DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“El Llamamiento de la Nueva Creación”
Parte I

Sólo los “llamados” son elegibles — Cuando comenzó este llamamiento de la “Gran salvación” — Un llamamiento al arrepentimiento no es un llamamiento a la naturaleza divina — El llamamiento judaico — El llamamiento del Evangelio — Por qué no hay muchos “grandes”, “sabios”, o “poderosos” que son llamados — La exaltación, la recompensa por la humildad verdadera — El carácter es una condición del llamamiento — Durante el Milenio el mundo no será llamado, sino recibirá órdenes — El tiempo del llamamiento del Evangelio es limitado — La Nueva Creación llamada o atraída por el Padre — Cristo nuestra sabiduría — Cristo nuestra justificación — Diferencia entre la justificación real y la justificación considerada como tal — ¿Necesita la justificación la “Nueva Creación”? — La base de la justificación — La justificación de los beneméritos de la antigüedad difiere de la nuestra — La justificación durante la Edad milenaria — Cristo, hecho santificación para nosotros — La santificación durante la Edad milenaria — Dos consagraciones distintas en los tipos levíticos — Ninguno de los dos tenía herencia en la tierra — La gran multitud [o la gran muchedumbre Darby] — Dos partes en la santificación — La parte del hombre — La parte de Dios — Las experiencias varían con los temperamentos — La santificación no es perfección ni emoción — “El que cura todas tus dolencias” — Necesidad del trono de la gracia — Cómo la santificación debe seguir la justificación — La consagración desde la clausura del “supremo llamamiento” — La salvación o la liberación de la Iglesia

La ocasión favorable de devenir miembros de la Nueva Creación y de tener parte en sus posibilidades, en sus privilegios, en sus bendiciones y en sus glorias, no fue ofrecida a la humanidad en general, sino simplemente a la clase “llamada”. Esto se expone de una manera muy distinta en las Escrituras. Israel según la carne fue llamado por el Señor para ser su pueblo particular, separado de otros pueblos o naciones de la tierra, según lo que está escrito: “A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra” (Amós 3:2). No obstante, el llamamiento de Israel no fue el “supremo llamamiento” o el “llamamiento celestial”; es por eso que no encontramos ninguna alusión a las cosas celestiales en ninguna de las promesas reservadas para este pueblo. Fue llamado para ocupar una posición preparatoria que, finalmente, permitió un resto de esta nación recibir y sacar provecho del supremo llamamiento a la “gran salvación”, “la cual, habiendo sido anunciada primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron” (Heb. 2:3). No está por lo tanto en el Antiguo Testamento sino en el Nuevo que hay que buscar los términos del supremo llamamiento o del llamamiento celestial. Sin embargo, a medida que los ojos de nuestro entendimiento se abren para discernir las “cosas profundas de Dios”, nos es posible discernir en sus tratos y en sus medios providenciales que hizo para Israel, ciertas lecciones típicas útiles para la simiente (o descendencia) espiritual, que ella fue objeto de un llamamiento celestial. Y, como nos hace ver el Apóstol, Israel según la carne y sus leyes y el comportamiento de Dios para con ella, eran también sombras o tipos de las mejores cosas reservadas para los que son llamados a hacerse miembros de la Nueva Creación.

Ya que, en toda cosa, Cristo debería tener la preeminencia en el plan divino, y que así era necesario que fuera el primero, el jefe, el Sumo sacerdote que se haría el líder de esta Nueva Creación de hijos de Dios, el Príncipe de su salvación y su ejemplo, el que serviría de modelo para ellos y de quien podrían seguir sus pisadas, vemos en eso una razón completamente satisfactoria de que los beneméritos de la antigüedad no podían tener ni parte ni lugar en esta Nueva Creación. Las palabras de nuestro Señor respecto a Juan el Bautista lo atestiguan: “De cierto os digo: Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él” (Mat. 11:11). Y mientras que exalta la fe y la nobleza de carácter de estos hermanos de la dispensación pasada, el Apóstol también declara: “Dios había provisto algo mejor para nosotros, a fin de que ellos no fueran hechos perfectos sin nosotros” —Heb. 11:40, La Biblia de las Américas.

Además, debemos recordar que nadie puede ser llamado mientras queda bajo el efecto de la condena del pecado de Adán. Para ser objeto de este “supremo llamamiento”, es necesario obtener primero la justificación en cuanto a la sentencia adámica. Entonces, esta justificación no podía ser concedida tampoco a Israel según la carne por la sangre de los toros y de los machos cabríos, porque éstos nunca pueden borrar el pecado y eran simplemente tipos de los sacrificios más excelentes que satisfacen efectivamente las exigencias de la Justicia contra nuestra raza. No era posible por lo tanto que el llamamiento pudiera comenzar antes de que nuestro Señor Jesús hubiera pagado1 el precio de la redención “nos rescató por su sangre preciosa”. Aun los Apóstoles fueron llamados y aceptados en la Nueva Creación sólo de manera condicional [o tentativa — Trad.] hasta que el Redentor hubiera pagado* el precio, hubiera ascendido al cielo y presentado este precio en su favor. Entonces, y solamente entonces, el Padre, en el Día del Pentecostés, reconoció directamente a estos creyentes y les engendró de su Espíritu Santo para ser “Nuevas Criaturas”. Es verdad que nuestro Señor les dijo a los Fariseos en el transcurso de su ministerio: “No vine para llamar justos sino a pecadores al arrepentimiento” (Mat. 9:13.). Sin embargo, debemos reconocer que hay una gran diferencia en llamar a los hombres al arrepentimiento y llamarlos al supremo llamamiento de la naturaleza divina y de la herencia con Cristo. A este supremo llamamiento, ningún pecador está convidado; es por eso que es necesario que todos nosotros — que somos “por naturaleza hijos de ira” — seamos justificados primero gratuitamente de toda cosa por la sangre preciosa de Cristo.

(1) “Dado” —Edit.

Y esto concuerda plenamente con la introducción de la epístola a los Romanos (1:7) dirigida “a todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos” — llamados a ser personas santas, participantes de la naturaleza divina, etc. La introducción de la epístola a los Corintios empieza así: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos [nota de Darby: santos por llamamiento (divino)] con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor. 1:2). Un poco más lejos (versículo 9.) la exclusividad de este llamamiento se acentúa de nuevo por el nombramiento del autor de nuestro llamamiento: “Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor”. Esto implica una asociación, una unidad, y, por consiguiente, el pensamiento es que el llamamiento tiene como objetivo encontrar entre los hombres algunos que estén unidos con el Redentor — se hagan “uno” con él — como Nuevas Criaturas, compartiendo con él la gloria, la honra y la inmortalidad que se le otorgan en recompensa por su fidelidad.

Aquí, nosotros nos acordamos de las palabras del Apóstol al efecto que seremos coherederos de Cristo bajo ciertas condiciones solamente, sabiendo que: “si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Rom. 8:17). En el mismo capítulo de la primera epístola a los Corintios (versículo 24) el Apóstol demuestra que el llamamiento de que habla no es en ningún sentido el mismo que antes había sido reservado para los Judíos. Él hasta precisa que no todos son llamados. Él dice: “Mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios” — mientras que para los judíos no llamados era tropezadero y para los griegos no llamados, una locura. En su carta a los Hebreos (9:14, 15) el Apóstol establece que el llamamiento de esta Edad Evangélica no podía ser promulgada antes de que nuestro Señor se hubiera hecho, por su muerte, el “fiador” del Nuevo Pacto. Él explica: “Por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto [el Pacto de la Ley], los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” —Hebreos 7:22.

HAY MUY POCOS SABIOS, PODEROSOS O NOBLES QUE SON LLAMADOS

Podríamos suponer muy naturalmente que este llamamiento especial, si es cierto que sea restringido, sería reservado para los más distinguidos de la raza caída — para los más nobles, para los más virtuosos, para los más talentosos. Entonces, el Apóstol contradice este pensamiento diciendo: “Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Cor. 1:26-29). La explicación por este estado de cosas, el Apóstol la encuentra en la intención divina de procurar que ningún hombre pueda jactarse de haber merecido, de modo cualquiera, las grandes bendiciones de las cuales él es objeto. Todo este asunto está destinado a la vez a los ángeles y al hombre para ilustrar el poder de Dios, que es capaz de transformar los caracteres más bajos y despreciados en caracteres nobles y puros, no por violencia, sino por el poder transformador de la verdad que crea entre los llamados, y gracias a las promesas y a las esperanzas que se les dirigen, queriéndolo y haciéndolo según su buen placer. Este arreglo divino favorecerá no sólo la gloria del Padre sino que además la humildad y el bien eterno de los que él bendecirá. En repetidas ocasiones, a través del Nuevo Testamento, encontramos diversas declaraciones afirmando que este llamamiento y la salvación que contiene no son el resultado ni del hombre, ni de su poder, sino que son debidos únicamente a la gracia de Dios; también no es difícil comprender por qué, en general, el llamamiento es menos atractivo para los nobles que lo es para los que son poco instruidos.

El orgullo es un elemento importante en la naturaleza caída, y hay que tratar con él constantemente. Los que son menos caídos que la mayoría de sus compañeros, que son más nobles por naturaleza que la mitad de sus semejantes, son propensos a darse cuenta de esta condición y sentir cierta superioridad y enorgullecerse de eso. Éstos, aun si busquen al Señor y aspiren a su bendición y a su favor, serían llevados a esperar a ser recibidos por el Señor en otras bases que sus compañeros más caídos, menos nobles. Sin embargo, Dios exige la perfección, y declara que todo lo que no es perfecto está condenado, y todo ser condenado se dirige hacia el mismo Redentor y hacia el mismo sacrificio por los pecados, que haya sufrido mucho o menos de la caída en comparación. Él está bien seguro que tales condiciones de aceptación se hacen más para atraer a los pequeños y a los más caídos de la familia humana más bien que a los más nobles. Los primeros sienten más su necesidad de un Salvador, porque ellos sienten más el peso de sus propias imperfecciones; mientras que los otros, menos degradados, satisfechos de sí mismos hasta cierta medida, no están tan dispuestos a inclinarse delante de la cruz de Cristo, aceptar la justificación como el don gratuito y acercarse, en esta base, y en esta base únicamente, al trono de la gracia celestial para obtener la misericordia y encontrar socorro. Ellos son más propensos a apoyarse en su propio entendimiento y tener este sentimiento de aprobación interior que les impedirá entrar por la puerta estrecha y el camino angosto.

Evidentemente, Dios favorece la humildad de los que invita a hacerse miembros de esta Nueva Creación. ¿No dijo el Apóstol: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo”? (1 Ped. 5:6) Pablo muestra el modelo — Jesucristo — cómo se humilló, no buscando la fama, aceptando una naturaleza que era inferior y sufrió la muerte, hasta la muerte de la cruz, etc.; debido a esta obediencia y a esta humildad, Dios lo enalteció soberanamente. Y Pedro saca la lección: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (1 Ped. 5:5). Considere su llamamiento, hermanos: no hay muchos sabios, poderosos o nobles, que sean llamados, pero sobre todo los pobres de este mundo, ricos en fe. Si Dios recompensa la humildad, él recompensa también la fe. Él quiere tener como Nuevas Criaturas los que han aprendido a confiarse implícitamente en él, que aceptan su gracia como algo suficiente para sí mismos y los que, con la fuerza que él les concede, llevan la victoria a la cual los haya llamado.

SIN EMBARGO, EL CARÁCTER ES UNA CONDICIÓN DEL LLAMAMIENTO

Aunque Dios no llame a los sabios, o los poderosos, o los nobles, no hay que concluir que su pueblo sea una pandilla de seres viles o ignorantes, en el sentido más despectivo de una degeneración abyecta. Al contrario, el Señor coloca el ideal más elevado posible delante de aquellos que él llama; son llamados a la santidad, a la pureza, a la fidelidad y a los principios de rectitud; son llamados a apreciar estas cosas en su propio corazón y manifestarlas en su vida a la gloria de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz maravillosa (2 Ped. 1:3; 1 Ped. 2:9). El mundo puede conocerles sólo según la carne, y según la carne, pueden ser no más nobles o refinados que otros (frecuentemente son menos), sino que no es según la carne que son aceptados por el Señor sino según el espíritu, según su mentalidad, sus intenciones, su “corazón”. En consecuencia, a partir del momento en que ellos aceptan la gracia de Dios en Cristo y el perdón de sus pecados, y que se consagran al Señor, son considerados como liberados de las manchas que eran las suyas naturalmente como hijos de Adán, son considerados como si su carne fuera revestida de los méritos [plural en el texto inglés — Trad.] de Cristo que esconden todas sus imperfecciones. Es la nueva mentalidad, la nueva voluntad que es la “Nueva Criatura”, aceptada y llamada por Dios, y es sólo ella que entra en consideración.

En verdad, la nueva mentalidad, a medida que se desarrolle, aparecerá como impresión de nobleza, de honorabilidad, de rectitud; gradualmente, ella tomará cada vez más poder y autoridad sobre la carne hasta el punto de que los que no reconocen las Nuevas Criaturas (lo mismo que los que no reconocieron al Señor) podrán asombrarse finalmente de sus buenas obras, su santa vida y su espíritu de dominio propio, aun si a veces atribuyen esta transformación a ciertos móviles despreciables. Sin embargo, a pesar del crecimiento gradual de la nueva mentalidad cada vez más en armonía con el pensamiento del Señor, nunca será posible para las Nuevas Criaturas de sujetar completamente su cuerpo mortal al cual son atadas, aunque sea su propósito y su esfuerzo de glorificar a Dios en su cuerpo, tanto como en su espíritu, su mentalidad que le pertenecen. —1 Cor. 6:20.

Observemos algunas de estas particularidades y limitaciones concernientes al carácter en la “Nueva Creación”. Dirigiéndose a uno de estos llamados — y, a través de él, a todos los demás — el Apóstol escribe: “Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste llamado” (1 Tim. 6:12). Estas Nuevas Criaturas no deben esperar a obtener la victoria y la gran recompensa sin haber combatido el adversario y el pecado que se infiltran tan fácilmente en todas sus asociaciones, tanto como las debilidades de su propia carne, aunque esta última sea cubierta por el mérito de la justicia de Cristo según el Pacto de la Gracia. El mismo Apóstol repite, en otra parte, su exhortación a andar “como es digno de Dios, que os llamó a su reino y gloria” (1 Tes. 2:12). La Nueva Criatura no debe reconocer solamente su llamamiento y su recompensa final en el Reino y la gloria; ella debe recordar que, en la vida presente, se hizo una representante de Dios y de su rectitud y que debe procurar andar en armonía con esta rectitud. Así leemos: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Ped. 1:15, 16). En la misma epístola (2:9), también podemos leer: “para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.

Los Israelitas según el espíritu de la Nueva Creación no fueron puestos bajo la esclavitud de leyes específicas como lo fueron los Israelitas según la carne, pero bajo la “ley de la libertad”, con el fin de que su amor para el Señor pueda manifestarse, evitando no sólo hacer voluntariamente las cosas consideradas como desaprobadas por el Señor, sino que además sacrificando voluntariamente sus derechos y sus intereses humanos en el servicio de la verdad y de la justicia, para el Señor y para los hermanos. Está de acuerdo con esto que el Apóstol declara: “Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación” (1 Tes. 4:7). Él también declara: “Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne” (Gál. 5:13), como una ocasión para hacer daño: emplee más bien su libertad sacrificando sus derechos actuales por la causa de la verdad y a su servicio, con el fin de que así pueda ser sacerdotes sacrificadores del sacerdocio real que, pronto, reinarán en el Reino de Dios, como coherederos de Cristo para dispensar al mundo las bendiciones divinas.

Numerosos son los pasajes de las Escrituras que indican que el llamamiento de ser “Nuevas Criaturas” es un llamado a la gloria, a la honra y a la inmortalidad (Fil. 3:14; 2 Ped. 1:3; etc.). Pero por todas partes el Señor indica que el camino que conduce a esta gloria es una senda estrecha de pruebas, de sacrificio, con el fin de que sólo los que son engendrados del espíritu, sí, llenados del espíritu, puedan salir victoriosos al fin y alcancen las cosas gloriosas a las cuales han sido llamados. El acceso de este camino ha sido hecho posible para los llamados por el que hizo la promesa: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” —2 Cor. 12:9.

No debemos pensar tampoco que hay diferentes llamamientos, sino recordar que el Apóstol declara (Ef. 4:4): “Fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación.” Por lo tanto, es un error para quienquiera pensar que puede ejercer alguna elección en este asunto. En verdad, en cuanto al mundo en la próxima Edad, no habrá ningún llamamiento: Dios no procurará entonces seleccionar una clase especial separada y distinta de otros con vistas a una posición particular. Durante la Edad milenaria, en lugar de llamar al mundo el Señor lo ordenará. Él exigirá la obediencia a las leyes y a los principios de justicia, y toda criatura deba rendir obediencia a este gobierno milenario, bajo pena de correcciones para su desobediencia, inclusive la destrucción definitiva del pueblo, como está escrito: “Toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo” (Hechos 3:23) — morirá la Segunda Muerte de la cual no hay ninguna esperanza de volver.

No habrá tampoco un segundo llamado durante esta Edad Evangélica aunque, como ya hemos visto, existe una segunda clase de los salvos, escogida durante esta Edad — la Gran Multitud (Apoc. 7:9-14) “la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas”. Esta Gran Muchedumbre servirá a Dios en su templo y delante del trono en contraste con la Esposa que estará sobre el trono y formará parte del templo como las piedras vivas. Entonces, los miembros de esta segunda multitud no son el objeto de ningún llamamiento separado y distinto. Podrían haber alcanzado, tan fácilmente y con mucho más satisfacción, las glorias de la naturaleza divina si hubieran obedecido prontamente y de todo corazón. Ellos salen como vencedores a pesar de todo, al fin, así como lo demuestra el hecho de darles palmas; pero su falta de celo les impidió pertenecer a la clase victoriosa. Ellos comprometieron así su coherencia y su gloria eternas como miembros de la Nueva Creación, privándose por lo demás de una buena parte de la alegría, de la paz y de la satisfacción que tienen los vencedores aún en la vida actual. El puesto que alcanzarán, como ya hemos visto, será aparentemente más semejante en muchos aspectos a la condición o al plano de los ángeles.

Otro pensamiento, a propósito de este llamamiento, es que su tiempo es limitado, como lo declara el Apóstol: “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación.” “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (2 Cor. 6:2; Heb. 3:15). Este día aceptable (o este año aceptable, o este período o época aceptable) comenzó con nuestro Señor Jesús y su consagración. Él fue llamado. Él no se atribuyó este honor, y esto ha continuado desde entonces: “nadie toma para sí esta honra” (Heb. 5:4). Temerario sería en efecto el hombre que se arrogaría el derecho a un cambio de la naturaleza humana a la naturaleza divina, que quisiera abandonar su condición como miembro de la familia de Adán y coheredero de su estado de decaimiento, para ser coheredero de Cristo en todas las riquezas, en la gloria y en la honra de las cuales se hizo (en respuesta al llamamiento que se le dirigió) el heredero legítimo a perpetuidad.

La clausura de este llamamiento, o “día de salvación”, o “el tiempo favorable”, vendrá tan ciertamente como comenzó. Un número determinado y positivo fue fijado por Dios para constituir la Nueva Creación; tan pronto como este número sea completo, la obra de la Edad Evangélica será cumplida. También podemos observar que tan pronto como el número previsto haya sido llamado, el llamamiento mismo debe cesar. No sería lógico en efecto por parte de Dios de llamar un solo individuo además de lo que había predestinado, aunque sabía por anticipado cuántos llamados no serían obedientes hasta el final, no harían firmes su vocación y su elección y deberían ser reemplazados en consecuencia por otros. Parece que la lógica exige que el Todopoderoso aun no tenga la apariencia de bromear con sus criaturas hasta el punto de proponer una sola invitación que no sería posible de cumplir si viniera a ser aceptada. Las Escrituras emiten la idea de que para este número limitado, elegido, miembros del Sacerdocio real, ha sido provisto un número correspondiente de coronas. El que acepta el llamado del Señor y se consagra a él en esta base, una de las coronas se pone de lado para él. Por lo tanto, no sería conveniente suponer que el Señor llamara a alguien que, presentándose y aceptando el llamamiento, debería ser informado que no hay ninguna corona disponible todavía para él, sino que él debe esperar hasta que alguien hubiera perdido el derecho a la suya por su infidelidad, para obtenerla. La exhortación del Señor: “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” parece implicar no sólo que el número de coronas es limitado, sino que al fin y al cabo, a la conclusión de esta Edad, vendría el tiempo en que los que no vivieron fielmente a la altura de su pacto serían rechazados, y que otros durante este tiempo serían en espera para recibir su corona. —Apoc. 3:11

Según nuestro entendimiento, el llamamiento general a esta coherencia con nuestro Redentor como miembros de la Nueva Creación de Dios, se acabó en 1881. Sin embargo, comprendemos que un gran número de cristianos de todas las diversas denominaciones de la cristiandad (probablemente veinte o treinta mil) que han hecho en aquella época una plena consagración de sí mismos, no han permanecido fieles a su pacto de sacrificio personal. Uno por uno, una vez acabada su prueba completa, son eliminados, en caso de infidelidad, de la asamblea de los elegidos, para que otros que, entre tanto, se consagraron, no siendo del llamado general, puedan estar plenamente admitidos en esta comunión de Cristo y sus coherederos. Si, a su turno, son encontrados infieles en consecuencia de su prueba, de los mismos son quitados mientras que otros todavía, ya esperando en una actitud de consagración, tomarán su lugar. Dada esta disposición, es evidente que ningún llamado general fue necesario desde 1881. Los que ahora son admitidos pueden así tener este privilegio y esta ocasión favorable sin caer bajo el llamamiento general (o invitación general) que cesó en 1881. Son admitidos a petición y según lo que permite la ocasión para tomar el lugar de los que salen de allí. Esperamos que este vaivén de salidas y de entradas continúe hasta que el último miembro del nuevo orden de creación haya sido encontrado digno, y que todas las coronas hayan sido otorgadas para la eternidad.

El Apóstol declara: “Mas vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón” (1 Tes. 5:4). De acuerdo con todos los diversos precedentes de la Escritura, somos llevados a creer que en este tiempo de cosecha de la Edad Evangélica, la atención de todos los consagrados del Señor será atraída por cierto conocimiento de la verdad hacia el plan divino de las edades, la presencia del Hijo del Hombre y la obra de la cosecha. Comprendemos que así, la “verdad presente” constituirá una prueba buena que manifestará las condiciones reales de corazón entre los consagrados actuales, justamente como el mensaje de la presencia de nuestro Señor y la cosecha de la Edad judaica pusieron a prueba al Israel terrestre en el primer advenimiento. Nosotros esperamos en parte que los que, en la actualidad, lleguen a un conocimiento claro de la verdad y den la prueba de la sinceridad de su fe en la sangre preciosa y de una consagración profunda en el servicio del Señor, y a los que se les conceda tener una comprensión clara del plan divino, puedan considerar esto como una prueba de que hayan sido aceptados por el Señor como herederos en perspectiva con Cristo Jesús, aun si se consagraron después de 1881. Si su consagración se remonta a una fecha más remota, antes de la cesación del llamamiento, podemos deducir de eso que después de un tiempo tan largo ellos alcanzaron la actitud conveniente en el dominio de la consagración y que, por consiguiente, el conocimiento de la verdad presente ha sido concedido como una bendición y una prueba de su comunión de espíritu con el Señor. Si ellos no se encontraron entre el número de consagrados en 1881 o antes, habría que concluir que han sido aceptados en lo sucesivo a asociarse con la clase elegida en sustitución de alguien que haya sido llamado antes, pero que se había manifestado como ausente de celo (no siendo frío ni hirviente, y en consecuencia siendo rechazado). Este último tendrá parte en el tiempo de angustia que se acerca y donde aprenderá por la disciplina y el castigo lecciones preciosas que debería haber aprendido de la Palabra de Dios. A través del tiempo de la gran tribulación, él adquirirá un lugar en la “Gran Multitud” mientras que debería haber alcanzado, de buen grado y con alegría, aunque por la tribulación, un lugar con Cristo en el trono.


(La segunda parte del tercer capítulo del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de marzo-abril de 2012)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba