DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“El Llamamiento de la Nueva Creación”
Parte II

CÓMO DIOS LLAMA

“Pero por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” — 1 Cor. 1:30.

CRISTO, NUESTRA SABIDURÍA

La sabiduría se da aquí como la primera, y en este sentido como la más importante entre las etapas de la salvación. El testimonio del Sabio está de acuerdo con esto cuando dice: “Lo principal es la sabiduría; adquiere sabiduría, y con todo lo que obtengas adquiere inteligencia” (Prov. 4:7, La Biblia de las Américas). Por muy bien dispuestos que podamos ser, si débiles o si fuertes, la sabiduría permanece esencial cada vez que se trata de tomar la línea de conducta decente. Es una cosa generalmente reconocida entre los hombres, y toda la gente, por poco inteligentes que sean, procuran crecer en conocimiento y en sabiduría; aun los que se meten en caminos más insensatos alcanzan allí en general sendas que, por el momento, no les parecen irrazonables. Fue el caso con Eva, nuestra madre: Ella anhelaba el conocimiento, la sabiduría, y el mismo hecho que el árbol prohibido parecía ser el medio de adquirir esta sabiduría constituyó, para ella, la tentación de desobedecer a su Creador. ¡Cuán necesario es tener un consejero sabio para guiarnos en los caminos llenos del encanto de la sabiduría y por sus sendas de paz!

¡Y si madre Eva, hasta en su perfección, necesitaba a un guía sabio, cuánto más tenemos nosotros necesidad de tal guía, sus hijos caídos e imperfectos! Llamándonos formar parte de la Nueva Creación, nuestro padre Celestial previó todas nuestras necesidades: que nuestra propia sabiduría no bastaría para nosotros, y que la sabiduría del Adversario y sus discípulos engañados se ejercitaría a nuestro perjuicio dejando ver tinieblas lo que es luz y viceversa; es por eso que encontramos en nuestro texto que Cristo debe ser nuestra sabiduría. Aun antes de venir a Dios, aun antes de recibir el mérito de la propiciación, o, por él, de alcanzar la posición de hijos, necesitamos ayuda, guía, sabiduría, de tener los ojos de nuestra comprensión abiertos, con el fin de que podamos discernir lo que Dios ha suministrado por su Hijo.

Entonces, con el fin de tener una oreja atenta a la sabiduría que viene de arriba, un corazón ferviente es necesario. Nosotros debemos poseer una medida de humildad, de otro modo seríamos llevados a considerarnos más que somos, a no reconocer nuestras propias debilidades, manchas e indignidades desde el punto de vista divino. Debemos también poseer cierta cantidad de honradez, o de franqueza, para admitir, reconocer los defectos, que el espíritu humilde discierne. Desde este punto de vista, los que anhelan la justicia y la armonía con Dios, son invitados por los medios providenciales del Señor a considerar a Jesús como el Salvador. Cualquiera que sea la manera imperfecta en la que algunos pueden en primer lugar comprender la filosofía de la reconciliación cumplida a favor de nosotros, deben por lo menos captar el hecho de que eran “por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás”, pecadores; que el sacrificio de Cristo fue un sacrificio justo y que Dios lo proporcionó y lo aceptó a nuestro favor, con el fin de que por sus heridas, podamos ser curados y que por su obediencia, podamos ser aceptados por el Padre, nuestros pecados siendo considerados como puestos sobre él y siendo llevados por él, y su justicia y su mérito considerados como aplicables a nosotros, un manto de justicia. Debemos comprender esto, saber que Cristo debe hacerse así para nosotros sabiduría, antes de que podamos actuar en todo conocimiento para ser luego, después de haber aceptado de todo corazón su mérito, justificados delante del Padre, aceptados, santificados, entonces más tarde, liberados y glorificados. Sin embargo, Cristo no deja de ser nuestra sabiduría cuando se toma el paso siguiente, y se hace nuestra justificación. No: todavía necesitamos a él como nuestra Sabiduría, nuestro Consejero sabio. Bajo su dirección, necesitamos comprender la sabiduría de hacer una plena consagración y una sabiduría de perseguir esta consagración en una vida de santificación, haciendo la voluntad del Padre. A cada paso que hacemos, la sabiduría es la cosa principal. A través de toda la vida de consagración o de santificación, en todas las etapas del viaje hacia la Ciudad celeste, necesitamos la sabiduría que viene de arriba, la cual, como el apóstol lo expresa: “es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía” (Santiago 3:17). La sabiduría terrestre actúa según el egoísmo, la obstinación, la vanidad, el farisaísmo, la suficiencia, y como lo señala el Apóstol, estas cosas llevan a la envidia amarga y a la disputa, porque esta sabiduría, en lugar de ser de arriba, es “terrenal, animal, diabólica”. La sabiduría celeste, al contrario, está de acuerdo con el carácter divino de amor que “no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad”.

Esta sabiduría actúa también según cierto orden, porque si sea verdad que obra en todas las condiciones que menciona más arriba el apóstol Santiago, sin embargo estas condiciones no revisten una importancia igual. Mientras que el espíritu de la sabiduría de arriba es apacible, en el sentido que desee la paz y se esfuerce para favorecerla, sin embargo, no coloca la paz en primer lugar sino la pureza — “primeramente pura, después pacífica”. Es la sabiduría terrestre que sugiere la “paz cueste lo que cueste” y recomienda a la conciencia quedarse tranquila para favorecer una paz egoísta. La sabiduría que es pura, simple, sincera, honorable, está abierta: le gusta la luz; ella no pertenece ni a las tinieblas, ni al pecado, no favorece nada que necesite estar escondido: ella reconoce las obras escondidas como generalmente unas obras de las tinieblas, las cosas secretas como ordinariamente unas malas cosas. Ella es apacible para que esto pueda concordar con la honradez y la pureza; ella desea la paz, la armonía, la unidad. Sin embargo, ya que la paz no viene en primer lugar, la sabiduría puede estar moralmente en paz y plenamente en armonía sólo con las cosas que son puras y buenas.

Esta sabiduría celeste es dulce, no es dura ni grosera ni en sus planes o en sus métodos. Su moderación, sin embargo, viene después de la pureza y su carácter apacible. Los que la poseen no son moderados principalmente, y luego puros y apacibles, sino primero, o principalmente, son puros, santificados por la verdad. Desean la paz, y están dispuestos a favorecerla; es por eso que son moderados y conciliadores. No obstante, pueden ser conciliadores sólo en armonía con la paz y la moderación: No son fácilmente conciliadores si se trata de animar alguna mala obra, porque el espíritu de la sabiduría celeste prohíbe tal comportamiento.

La sabiduría celeste está llena de misericordia y de los buenos frutos: ella se regocija en la misericordia, en la cual ve un elemento esencial del carácter divino que trata de imitar. Es cierto que el corazón iluminado de esta sabiduría de arriba desarrolle la misericordia y todos los buenos frutos del Espíritu Santo del Señor que se desarrollaron allí y maduraron allí; pero considerando con simpatía a los pecadores ignorantes e involuntarios, y procurando socorrerles, la misericordia no puede simpatizar ni asociarse con pecadores voluntarios, porque el espíritu de sabiduría no es misericordia principalmente sino pureza. La misericordia de esta sabiduría puede intervenir plenamente sólo en provecho de los pecadores ignorantes o involuntarios.

Esta sabiduría celeste es, declaramos, “sin parcialidad”. La parcialidad implicaría la injusticia; ahora bien, la pureza, la paz, la moderación, la misericordia y los buenos frutos del Espíritu de sabiduría de arriba nos conducen a no hacer más acepción de personas a menos que el carácter no demuestre su valor real. Los rasgos exteriores del hombre natural, el color de la piel, etc., no entran en cuenta para el Espíritu del Señor, para el Espíritu de sabiduría que viene de arriba, porque es imparcial y desea lo que es puro, apacible, moderado, verídico, dondequiera que esté y en cualesquiera circunstancias.

Esta sabiduría de arriba es, además, “sin hipocresía”. Es tan pura, tan apacible, tan moderada, tan llena de misericordia hacia todos, que dondequiera que reine, no hay ninguna necesidad de recurrir a la hipocresía. En cambio, ella no puede estar ni en armonía, ni en simpatía, ni en comunión con todo lo que es pecado, porque está en comunión, en simpatía con todo lo que es puro o lo que contribuye a la pureza, a la paz y a la moderación; también en tales condiciones, no puede intervenir la hipocresía.

En cuanto a todas estas cosas, Dios nos dio la sabiduría celeste por su Hijo, no sólo en el mensaje de su obra redentora, sino que también por el hecho que manifestó las gracias del Espíritu y la obediencia al Padre enseñándonos así a la vez por la palabra y por el ejemplo. Además, esta sabiduría de arriba nos viene por los apóstoles, como los representantes de Cristo, por sus escritos — así como por todos los que recibieron este Espíritu de sabiduría de arriba y que procuran hacer relucir su luz cada día para glorificar a su Padre que está en los cielos.

CRISTO, NUESTRA JUSTIFICACIÓN

Hasta cierto punto ya hemos discutido la reconciliación entre Dios y el hombre, por la cual nuestro Señor Jesús, fue hecho Justificación1 para todos los que le aceptan. Deseamos, aquí, examinar más particularmente el significado de este término ordinario, justificación, que parece ser comprendida sólo de una manera imperfecta por la mayoría de los hijos de Dios. El principal pensamiento contenido en el término “justificación” es la (1) de la justicia, o de una regla de derecho; (2) que algo está en desacuerdo con esta regla — no responde a sus exigencias; (3) que se trae la persona o la cosa deficiente en conformidad con esta regla justa y conveniente. Podríamos ilustrar esto por una balanza: en una de las bandejas, un peso representaría la Justicia y en la otra bandeja, cualquier objeto que representaría la obediencia humana debería hacer equilibrio a la Justicia. Entre todos los humanos, hay más o menos deficiencia, y esta deficiencia exige una compensación que se obtiene añadiendo algo para asegurar su justificación, su equilibrio. Si aplicamos esta ilustración de manera más particular, vemos que Adán estuvo al principio, creado perfecto, en armonía con Dios obedeciéndole. Tal era su condición recta, conveniente y justa, en la cual habría debido perseverar. Entonces, por el pecado, cayó bajo el golpe de la sentencia divina y fue rechazado al instante, como que no respondía más a la exigencia de la medida divina. Desde entonces, su posteridad, “dada a luz en la iniquidad y concebida en el pecado” (Sal. 51:5 — Darby) vino a la vida en un plano aun más bajo que el de su padre Adán — más alejado aun del modelo requerido por la Justicia divina. Habiendo admitido esto, es inútil para cualquiera de los descendientes de Adán de pedir al Creador una nueva pesada, una nueva prueba, para darse cuenta si está en condiciones de alcanzar el nivel de la justicia infinita. Nosotros concedemos que tal prueba sería absolutamente inútil, que si el hombre perfecto perdió su posición por su desobediencia, con cuánto mayor razón nosotros que somos imperfectos, decaídos, no podríamos abrigar ninguna esperanza de satisfacer las exigencias de la Justicia, o de añadir lo que falta en nosotros, para justificarnos, delante de Dios. “Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” en la cual nuestra raza fue creado al principio, de manera representativa, en el padre Adán.

(1) Vol. V, Cap. XV (en inglés).

Por lo tanto, si discernimos que como raza, todos somos injustos, todos inicuos, todos imperfectos; si también vemos que nadie puede, por cualquier obra, satisfacer las exigencias de la Justicia, comprendemos ciertamente que “un hombre no podrá de ninguna manera rescatar a su hermano ni darle a Dios su rescate” (Sal. 49:7 — Darby). Nadie puede colmar la deficiencia de otro, porque él no sólo no tiene ninguna demasía de mérito o de peso, o de virtud para aplicar por otro, sino que tampoco tiene lo suficiente para sí mismo pues “todos pecaron, y están destituidos”. Preguntamos por lo tanto: ¿Puede Dios aceptar a los injustos, a los caídos y ocuparse de ellos después de haberles condenado ya como no mereciendo su favor y haber declarado que morirán porque son indignos de vivir? Él nos muestra que tiene un medio de hacerlo — un medio por el cual le es posible permanecer justo al justificar el que cree en Jesús. Él muestra que estableció a Cristo como el Mediador del Nuevo Pacto, y que Cristo rescató al mundo por su sangre preciosa (por su sacrificio) y que, al debido tiempo, durante la Edad milenaria, Cristo tomará su gran poder, reinará como el Rey de la tierra y bendecirá a todas las familias por el conocimiento de la verdad y por la ocasión favorable de una restauración en la imagen de Dios representada en la persona del padre Adán, y fortificada por las experiencias de la caída y de la restauración. Esta obra que consistirá en devolver la humanidad a la perfección será la obra de justificación — de justificación real [o efectiva — Trad.]2 distinta de la justificación considerada como tal o “justificación por la fe” imputada a la Iglesia en el transcurso de la Edad Evangélica. La justificación real comenzará al mismo tiempo que el reino milenario de nuestro Señor, y progrese paso a paso hasta que “todo hombre” haya gozado de la ocasión más perfecta (con experiencias suplementarias muy útiles) para recobrar todo lo que fue perdido por el padre Adán. ¡Agradezcamos a Dios por este período de justificación efectiva — donde todo será hecho auténticamente conforme a la regla — dónde los hombres de buena voluntad y obedientes serán efectivamente devueltos de la imperfección a la perfección, tanto física como mental y moral!

(2) Haciendo efectivamente perfecto — Distinta de nuestra justificación, una “justificación por la fe” — Editor.

Pero, por el momento, examinamos especialmente la Nueva Creación y las disposiciones tomadas por Dios para la justificación de esta pequeña clase de la humanidad que él llamó a la naturaleza divina, a la gloria y a la inmortalidad. Igualmente como el mundo, los miembros de esta Nueva Creación necesitan ser justificados, porque por naturaleza son “hijos de ira como los demás”. En efecto, lo mismo que Dios no pudiera tener una relación con el mundo mientras esté bajo la sentencia de muerte como pecador, no pudiera tampoco, en esta base, tratar con los que llama a formar la Nueva Creación. Si hace falta que el mundo sea justificado (traído a la perfección) antes de que Dios pueda de nuevo estar de acuerdo con él, ¿cómo pudiera estar en comunión con la Iglesia o llamarla a ser coheredera de su Hijo, sin que primero fuera justificada? Por lo tanto, debemos convenir que la justificación es una condición previa necesaria antes de nuestro llamado a la Nueva Creación,3 ¿pero cómo puede ser efectuada para nosotras la justificación? ¿Es necesario que seamos restablecidos a la perfección absoluta y efectiva — físicamente, mentalmente y moralmente? Respondemos: no; Dios no proporcionó tal justificación real para nosotros, sino una justificación de otro género que las Escrituras llaman “justificación por la fe”, la cual no es una justificación efectiva sino una justificación considerada como tal4 (a “reckoned” one). Dios supone que los que, durante este período en que continúan reinando el pecado y la muerte, oirán el mensaje de su gracia y de su misericordia por Cristo, y vendrán en acuerdo con la sabiduría de arriba que confesarán su mala condición y, creyendo en el mensaje de la misericordia y de la gracia del Señor en Cristo, que se arrepentirán del pecado y repararán sus culpas dentro de lo posible, ésos, en lugar de volver a la perfección real y humana, serán considerados por Dios como teniendo sus imperfecciones cubiertas por el mérito de Cristo. En sus relaciones con ellos, los considerará como justos o rectos, justificándolos por la fe.

(3) Antes de que nosotros nos hagamos Nuevas Criaturas — Editor.

(4) Sino, no obstante, vital — Editor.

Esta justificación considerada como tal, o justificación por la fe, es válida siempre y cuando la fe persista y sea sostenida por esfuerzos de hacer la voluntad del Señor. (Si la fe y la obediencia cesan, la justificación deja de ser imputada en seguida). En cambio, ella no cesa si se toma el paso siguiente (de la santificación). Ella nos acompaña, como Nuevas Criaturas, y nos cubre, no sólo de la condena adámica sino de todas las debilidades y las imperfecciones de palabras, de pensamientos, de acciones, imputables a la carne, debido a la herencia, (y no voluntarias). Ella continúa así cubriendo a los hijos del Señor como Nuevas Criaturas aun hasta el fin de su viaje, a través de todos los exámenes y todas las pruebas que son necesarias para ellos como candidatos y miembros aspirantes de la Nueva Creación. En conformidad con este pensamiento el Apóstol declara: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1), aunque el tesoro de la nueva naturaleza esté en un vaso de barro, constantemente empañado por faltas involuntarias la menor de las cuales bastaría hacernos indignos de la recompensa de la vida eterna en cualquier plano, si este vaso no fuera cubierto por los méritos [plural en el texto — Trad.] de nuestro vestido de boda, el manto de justicia de Cristo, nuestra justificación imputada, la justificación por la fe. Necesitaremos bien esta justificación, y continuará siendo nuestro manto, mientras quedemos en Cristo, estando todavía en la carne, pero cesará completamente cuando nuestra prueba se haya acabado a causa de nuestra admisibilidad como vencedores, y que se nos concederá tener parte en la Primera Resurrección. Así como lo explica el Apóstol: es sembrado en corrupción, en deshonra, en debilidad, pero resucitará en incorrupción, en poder, en gloria, en plena semejanza con nuestro Señor, el Espíritu vivificante, que es la imagen exacta de la persona del Padre. Cuando esta perfección haya sido alcanzada, no habrá más necesidad de una justicia imputada, porque entonces seremos realmente justos, realmente perfectos. El hecho de que la perfección de la Nueva Creación estará en un plano superior al aquello del mundo no tiene ninguna importancia en cuanto a la justificación; es decir, respecto a la justificación, esto no entra en cuenta. Los que reciban la gracia de Dios bajo la forma de una restauración a la perfección en la naturaleza humana serán también justos o perfectos cuando se acabe esta obra, pero justos o perfectos en un plano inferior al plano espiritual. Los que ahora son llamados a la naturaleza divina y que son justificados por la fe antes de tiempo, para hacer posibles su llamado y su prueba como hijos de Dios, no serán realmente justificados o hechos perfectos hasta la Primera Resurrección, cuando hayan alcanzado esta plenitud de vida y de perfección donde no subsistirá más el menor rastro de la imperfección actual: su perfección actual sólo se considera como tal o es imputada.

LA CAUSA O LA RAZÓN DE NUESTRA JUSTIFICACIÓN

La confusión respecto a este tema en muchas mentes fue causada por haber descuidado de comparar las declaraciones de la Palabra de Dios. Algunos, por ejemplo, observando la expresión del Apóstol que “somos justificados por la fe” (Rom. 5:1; 3:28; Gál. 3:24), sostienen que la fe tiene un valor tan grande delante de Dios que ella cubre nuestras imperfecciones. Otros, dándose cuenta de la declaración del Apóstol que nosotros “somos justificados por la gracia de Dios” (Rom. 3:24; Tito 3:7), creen que Dios justifica quien quiere, de manera arbitraria, sin preocuparse de sus cualidades, mérito, fe u obras. Aún otros observan la declaración bíblica que “somos justificados por su sangre” (Rom. 5:9; Heb. 9:14; 1 Juan 1:7) para deducir de eso que la muerte de Cristo justificó a todos los hombres sin consideración a su fe y a su obediencia. Otros todavía se apoyan en la declaración bíblica que Cristo “fue resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4:25) para pretender que la justificación viene a nosotros por la resurrección de Cristo. Otros finalmente, tomando el texto que dice que “el hombre es justificado por las obras” (Santiago 2:24), pretenden que después de todo, nuestras obras deciden el favor o la desaprobación de Dios hacia nosotros.

El hecho es que estas expresiones son totalmente verdaderas y simplemente representan aspectos diferentes de la misma gran cuestión, lo mismo que podemos observar un gran edificio de frente, por detrás, de lado o de diversos ángulos. Al expresarse como lo hicieron, los apóstoles en diferentes momentos trataban puntos de vista distintos del tema. Nos incumbe reunirlos todos, y discernir de esta combinación toda la verdad sobre el tema de la justificación.

En primer lugar, somos justificados por la gracia de Dios. El Creador no fue obligado a hacer, de ningún modo, lo que sea para librarnos del castigo justo que hizo caer sobre nosotros. Fue un efecto de su propio favor o gracia que, previendo la misma caída antes de nuestra creación, tuvo compasión de nosotros y suministró, en su plan, para nuestra redención, al Cordero inmolado desde antes de la fundación del mundo. Resolvemos esta pregunta de nuestra reconciliación con el Padre, sabiendo que es toda gracia de su parte, cualquiera que sea el medio que le complació emplear para realizarla.

En segundo lugar, somos justificados por la sangre de Cristo, por su obra redentora, por su muerte; es decir, la gracia del Creador se manifestó hacia nosotros tomando esta disposición por nosotros: “Jesucristo, por la gracia de Dios, probó la muerte por todos” y pagó así el castigo por Adán. Ya que el mundo entero es condenado en Adán, el efecto definitivo será la anulación del pecado del mundo entero. Estemos seguros de este punto como del primero, sabiendo que la gracia de Dios obra sólo por este único canal, de modo que “el que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” pero queda bajo la sentencia de muerte. —1 Juan 5:12.

En tercer lugar, también es verdad que Cristo Jesús fue resucitado de entre los muertos para nuestra justificación. Él entraba en el plan divino, no sólo que el Mesías sería el redentor del pueblo, sino también bendeciría o restauraría a todos los que desearían volver en armonía con el Padre. Si, por lo tanto, la muerte de Jesús fuera de primera importancia como base de nuestra reconciliación, nunca habría podido ser el instrumento para bendecirnos y para restaurarnos si se hubiera quedado en la muerte. Es por eso que el Padre que había proporcionado el precio de nuestra redención por la muerte de Jesús, suministró también por su resurrección de entre los muertos para que éste pudiera ser, al debido tiempo, el agente para la justificación del hombre, para la restauración de la humanidad a una condición recta y justa, en armonía con Dios.

En cuarto lugar, nosotros (la Iglesia) somos justificados por la fe en el sentido de que la disposición tomada por el Señor no es una justificación real [o efectiva — Trad.] o la restauración real de ninguna persona, durante esta Edad, sino simplemente una restauración considerada como tal o por la fe; esto, desde luego, puede aplicarse sólo a los que ejerzan la fe. Ni nuestra fe, ni nuestra incredulidad no tienen influencia sobre los arreglos divinos que Dios ha tomado, que ya ha realizado y que cumplirá al debido tiempo, sino nuestra participación en los favores que son ofrecidos a nosotros antes del mundo depende de nuestra fe. Durante la Edad milenaria, la longitud y la anchura del divino plan de salvación serán manifestadas a todos — el Reino de Dios será establecido en el mundo, y aquél que rescató la humanidad y recibió el poder de bendecir, al hacer conocer la verdad a todos, justificará realmente, o restaurará a la perfección a todos los que lo deseen y acepten el favor divino en las condiciones fijadas por Dios.

En verdad podemos decir que, aun entonces, la fe será esencial para el progreso de la marcha hacia la justificación real, porque “sin fe es imposible agradar a Dios”, y también porque las bendiciones y las recompensas de la restauración serán concedidas en condiciones que exigirán la fe. Sin embargo, la fe que habrá que manifestar entonces para hacer progreso en la restauración diferirá mucho de aquella que ahora se requiere de los “que son llamados a ser santos”, “coherederos de Jesús”, “Nuevas Criaturas”. Cuando el Reino de Dios esté completamente instalado, cuando Satanás esté atado y cuando el conocimiento del Señor haya llenado la tierra, todos se darán cuenta del cumplimiento de estas promesas divinas, y, así, la vista o el conocimiento comprenderá realmente muchas cosas que ahora pueden ser discernidas sólo por el ojo de la fe. Sin embargo, la fe será necesaria con el fin de que ellos puedan proseguir hasta la perfección. Así es que la justificación real, que se podrá obtener hacia el fin del Milenio, sólo será alcanzada por los que hayan perseverado en la fe y en las obras. Aunque de esta época está escrito: “Y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus OBRAS” (Apoc. 20:12 en parte), en contraste con el juicio actual de la Iglesia “según su FE”, sin embargo sus obras no irán sin fe, no más que nuestra fe debe estar sin obras en la medida de nuestra capacidad.

La declaración del Apóstol según la cual Dios justificará a los gentiles por la fe (Gál. 3:8), quiere decir (según el contexto) que la reconciliación, por medio de la restauración, no resultará del Pacto de la Ley, sino de la gracia bajo las condiciones del Nuevo Pacto en el cual todos los que quieran beneficiarse deben creer, obedecer y someterse. La diferencia que existe entre la justificación actual y la futura justificación, es que los creyentes5 del tiempo presente son asegurados instantáneamente por el ejercicio de la verdadera fe, de la comunión con el Padre, gracias a la justificación considerada como tal [o tentativa — Trad.], por la fe; mientras que bajo las condiciones más favorables de la próxima Edad, el ejercicio de una fe obediente no aportará en absoluto una justificación de prueba sino una justificación real y una comunión con Dios solamente al final del Milenio. Durante este intervalo, el mundo estará en las manos del gran Mediador, cuya tarea consistirá en representar delante de los hombres la voluntad divina, en ocuparse de ellos, en corregir, en restaurar a los que obedezcan, hasta el momento en que les haya justificado realmente. Entonces, él los presentará, sin defectos, al Padre, en el momento de entregar su Reino a Dios, al Padre mismo. —1 Cor. 15:24.

(5) “Los consagrados” — Editor.


(La tercera parte del tercer capítulo del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de mayo-junio de 2012)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba