DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“La Nueva Creación”
Parte II

Esta imagen de una pirámide tiene una relación muy estrecha con la figura del templo, y tenemos la seguridad de que el templo edificado por Salomón era un tipo de aquel templo más grande y espiritual que Dios está construyendo con una sabiduría aun más grande (1 Ped. 2:5). Se nos demuestra que, lo mismo que en el tipo, cada viga y cada piedra tenían su sitio marcado por anticipado y estaban formadas en consecuencia, así es con la Iglesia de la Nueva Creación: sus miembros son especialmente adaptados y preparados con vistas al sitio que tendrán que ocupar en el futuro. Lo mismo que la manera de hacerlo permitió construir el templo típico sin que se oyera “el ruido del martillo”, sin choque, ni golpe, ni ruido, así, bajo la dirección del Arquitecto divino, la Iglesia completa como la Nueva Creación, al fin de esta Edad Evangélica, nacerá de los muertos de igual modo como el Señor, el Jefe de este templo, fue el “primogénito de entre los muertos” — en su resurrección al principio de la Edad. — 1 Reyes 6:7

Recordamos que otra de estas figuras es la del cuerpo humano con sus diversos miembros. Es el apóstol Pablo quien nos demuestra de manera clara y precisa esta ilustración del parentesco estrecho que los elegidos tienen con el Señor, la Cabeza (o Jefe — Trad.) de la Iglesia que es su cuerpo (Rom. 12:4, 5; 1 Cor. 12:12). Lo mismo que la cabeza le manda al cuerpo, piensa para él, hace proyectos para él, vigila sus asuntos y dirige o se sirve del uno o del otro miembro para ayudar a otros, así actúa el Señor en su Iglesia. Él vigila y coloca a los diversos miembros del cuerpo como le gusta; él supervisa los intereses de todos los que procuran “hacer firmes su vocación y su elección”, a tal punto como les asegura esta garantía que mientras queden en esta actitud correcta del corazón en la humildad y la fidelidad, “todas las cosas les ayudan a bien” porque aman a Dios y “son llamados según su propósito”.

Otra figura demostrando el parentesco estrecho entre Cristo y su Iglesia, es la de un capitán y sus soldados; otra, la del pastor y sus ovejas; aunque todas estas figuras nos aportan indicaciones preciosas respecto al parentesco sagrado del jefe de la Nueva Creación con sus hermanos, la Iglesia, no hay tal vez una que destaque mejor el interés y el amor que el Maestro lleva por nosotros sino la del Esposo y de la Esposa. ¡Es un Esposo noble en efecto que el Unigénito por todos aquellos cuyos ojos de entendimiento están abiertos para contemplar la grandeza de su carácter y de su fidelidad! El sentimiento que la Iglesia, que es su cuerpo, siente hacia él ha sido expresado bien de manera profética: “Él se distingue entre diez mil y toda su persona está llena de encanto.” El Apóstol emplea esta figura y, dirigiéndose a la Iglesia declara: “Os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Cor. 11:2) Él hace alusión aquí a la costumbre judía en el matrimonio, completamente diferente de aquella en uso en nuestros días en toda la “cristiandad”. Hoy, el noviazgo es simplemente un compromiso en el ensayo que se puede cambiar si una u otra de las partes viene a decidir que el compromiso era poco juicioso o poco provechoso; pero el compromiso del matrimonio judío fue intencionado evidentemente del Señor para ser un tipo del compromiso entre Cristo, el Esposo [lit. el Novio — Trad.], y la Iglesia, su Esposa [lit. su Novia — Trad.]. En la costumbre judía, el noviazgo constituye el matrimonio real; son acompañados de un contrato preciso, ordinariamente por escrito, en el cual los representantes del novio y de la novia se ponen de acuerdo sobre la dote, etc.; el asunto se hace absolutamente obligatorio sobre el campo, aunque sea la costumbre de volver a poner el festín de boda y la unión efectiva cerca de un año más tarde. Así son promesas (o contratos) intercambiadas entre el Señor, el novio celestial, y los que son aceptados por él en el noviazgo. Ni de su lado ni del nuestro, no podría ser cuestión de contrato más o menos serio; se trata al contrario de una unión real del corazón, de atractivo, de amor, de afecto. Toda anulación de nuestro contrato de pacto sería un asunto grave, y hablando del Esposo, el Apóstol nos asegura que “Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tes. 5:24). Por lo tanto, es con nosotros que radica toda la responsabilidad en este asunto.

Al fin de la Edad, nuestro Señor viene como Esposo, para recibir a su novia, pero aceptará sólo a las “vírgenes prudentes”. Las que, después de haber concluido un pacto, se hicieron insensatas en el sentido que vivieron en la despreocupación, no serán consideradas dignas de ser aceptadas; serán ignoradas sobre el capítulo del matrimonio; la puerta les será cerrada como lo demuestra la parábola (Mat. 25:1-12); serán dejadas fuera de los grandes privilegios y las bendiciones de los que hubieran podido gozar si hubieran permanecido fieles. Sin embargo, aunque su infidelidad pueda comprometerlas en el gran tiempo de angustia [o de tribulaciones — Trad.] y ocasionarles la pérdida por una parte del Reino y de la naturaleza divina, nos regocijamos que esto no significará para ellas una eternidad de tortura. ¡Gracias a Dios, la luz de Su Palabra se hizo más clara ahora! El hecho “de hacer firmes su vocación y su elección” valdrá de grandes y eternas riquezas de gracias a los de entre nosotros que lo alcancen, y la pérdida misma de tales bendiciones no será un castigo ligero para los que hayan vivido su pacto al abandono y que hayan dejado contaminarse por el mundo y su espíritu.

Para la mayoría, estas “Nuevas Criaturas en Jesucristo” son escogidas del estrato social más humilde más bien que del nivel “superior” de la sociedad, y es por esta razón que el mundo no nos conoce como no le conoció a él. Sin embargo, las Escrituras nos aseguran que el Señor, que mira al corazón y no a la apariencia exterior, aprecia de un grado muy alto a los fieles de esta clase que ahora son llamados y desarrollados para formar la Nueva Creación. Él nos habla no sólo de la vigilancia divina de sus asuntos, haciendo concurrir juntos todas las cosas para su bien final, sino que hasta explica, en cierta medida, cómo se cumple esta vigilancia de sus intereses: los ángeles son “espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación” y “el ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende”; además, estos ángeles que guardan su pequeño rebaño siempre tienen acceso al Padre y hasta, figurativamente hablando, no se puede derribar un cabello de la cabeza de los elegidos sin que el Padre sea informado de eso. Esto está de acuerdo completo con estas garantías formales de cuidado divino que la palabra inspirada nos declara: “Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe.” —2 Tim. 2:19; Mal. 3:17.

En relación con nuestro tema, consideramos que la Nueva Creación, a causa de su llamamiento a una novedad de vida, recibe del Señor la instrucción siguiente: “Os es necesario nacer de nuevo.” Aquí, el nacimiento natural de las criaturas terrestres de la naturaleza humana sugiere a nuestra mente la idea de un nuevo nacimiento para la Nueva Creación. Antes del nacimiento natural, hay primero un engendramiento ordenado de una gestación. Así es en cuanto a la Nueva Creación: (1) debemos ser engendrados por la Palabra y el Espíritu de Dios; (2) debemos ser vivificados, activados por el espíritu de la verdad recibida; (3) si el desarrollo progresivo se prosigue, si la Palabra de Dios queda en nosotros rica y abundantemente, no seremos ni estériles [ociosos], ni infructuosos, y más tarde, nosotros alcanzaremos el nacimiento, — una participación en la Primera Resurrección como miembros del cuerpo de Cristo. Respecto a esta resurrección y a este cambio completo de seres humanos naturales y terrestres en seres celestiales y espirituales de la naturaleza divina, hablaremos de eso más tarde.1 Por el momento, consideramos más particularmente la pregunta del engendramiento. La Palabra indica claramente que el engendramiento de estos hijos de Dios “no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1:13). El apóstol Pablo también subraya el mismo pensamiento cuando, hablando de la clase elegida de las Nuevas Criaturas, de su Cabeza, Jesucristo y de la honorable condición a la cual han sido llamadas, dice: “Y nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón.” —Heb. 5:4.

(1) Véase Cap. VI.

Las Escrituras hacen continuamente una distinción nítida entre estas “Nuevas Criaturas” elegidas y la familia humana en general, pero aquí, podemos dar dos ejemplos pero de manera breve: (1) hablando de la redención del mundo, el Apóstol divide claramente el sacrificio de propiciación en dos partes, una para la Iglesia, la otra para el mundo entero. Él declara: “Y él es la propiciación por nuestros pecados [los pecados de la Iglesia]; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.” (1 Juan 2:2). (2) El mismo Apóstol establece una distinción entre las pruebas y las dificultades que conoce la Iglesia en la vida presente y las del mundo, y también entre la esperanza de la Iglesia elegida y la del mundo. Él dice: “También nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” — del cuerpo único, la Iglesia, y Cristo es su Cabeza y cuya liberación se promete en el momento de la Primera Resurrección en su segundo advenimiento (Romanos 8:23). No gemimos de la misma manera que el mundo, porque recibimos del Señor y por nuestro engendramiento de su espíritu lo que neutraliza el efecto de las decepciones, pruebas y de las dificultades del tiempo presente, a saber, las gloriosas esperanzas y las gloriosas promesas que son un ancla de nuestras almas, penetrando “aun hasta dentro del velo”. En nuestras diversas dificultades y pruebas, no somos afligidos como los que no tienen esperanza. Respecto al mismo tema, el Apóstol, hablando del mundo y de su esperanza, declara: “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora.” Los humanos sólo tienen muy pocas cosas para vendar o mejorar las heridas, los golpes, los dolores que forman parte de este tiempo de alumbramiento en el cual aprenden simplemente cuán culpable al exceso es el pecado y cuán graves son sus consecuencias: la vida moribunda y la muerte. Sin embargo, más allá de la esperanza del mundo, como dijo el Apóstol, la creación “espera la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8:19, 22). Los hombres no esperan y no guardan la esperanza de formar parte de los hijos de Dios, sino que esperan los beneficios que estos hijos de la Nueva Creación, investidos de gloria y de poder del Reino milenario, traerán a esta tierra según la promesa divina de bendecir a todas las familias de la tierra.

El criterio de la membresía en la Nueva Creación no consistirá en ser un miembro de cualquier organización terrestre, sino de ser unido con el Señor como miembro de su cuerpo místico. Así como lo dice el Apóstol: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17). Para ser considerado de toda manera como miembro del Cuerpo de Cristo, es necesario que las cosas viejas, las cosas de la tierra (ambiciones, esperanzas, vanidades, locuras) se desaparezcan de nuestra voluntad, aun si, en cierta medida, pueden hostigarnos por cierta atracción que ejercen sobre nuestra carne. Es la nueva mente [mentalidad — Trad.] que el Señor considera como “Nueva Criatura”; es el progreso, el desarrollo de la nueva mentalidad que le interesa y que él promete recompensar.

Las Escrituras nos demuestran claramente que, para quedar en Cristo, es más que el hecho simple de consagrarse. La consagración abre la puerta y nos da la posición, nos da el parentesco, nos da el apoyo y el estímulo de las promesas divinas, y nos pone en medida de cultivar diversos frutos del espíritu y de alcanzar finalmente la gloria celestial con nuestro Señor. No obstante, para conservar esta posición en el cuerpo de Cristo, hay que producir en lo sucesivo frutos, dar pruebas de amor y de devoción, así como el Maestro lo expresó sí mismo en la parábola de la vid, diciendo: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo quita; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto” (Juan 15:2, La Biblia de la Américas). Parecería que el hecho de haber sido aceptado por el Señor como Nueva Criatura en Cristo Jesús, desde un cierto número de años, implicaría un crecimiento más o menos regular en gracia, en conocimiento y en frutos del espíritu. Si fuera de otro modo, perderíamos nuestra posición delante de él y otro tomaría nuestro lugar entre los elegidos, y la corona que, al principio, nos estuvo destinada y puesta de lado sería otorgada a otro que apreciaría más los privilegios que le son ofrecidos, que manifestaría más celo para obtener las cosas gloriosas que Dios prometió a los que le aman, y que estaría más dispuesto por consiguiente a contar las cosas de esta tierra como una pérdida y un desecho con el fin de poder ganar a Cristo — conseguir un puesto en la asamblea ungida. Esta posición en Cristo no sólo es ilustrada por el desarrollo de los frutos del Espíritu, sino que como lo declara el apóstol Pedro: “Porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Ped. 1:10, 11). Sin embargo, como lo expresa el apóstol Pablo, esto quiere decir que la nueva mente, la “Nueva Criatura” debe conformarse tan totalmente a la voluntad de Dios, que procurará día tras día “desechar al viejo hombre, sus afecciones y sus deseos”. Porque la Nueva Creación está representada figurativamente como un nuevo hombre — Cristo la Cabeza, la Iglesia, los miembros del cuerpo — que debe crecer y alcanzar — figurativamente — la estatura perfecta de un hombre en Cristo Jesús, cada miembro siendo acabado y completamente desarrollado, no de nuestra propia fuerza en la carne, sino acabado en el que es nuestra Cabeza viva cuya justicia compensa nuestras faltas involuntarias.

La naturaleza humana juzga los asuntos por medio de sus cinco sentidos (la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto) que las Nuevas Criaturas pueden emplear libremente siempre y cuando que tengan la nueva mentalidad en el vaso de barro. Sin embargo, estos sentidos no bastan para la Nueva Creación que necesita otros sentidos para discernir cosas espirituales que no pueden ser ni vistas, ni tocadas, ni probadas, ni oídas, ni sentidas por el organismo humano. Este hueco el Señor remedió por su Espíritu como lo explica el Apóstol: “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”. “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre [por cualquier otro sentido o facultad de percepción], son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros [a la Nueva Creación] por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios”. — 1 Cor. 2:9, 10, 14.

Este sentido espiritual puede ser llamado el sexto sentido de estos engendrados de la Nueva Creación; estos últimos pueden ser considerados también como tener una serie completa de sentidos espirituales — cinco sentidos suplementarios correspondiendo a sus sentidos terrestres. Gradualmente, “los ojos de su entendimiento” se abren, y cada vez más, a las cosas que el ojo natural no puede ver. Por grados, el oído de la fe aumenta hasta que cada una de las promesas de la Palabra divina se haga poderosa y significativa. Con el tiempo, ellos llegan a tocar el Señor y sus poderes invisibles; poco a poco ellos gustan cuán bueno es el Señor; después de un tiempo, ellos llegan a apreciar estos sacrificios y estas oraciones—inciensos que son de olor agradable al Señor. Pero lo mismo que los sentidos naturales pueden ser cultivados, así son los sentidos espirituales; su cultura (o por lo menos los esfuerzos hechos para alcanzarlos) pone de manifiesto las señales que marcan nuestra elevación en gracia (nuestro crecimiento como Nuevas Criaturas embrionarias hasta el nacimiento en la resurrección) hasta la perfección de nosotros mismos nuevos en la gloria, la honra y la inmortalidad de la naturaleza divina.

¿QUÉ NOMBRE SE LE DARÁ A LA NUEVA CREACIÓN?

Desde cierto punto de vista, es una pregunta rara, una pregunta extraña. Cuando consideramos que la Iglesia es la esposa del Señor, comprometida a él como Esposa, parece extraño preguntar cuál nombre llevará ella. Es cierto que ningún nombre puede convenir mejor a la Esposa que el de su Esposo. El mismo hecho de proponer otro nombre que ése implica que se hace una idea falsa del parentesco que une al Señor con sus consagrados, con “los miembros de su cuerpo”, con “la desposada, la esposa del Cordero”. El nombre que da la Escritura parece completamente suficiente, a saber: la Ecclesia, es decir, el Cuerpo, la Iglesia de Cristo. Si se desea otra denominación, las Escrituras la proporcionan por la expresión: “La Ecclesia de Cristo” o la Iglesia de Cristo, “La Ecclesia de Dios” o la Iglesia de Dios (Rom. 16:16; Hechos 20:28). Ambos nombres son sinónimos, porque nuestro Señor y el Padre tienen un solo y único interés en nosotros. Lo mismo que la Iglesia es el cuerpo de Cristo del cual él es la Cabeza, así la Iglesia entera, la Cabeza y el Cuerpo, es la asamblea, o el grupo o los ungidos del Padre, por la que le gusta cumplir todas las partes importantes, grandiosas y maravillosas de su obra redentora ya esbozada en las promesas muy grandes y preciosas de su Palabra. Además, el Apóstol precisa la denominación designando a los fieles como “la Iglesia del Dios vivo” como si quisiera así poner en contraste esta Iglesia, cuerpo o agrupamiento del cual Cristo es el jefe con otros cuerpos, agrupamientos o sistemas religiosos que no reconocen apropiadamente al verdadero Dios y que el verdadero Dios no reconoce tampoco como su Ecclesia o Iglesia.

La tendencia de emplear otras denominaciones que aquellas que nos dieron el Señor y los apóstoles, se ha manifestado desde el período de la Iglesia primitiva. Igualmente como en nuestros días algunos están dispuestos a decir: “Soy de Lutero”, “soy de Calvino”, “soy de Wesley”, o “soy de Knox” todos ellos pretendiendo ser de Cristo, así vemos que la misma disposición se manifestaba en la Iglesia primitiva así como lo demuestra el Apóstol en su carta a los Corintios (1 Cor. 3:4-6). El espíritu partidario o sectario se había declarado entre los hermanos de Corinto, quienes, no satisfechos con los nombres de Cristo y de Dios estaban procurando añadir a eso algo, llamándose cristianos de Pablo, cristianos de Pedro y cristianos de Apolos. El Apóstol, bajo inspiración, censura este espíritu y señala que no es el Espíritu Santo sino el espíritu carnal que incita a dividir al cuerpo y a hacer seguir tal u otro servidor del Señor. La argumentación del Apóstol corresponde también a nuestra época. Su pregunta: “¿Acaso está dividido Cristo?” vuelve a decir: ¿Hay varios cuerpos de Cristo? ¿Hay varias iglesias de Cristo o una sola? ¿Y si hay sólo una, por qué ella debería estar dividida? “¿Quién pues es Pablo? ¿Quién es Apolos? ¿Quién es Pedro?” Eran simplemente servidores de la Cabeza de la Iglesia quienes él empleó para bendecir a su cuerpo — su Ecclesia. Si ellos se hubieran negado a servir, habría encontrado otros que habrían cumplido el trabajo. Así la alabanza, el honor para todas las bendiciones dispensadas por el ministerio de los apóstoles, pertenece principalmente, especialmente a la Cabeza [o Jefe — Trad.] de la Iglesia que se ocupó de esta manera de las necesidades de su cuerpo. Esto no quiere decir que no debemos reconocer y honrar de manera conveniente todos a los que el Señor reconoce y honra, sino que significa que en ningún sentido de la palabra no debemos admitirlos como jefes (o cabezas) de la Iglesia, ni dividir la Iglesia en sectas o partidos (hacer partidarios de diferentes hombres). En la medida en que los apóstoles o cualesquiera servidores del Señor hayan sido empleados por él, no fue para dividir la Iglesia sino al contrario para reunir a los miembros, para unir a diversos creyentes consagrados más firmemente a la sola Cabeza, al solo Señor, por la sola fe y el solo bautismo.

Según nosotros, ¿qué diría el Apóstol si viviera en nuestros días delante de la división actual en tantas denominaciones diversas? Ciertamente, él nos diría que esto indicaba una gran medida de espíritu carnal, una gran medida de espíritu del mundo. Esto no quiere decir que todos los que se encuentran en estos sistemas son carnales y completamente privados del Espíritu del Señor. Sino, en la proporción donde tenemos el Espíritu del Señor, en la proporción donde somos liberados de este espíritu carnal y sus tendencias y su influencia, en la misma proporción nos sentiremos en desacuerdo con las divisiones que nos rodean, bajo diversos nombres sectarios. Según que el Espíritu Santo del Señor aumenta y abunda en nosotros cada vez más, nos conducirá a aceptar cada vez menos otro nombre que aquel de nuestro Señor, hasta que, bajo la dirección del Espíritu, logremos finalmente poder reconocer la Iglesia única, la comunidad única, “la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos”; y el único medio de ser introducido en esta Iglesia, a saber, por el bautismo, en el cuerpo del Maestro, su Ecclesia, por el bautismo en su muerte que nos une así con él y con todos los demás miembros por el solo Espíritu.

No nos incumbe modificar el sentimiento de toda la cristiandad sobre este tema; es una empresa demasiado difícil para cualquier ser humano. Pero nos incumbe ser fiel personalmente al Esposo. Cada uno de los que pronuncian2 el nombre de Cristo debe alejarse de toda iniquidad, de todo lo que es malo en cuanto a su fe personal, en cuanto a su conducta y en cuanto a sus costumbres. No querrá ser conocido bajo otro nombre que el del Esposo, y si se le interroga a propósito de eso, tomará placer de reivindicar su nombre y sólo su nombre — el único nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos. Obedeciendo al espíritu de esta verdad, seremos separados de todo nombre sectario tanto como de toda institución sectaria, con el fin de que podamos permanecer libres en el Señor. Esto no quiere decir que debemos rechazar a los que tienen el Espíritu del Señor pero permanecen relacionados con sistemas sectarios. Al contrario, si el Señor dice: “Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas”, debemos reconocer que estas palabras implican que algunos de sus hijos se encuentran en Babilonia, víctimas de concepciones erróneas en cuanto a las instituciones y en cuanto a las denominaciones sectarias. Depende de nosotros de hacer relucir nuestra luz, dejando todo al Señor en cuanto a los resultados.

(2) 2 Tim. 2:19 (véase nota de DarbyTrad.)

No sólo desaprobamos la adopción de toda denominación de hombre, sino que desaprobamos también todo nombre que sea o que pueda hacerse un nombre sectario o partidario cuyo efecto sería de separar a ciertos hijos de Dios de los otros que también son los suyos. Queremos evitar emplear en un sentido especial las denominaciones “Iglesia cristiana” o “Iglesia de Dios”, como las empleamos para identificar confesiones y comuniones particulares entre el pueblo de Dios. Queremos emplear más bien todos los diversos nombres bíblicos y responder a estos nombres por tales como: Discípulos, Iglesia de Dios, Iglesia de Cristo, Iglesia del Dios vivo, Iglesia de Corinto [que se encuentra en Corinto —Trad.] Iglesia de Allegheny, etc… No podemos evitar que muchos nos comprendan mal respecto a este tema, y no debemos ofendernos si, en cierta medida, ellos nos aplican nombramientos particulares según las costumbres en uso entre los cristianos. Pueden por ejemplo llamarnos “Restitucionalistas”, o “Auroristas”, o “la gente de la Torre del Vigía”, etc. Nosotros mismos no debemos reconocer ninguno de estos nombres en el sentido de aplicarlos a nosotros; no obstante, el espíritu de dulzura, de paciencia, de paz y de amor nos impedirá tomar umbría si se nos aplica tales nombres, pero se nos hará suponer en toda caridad que sea sin mala intención, o por lo menos, sin maldad; deberemos responder a estas denominaciones con benevolencia y no de manera combativa; nosotros daremos a entender que comprendemos que están refiriéndose a nosotros y, tan brevemente y tan amablemente como posible, indicaremos que preferimos no reconocer ningún nombre sectario o partidario, sino insistir en el nombre de cristiano, en su sentido más ancho y más completo, el de no tener otro Jefe [o Cabeza —Trad.] que nuestro Señor Jesucristo, y de no reconocer a ninguna otra organización que aquella que él estableció, la única Iglesia del Dios vivo, la Ecclesia o el Cuerpo de Cristo, donde los nombres de los miembros están inscritos en los cielos.


(El tercer capítulo del libro “La Nueva Creación” comenzará a publicarse en la edición de enero-febrero de 2012)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba