseñarnos a veces unas lecciones preciosas concernientes a nuestras propias debilidades y a la necesidad para nosotros de contar con él como nuestro Pastor tanto como nuestro Redentor, de sentir nuestras propias debilidades, con el fin de que así podamos hacernos fuertes en el Señor y en el poder de su fuerza. Él se mantiene delante de nosotros como nuestro Sumo sacerdote, que puede compadecerse con nuestras dolencias y posee el poder completo para socorrernos en la hora de la tentación. Se menciona de modo preciso cómo “se muestre paciente con los ignorantes y extraviados”, y cómo puede “salvar perpetuamente” (Heb. 7:25) los que se acercan al Padre por su mediación y que siguen quedando en él con una fe viva, lo que implica la obediencia en la medida de su capacidad. Así debemos regocijarnos en nuestro Redentor como un Libertador actual, como será pronto el Libertador de los que están en la tumba por una resurrección — el Consumador de nuestra fe. —Heb. 2:17, 18; 4:15, 16; 5:2; 7:25, 26.