DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

La Nueva Creación:
“La Nueva Creación”
Parte I

La Nueva Creación separada y distinta de todas las demás — ¿Por qué es escogida entre la creación humana más bien que entre otras? — El propósito de su elección — Misiones presentes y futuras — ¿Cómo se efectúan el engendramiento y el nacimiento a la nueva naturaleza? — El parentesco estrecho de todos los miembros de la Nueva Creación entre sí y con su Cabeza, Jefe y Esposo — Desarrollo y pruebas de estos miembros — El sexto sentido o sentido espiritual de la Nueva Creación para el discernimiento de las cosas espirituales — ¿A qué nombre debe responder la Nueva Creación para ser leal a su Jefe y no separarse de ninguno de los hermanos?

Las Escrituras nos hablan frecuentemente de la Iglesia de la Edad Evangélica como una Nueva Creación. Sus miembros definitivos, los vencedores, son designados específicamente como “Nuevas Criaturas” en Jesucristo (2 Cor. 5:17). Desgraciadamente, se hizo corriente entre cristianos plenamente consagrados como entre otros, de leer las palabras de inspiración divina de manera confusa y complicada que, por no dar a las declaraciones bíblicas su significado real, priva al lector de una gran parte de la bendición, del consuelo y de la instrucción que podría tener si empleara un método más razonable y si fuera llenado más completamente del espíritu del discipulado, del deseo de comprender la revelación divina. La dificultad proviene en gran parte de que ordinariamente los lectores de la Palabra no buscan en ella su propia instrucción, sino que la leen más bien de manera superficial como para cumplir un deber o para tomar un descanso. Cuando ellos desean una explicación concerniente al plan divino, recurren a los comentarios y a los catecismos. Estos últimos, así como los eclesiásticos, los instructores vivos, deberían ser unos ayudantes para guiar a los peregrinos de Sion hacia un conocimiento más claro del carácter de Dios y de su plan; desgraciadamente, ellos son a menudo lo contrario. Muy a menudo oscurecen el juicio, aportan la perplejidad, interpretan mal la Palabra divina de modo que los que tienen confianza en ellos son conducidos más bien lejos de la luz que hacia ella.

Este extravío no es intencional, porque debemos suponer que los profesores y los autores les enseñan a sus lectores lo que tienen de mejor. Para encontrar la fuente de estas dificultades, hay que regresar varios años en el tiempo. Hace cerca de 1800 años, cuando los apóstoles “se durmieron”, el enemigo, Satanás, tuvo vía libre en la Iglesia, en el campo de trigo del Señor y, como lo profetizó la parábola de nuestro Señor, sembró la cizaña del error abundantemente (Mat. 13:24; 36-43). Estos errores retorcieron y deformaron más o menos cada verdad de la revelación divina de modo que, antes de haber comenzado el cuarto siglo, el campo de trigo del Señor se había hecho prácticamente un campo de cizaña en el cual no se encontraba más que una proporción débil de trigo verdadero. Las tinieblas del error se hicieron pesadas cada vez más sobre la Iglesia. Durante diez siglos el “Misterio de la Iniquidad” prevaleció y una oscuridad espesa recubrió a los pueblos. La mayoría de la gente más inteligente del “mundo cristiano” llaman hoy estos diez siglos “los siglos de las tinieblas”, y debemos recordar que fue en medio de la oscuridad espesa que nació el Movimiento de la Reforma. La luz de los Reformadores comenzó a brillar en medio de las tinieblas y, gracias a Dios, ¡fue brillando cada vez más desde entonces! Sin embargo, no debe sorprendernos que los Reformadores mismos, formados en medio de estas tinieblas espesas, hubieran estado contaminados más o menos por ellas, y que no consiguieron inmediatamente purificarse de todos los errores corruptores; habríamos considerado más bien como un verdadero milagro su paso brusco de la oscuridad espesa a la plena y clara luz del carácter y del plan de Dios.

La dificultad que encontraron los discípulos de los Reformadores en los pasados tres siglos, radica en el hecho de que consideraron como meritorio el aceptar los credos formulados durante este período de la Reforma, de vanagloriarse de eso y de considerar como contrario a la fe todo nuevo progreso hecho hacia la luz. Honrando a los Reformadores y regocijándonos de su fidelidad, es necesario que todos nosotros recordemos que ellos no fueron las luces de la Iglesia, que no fueron dados a la Iglesia para ser sus guías, sino que fueron nada más que ayudantes. Los guías establecidos por Dios fueron, en primer lugar, nuestro Señor; en segundo lugar sus apóstoles inspirados, guardados y guiados; en tercer lugar los santos hombres de Dios que, en el pasado, hablaron y escribieron para nuestra instrucción, llevados por el Espíritu Santo. Es porque los Reformadores tuvieron, por parte del Señor, un bosquejo de la verdadera luz, que fueron capaces de discernir en parte cuán espesas eran las tinieblas que los rodeaban y el heroico esfuerzo que hicieron en efecto para escaparse de éstas y para reencontrar la luz del conocimiento de Dios. Esta luz brilla en el rostro de Jesucristo, nuestro Señor; por todas sus palabras y por las de los apóstoles, se nos da para ser una lámpara a nuestros pies y una luz en nuestra senda, iluminando de manera creciente la senda de los justos “hasta que el pleno día esté establecido.” (Darby) Cualquier persona que quiera, ahora, ser un discípulo del Señor y andar por la luz debe tener cuidado (sin descuidar, no obstante, a los agentes humanos y a sus ministerios ejercidos verbalmente o por escrito) a aceptar de ellos sólo la ayuda que le permitirá apreciar el mensaje inspirado registrado en las Escrituras: “Si ellos no hablan según esta palabra, es porque no hay luz en ellos.”

En estudios anteriores, vimos que nuestro Señor Jesús, mucho tiempo antes de hacerse “el hombre Cristo Jesús” había sido “el comienzo de la creación de Dios”; vimos un desarrollo progresivo entre las creaciones de Dios cumplidas por el Hijo [por medio del Hijo — Trad.] amado: querubines, serafines, ángeles y todas las diversas órdenes de seres espirituales por lo que poco nos ha sido revelado. Acabamos de terminar el estudio de la creación terrestre y, a la luz de la revelación divina, discernimos cuán grandiosa será su culminación durante “los tiempos de la restauración de todas las cosas”. Sin embargo, las Escrituras nos hacen conocer la Nueva Creación, que ahora consideraremos, y que es totalmente separada y distinta de las órdenes angélicas y del hombre. El Padre Celestial estaba complacido con cada rasgo de su obra, porque “toda su obra es perfecta”, y cada clase u orden es perfecta en sí misma, o lo será cuando llegue el tiempo del gran Jubileo que ya fue mencionado en un capítulo anterior. La creación de estas diversas órdenes no debe ser comprendida como un descontento por parte del Creador y un ensayo de crear algo mejor o más satisfactorio; más bien, debemos ver en ellas una ilustración de “la sabiduría tan diversa de Dios”. La variedad que vemos en la naturaleza, en las flores, en las hierbas, en los árboles y entre los animales demuestra esto: cada uno es perfecto en su propio género y en su propio plano de existencia. No es porque Dios no estuvo satisfecho con la rosa, que hizo el clavel o el pensamiento, pero las variedades en cuanto a la forma, en cuanto a la belleza y en cuanto al perfume nos da un bosquejo de la longitud, de la anchura, de la altura y de la profundidad de la inteligencia divina: diversidad en la armonía; belleza y perfección expresadas en diversas formas, en diversos modelos y en diversos colores. Es así también con las creaciones inteligentes — los hijos de Dios en diversos planos de existencia.

De este punto de vista, comprendemos que, cualquiera que sea el número de creaciones que Dios pueda llamar a la existencia, no habrá ningún objeto de celos entre ellas, porque cada una será perfecta en su propio plano y en su propia esfera, plenamente satisfecha de su propia condición y lo preferirá realmente a cualquier otra; lo mismo que un pez está satisfecho de ser pez más bien que pájaro, de igual modo que el pájaro está satisfecho con su naturaleza; así, el género humano cuando se restablezca a la perfección humana en condiciones edénicas, estará absolutamente satisfecho con estas condiciones, de modo que no ansiará la posición del ángel de cualquier grado o estado, como tampoco la más elevada de todas las naturalezas, la que será concedida a la Nueva Creación, a saber, la “naturaleza divina” (2 Ped. 1:4). Los ángeles tampoco ansiarán la naturaleza y las condiciones de los querubines y de los serafines o del hombre, ni aun de la naturaleza divina. Todos ellos al fin, comprenderán que la naturaleza divina es la más elevada de todas, que tiene cualidades y condiciones que sobrepasan a las de todas las demás naturalezas. Sin embargo, Dios arregló las cosas de tal modo que cada naturaleza estará de acuerdo totalmente con sus propias condiciones, su medio y su perfección, que cada uno estará satisfecho con su propio estado.

Cuando Jehová Dios tuvo a la vista la Nueva Creación — participantes de la naturaleza divina (2 Ped. 1:4), participantes de su propia “gloria, honra e inmortalidad” (Rom. 2:7) — él determinó que ninguno podría acceder a una posición tan elevada y ser probado luego, sino que al contrario quienquiera que fuera llamado para formar parte de esta Nueva Creación debería aguantar primero la prueba, dar pruebas de su lealtad al Creador y a los principios de su gobierno justo, absolutamente antes de ser exaltado a esta posición elevada, a esta Nueva Creación de la naturaleza divina. Acabamos de ver que la puesta a prueba del hombre, su examen para determinar si es digno de gozar de la vida eterna, ha sido preparada: la perfección en la cual fue creado al principio, su caída, su redención, su levantamiento y el restablecimiento de todos los miembros de su raza que se encontrarán dignos. Acabamos de ver también que los ángeles fueron creados en la santidad y en la perfección de su naturaleza y puestos a prueba y probados más tarde, pero es evidente que no convendría un arreglo igual con respecto a las Nuevas Criaturas de la naturaleza divina (es decir, su creación a la perfección de esta naturaleza, ordenada de su puesta a prueba subsiguiente). ¿Por qué? Porque un elemento más importante de la naturaleza divina es la inmortalidad; cuando logramos comprender que este término significa una condición a prueba de muerte, podemos ver de inmediato que de haber creado a cualquier ser en el plano divino, inmortal, a prueba de muerte para probarlo luego, habría significado que todos los que no habrían alcanzado el nivel exigido de lealtad absoluta hacia Dios, habrían sido unos transgresores inmortales e indestructibles. Su existencia perpetua a través de la eternidad, como transgresores, pecadores, habría resultado en tantas manchas, imperfecciones en la bella creación del universo tal como Dios ideó que se hiciera finalmente. Discernimos entonces la sabiduría profunda del plan que Dios adoptó tocante a esta clase más altamente favorecida de todas sus criaturas, poniéndola a prueba de una manera estricta, crucial, mientras es todavía mortal, una creación de naturaleza mortal.

Si, en mente, nosotros nos acercamos al gran Creador, como sus amigos íntimos, y que ponderamos la filosofía del arreglo divino concerniente a esta Nueva Creación, podemos imaginar a Jehová Dios interrogándose así respecto a esta clase: ¿A qué clase de hijos de Dios voy a ofrecer este privilegio eminente de transformarlos a esta orden, en esta clase suprema de mis criaturas? Cada orden ya está a mi imagen: hombre, ángeles, querubines, serafines y el arcángel; todos ellos estarán extraordinariamente felices cada uno en su propia perfección y en su estado cuando mi plan haya alcanzado su punto culminante y cuando todas las pruebas se hayan acabado. ¿Pero a quiénes de entre ellos ofreceré la más elevada de las bendiciones y ocasiones favorables, las de “participar en la naturaleza divina”? Naturalmente, según nuestra suposición, el Hijo Unigénito es el que vino inmediatamente al pensamiento del Padre, como el que ya era el más alto puesto, el jefe de todas las miríadas que venían inmediatamente después de él; el dios, el poderoso por el que había creado todas las cosas y que, en los menores detalles, había manifestado su fidelidad y su lealtad a su Padre y Creador. A él, el primero, por consiguiente, se le ofrecerá la ocasión de alcanzar la naturaleza divina, su gloria, su honra y su inmortalidad. “En él habita toda la plenitud” (Col 1:18, 19). Ya tenía la preeminencia, sobre todos los demás, y habiéndola empleado con fidelidad, era naturalmente primero en el orden para recibir los honores y las dignidades más elevados cualesquiera que fueran que tenía el Padre para dar. Se le dará al que tiene, y estará en abundancia: la fidelidad tendrá su recompensa aun si esto significa para el fiel la sujeción a pruebas, experiencias y disciplinas más cruciales. Aunque siendo su hijo, el más fiel y el más dedicado de todos los hijos, no se le podía conceder una parte de esta naturaleza divina a menos que, en primer lugar, su fe y su lealtad no fueran sometidas a la prueba más crucial.

Este esbozo de la Nueva Creación, la elección del Unigénito para hacerse la cabeza y el jefe — sometido a pruebas, a disciplinas, a humillaciones y a otras experiencias necesarias para demostrar su dignidad — todo esto ya había sido determinado en el consejo divino antes de que el hombre fuera creado. Dios previó la caída de su creación humana; había decidido que la sentencia sería la muerte; había previsto imponer como prueba a su Unigénito, de nombrarlo, de su propio consentimiento, el Redentor de la humanidad, y por un sacrificio tan inmenso que esto implicaba, de manifestar su lealtad al Padre y su fe en él. Así, en el plan divino, él era “el Cordero degollado antes de la fundación del mundo”. Desde este punto de vista, discernimos que lejos de ser forzado a ser el redentor del hombre (lejos para el Padre de ser injusto hacia su Hijo en tal exigencia), el Padre lo preparaba para la suma exaltación — bien por encima de los ángeles, principados, potestades y de todo nombre que se pueda nombrar, compartiendo a la vez su propia naturaleza y su trono. —Heb. 1:4; Ef. 1:21.

Considerándolo desde este ángulo, no nos asombramos que el Apóstol habla de nuestro Señor como el que se encarga de ser nuestro Redentor “a causa de la alegría que era delante de él” (Heb. 12:2). Esta alegría no era simplemente la perspectiva de ocupar la posición más elevada en la Nueva Creación, por encima de todas las demás creaciones, sino que podemos razonablemente suponer que esto formaba parte de dicha alegría. Sin embargo, observamos que en la oración que nuestro Redentor hizo al Padre, mientras pasaba a través de las pruebas, no hizo alusión (lo que manifestaba una modestia notable) a la gran dignidad, la gloria y la inmortalidad que se le había prometido y que esperaba. Al contrario, en una sencillez noble y con humildad, él pidió sólo recibir la posición que ocupaba anteriormente como si estimara suficientemente honorable de haber sido escogido por el Padre para ser su agente en el cumplimiento de los otros rasgos importantes del plan divino, como ya había sido el agente honrado en la creación de todas las cosas que fueron hechas (Juan 1:3). Sus palabras simples fueron: “Glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.” (Juan 17:5). Pero la respuesta del Padre estaba llena de significado cuando dijo: “Te glorifiqué [honré] y te glorificaré [honraré] de nuevo.” —Juan 12:28 [MS del Vaticano].

Además, el Padre decidió que la Nueva Creación no sería formada de un ser único sino que tendría “hermanos” (Heb. 2:17). ¿Quiénes serían estos hermanos? ¿De qué clase serían escogidos? ¿Entre los querubines? ¿Entre los serafines? ¿Entre los ángeles? ¿O entre los hombres? De cualquier clase de donde serían escogidos, deberían someterse precisamente a las mismas pruebas exigidas al Unigénito y por la misma razón puedan participar en su gloria, en su honra y en su inmortalidad. La prueba a la cual estuvo sometido era la de la obediencia “aun hasta la muerte” (Fil. 2:8); todos los que quisieran participar con él, como Nuevas Criaturas, en la naturaleza divina, deberían compartir las mismas pruebas, los mismos sufrimientos y las mismas experiencias, y probar su fidelidad hasta la muerte. Si la oferta hubiese sido hecha a los miembros de una de las clases o naturalezas angélicas, habría requerido un programa divino diferente del que ahora vemos en curso de cumplimiento. Vimos que los santos ángeles habían recibido su experiencia y su conocimiento por la observación más bien que por el contacto directo con el pecado y la muerte; y suponer que, entre los ángeles, existe una condición tal que algunos de ellos pudiesen morir, implicaría que existía entre los ángeles una condición de pecado real (persecución del uno al otro, etc.) de naturaleza que determina condiciones semejantes a la muerte. O sea, esto implicaría que algunos de los ángeles deberían hacer como lo hizo nuestro Señor Jesús, abandonar su naturaleza superior y hacerse como hombres “para sufrir la muerte”. Dios no adoptó este plan, ya que, según su intención, el pecado y su castigo, la muerte, debían ser experimentados por el género humano, por eso, decidió escoger el resto de la Nueva Creación entre los hombres. De este modo, no sólo la prueba del Unigénito por sí sola se encontraría vinculada a la humanidad, y el pecado y la muerte que prevalecería entre los hombres, sino que todavía todos los que serían sus coherederos en la Nueva Naturaleza tendrían ocasiones semejantes y favorables, experiencias y pruebas. Por eso, el Unigénito, llamado Jesús, luego más tarde Cristo, es decir Ungido, sería un modelo, un ejemplo que los otros miembros de la Nueva Creación tendrían que seguir, que todos serían invitados a conformarse a la semejanza de su carácter, a hacerse “copias de la imagen de Su Hijo” (Rom. 8:29 — Diaglott). En esto, como en todas sus facetas, discernimos una manifestación de economía en los diversos rasgos del plan divino: la operación del pecado y de la muerte en un solo campo de actividad sería suficiente; se probaría ser no sólo una gran lección y una prueba para los hombres, y una gran lección práctica para los ángeles, sino que sería una prueba crucial para los que fueran considerados dignos de tener una parte en la Nueva Creación.

El hecho de que los escritos del Nuevo Testamento (las enseñanzas de Jesús y de los apóstoles) se dirigen a esta clase de “Nuevas Criaturas”, o a los que estudian con cuidado los grados necesarios de fe y de obediencia para colocarlos entre esta clase, indujo a muchos a suponer, contrariamente a las Escrituras, que las intenciones de Dios son las mismas para todos los humanos. De este hecho, ellos no vieron que el llamamiento de la actual Edad Evangélica fue especialmente anunciado como un “supremo llamamiento”, un “llamamiento celestial” (Fil. 3:14; Heb. 3:1). La incapacidad de reconocer que Dios tenía, y que todavía tiene, un plan de salvación para el mundo entero, y un plan diferente de salvación especial para la Iglesia de esta Edad Evangélica, condujo a una confusión de mente entre algunos comentaristas que no discernían la diferencia entre la clase elegida y sus bendiciones, y la clase mucho más numerosa de los no elegidos y de las futuras bendiciones que ella recibirá a través de los elegidos, al debido tiempo. Ellos supusieron que el plan de Dios terminará cuando finalice la elección, en lugar de comprender que será solamente entonces el comienzo tocante a la naturaleza humana y a la salvación de restauración para el mundo entero — para los que quieran recibirlo aceptando las condiciones del Señor.

Esta incertidumbre de pensamiento y esta incapacidad de reconocer la diferencia entre ambas salvaciones — la de la Iglesia a una nueva naturaleza (la naturaleza divina), y la del mundo por la restauración a la plena perfección de la naturaleza humana — trajeron una gran confusión, una mezcla en la mente de estos instructores a propósito de los pasajes bíblicos concernientes a estas dos salvaciones, de modo que hablan de los salvos unas veces con un punto de vista, y otras veces con otro. Algunos hablan de esos como seres espirituales y, sin embargo, confunden a estos seres espirituales en gloria, honra e inmortalidad con seres humanos, y ellos los imaginan como si tuvieran carne, huesos, etc. en la condición espiritual. Otros concentran su pensamiento en la restauración humana e imaginan una tierra paradisíaca recobrada donde el Señor y los santos moran en lo que llaman cuerpos espirituales sin discernir el verdadero sentido del término “espiritual”. Ellos deberían saber en efecto que si un cuerpo espiritual es adaptado a una condición espiritual, sería estorbado por las condiciones carnales o por los elementos carnales; así que el cuerpo humano o terrestre es un cuerpo bien adaptado a las condiciones terrestres; si, cualquiera que sea el grado, éste fuera espiritualizado, sería una monstruosidad incompatible con la intención divina y la naturaleza humana.

Podemos captar claramente la belleza y la simetría del plan divino sólo al reconocer la Nueva Creación, al discernir que sus miembros en perspectiva son llamados por Dios para ser separados, distintos de la naturaleza humana, que existe un “llamamiento celestial” o un “llamamiento superior”, y que no sólo tienen que hacer firmes su propia vocación y elección, sino que además tienen que hacer, con respecto a la familia humana de la cual son escogidos, un doble trabajo: (1) Deben ser agentes de Dios para reunir a la clase elegida dando su testimonio al mundo como miembros del sacerdocio de la propiciación, sufriendo por parte del mundo a causa de su fidelidad y de la ceguera de los hombres; (2) Con su Señor y Jefe, ellos constituirán un sacerdocio divino, real y espiritual, al cual serán confiados los intereses y los asuntos del mundo con vistas al enderezamiento y al levantamiento de cada miembro obediente de su raza; ellos serán el Mediador entre Dios y el hombre, y establecerán entre los hombres un reino de justicia conforme al programa divino para la instrucción y la restauración del hombre.

Comprenderemos fácilmente que ninguna otra clase de seres no está designada para responder a la intención divina de gobernar y de bendecir al mundo. Formando parte del género humano, “hijos de ira, lo mismo que los demás”, ellos, debido a su origen, deben conocer bien las debilidades, las imperfecciones, las tentaciones y las pruebas a las cuales la naturaleza humana se expone a causa del pecado y las debilidades de su constitución; esto los prepara para el papel de gobernantes moderados y de sacerdotes misericordiosos, lo mismo que su perfección entera en la naturaleza divina los calificará para ser absolutamente justos y bondadosos en todas las decisiones que tomarán como jueces del mundo, en el día del juicio del mundo.

Esta obra grandiosa e importante de elevar, de gobernar, de bendecir y de juzgar a los humanos y a los ángeles caídos será, como trabajo, especialmente confiada a estas Nuevas Criaturas de naturaleza divina; ningún otro ser en todo el universo no será preparado tanto como ellas para ejecutar este trabajo (para el cual, bajo la dirección divina, son especialmente instruidas y preparadas); sin embargo su misión o trabajo no termina allí. Al contrario, los mil años del reinado milenario constituirán sólo un comienzo de la ejecución de la gloria, de la honra y de la inmortalidad de estas Nuevas Criaturas. Al fin de este reinado, cuando el Reino sea entregado a “Dios el Padre” y a los hombres como los agentes glorificados del Padre para gobernar la tierra, un campo de acción aun más vasto se abrirá delante de la Nueva Creación. ¿No está escrito que el Padre Celestial no sólo le dio a su Hijo una participación en su propia naturaleza divina, sino también una parte de su trono con él, y que el Hijo se sentó con el Padre en su trono? (Apoc. 3:21). Y aun si, en un sentido, él deja esta posición oficial durante la Edad milenaria con el fin de administrar especialmente los asuntos del dominio terrestre que adquirió, esto no significa de ninguna manera que cuando haya terminado completamente la obra que el Padre le dio a hacer, que sea menos glorioso u ocupa una posición menos digna que la que le fue atribuida cuando, después de haber pagado por su sacrificio, el salario del pecado, ascendió al cielo.

Nosotros desconocemos cuáles grandes obras para el futuro el Creador puede proyectar para su Hijo amado y unigénito que “constituyó heredero de todo”, pero tenemos de nuestro mismo Maestro la promesa que nos hizo que cuando seamos glorificados, seremos semejantes a él, y le veremos tal como es, que compartiremos su gloria y que “así estaremos siempre con el Señor”. Cualesquiera que sean las futuras actividades reservadas para el Unigénito como “el heredero de todo”, estaremos con él, tendremos parte en su obra, en su gloria, como tendremos también parte en su naturaleza. Lo que precede se funda en las declaraciones de la Palabra escrita de Dios. Sin embargo, no puede ser sacrílego para nosotros consultar el libro de la naturaleza a la luz del plan divino y, empleando la Palabra divina como telescopio, discernir que no es en vano que diversos planetas (o mundos) alrededor de nosotros, en toda dirección, están en formación. Pasará que, en un tiempo u otro, otras creaciones se producirán allí. Cuando este tiempo tenga lugar, el que fue primero en todo continuará teniendo la preeminencia, siendo el jefe, el director de todas las fuerzas divinas. No necesitamos esperar una repetición, en otros planetas, de las experiencias del pecado hechas en nuestro mundo, la tierra; al contrario, estamos asegurados que el espectáculo único de la maldad excesiva del pecado y sus resultados terribles, podrá ser utilizado y lo será por el Señor como una lección perpetua al mismo provecho para los seres que todavía hay que crear en otros mundos y que aprenderán por observación y por instrucción en lugar de aprender por experiencia.

Cuando Satanás, todos sus emisarios y todas las malas y perniciosas influencias hayan sido destruidas; cuando la Iglesia glorificada hecha sabia por la experiencia, instruya estas criaturas perfectas de otros mundos, tal vez con la cooperación de instructores tomados de esta tierra, y ricos en un conocimiento y en una experiencia adquiridos por el contacto personal con el pecado y gracias a la obra de rehabilitación y gracias a la bendición del Señor, ¡cuán sabios se harán estos seres en relación con el bien y el mal y sus recompensas respectivas! Sus instructores serán capaces de enseñarles las particularidades de la gran rebelión de Satanás, de aquél que engañó de gran manera la humanidad, de la caída terrible de la humanidad en el pecado y la miseria, de la gran redención, de la alta recompensa atribuida al Redentor y a sus coherederos, de los privilegios benditos de la restauración concedidos a los humanos. Esos aprenderán de ellos que todo esto debe servir como lecciones y ejemplos para toda la creación de Dios y para siempre. Todas estas instrucciones deberían ser totalmente poderosas para impedir que estas criaturas pequen, y para enseñarles la necesidad de desarrollar un carácter de acuerdo con la ley divina de amor.

Como ya ha sido demostrado, la obra de estas “Nuevas Criaturas”, actualmente, reviste un aspecto doble. Su engendramiento del Espíritu Santo hace de ellas sacerdotes, pero es sólo su entendimiento que se engendra; el cuerpo todavía es de la tierra, terrestre y como dijo el Apóstol: “Tenemos este tesoro [la nueva naturaleza] en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2 Cor. 4:7). La mente (o voluntad) recientemente engendrada, es todo lo que hay ahora para representar la nueva naturaleza y es todo lo que habrá hasta la Primera Resurrección donde esta nueva voluntad, desarrollada en carácter, será provista con un cuerpo conveniente, un cuerpo celestial, un cuerpo espiritual perfecto y completo, en armonía absoluta con la voluntad divina. Mientras tanto el poder divino, el Espíritu Santo, opera en nuestra mente y hace de nosotros “Nuevas Criaturas”, sacerdotes; ella nos conduce hacia el sacrificio y nos da a entender que nuestros intereses humanos naturales, las ambiciones del hombre natural, las preferencias del hombre natural, etc., son las cosas que conviene sacrificar cada vez que se oponen en algún grado, a las aspiraciones y las condiciones preparadas por Dios para las “Nuevas Criaturas”. Así es como la victoria de la Nueva Criatura se obtiene al precio del sacrificio de su propia naturaleza humana y esta victoria glorifica a Dios así como su poder de crear en nosotros “el querer como el hacer” por medio de sus promesas; él no podría ser glorificado igualmente si todas nuestras condiciones naturales se pusieran de acuerdo a sus exigencias hasta el punto de que ningún sacrificio no sería necesario. Lo mismo que la fe, la consagración y el sacrificio de las “Nuevas Criaturas” en la vida presente responden a, (o corresponden a), y eran tipificados por, el sacerdocio aarónico de Israel y sus sacrificios típicos, así, explica el Apóstol, el futuro sacerdocio de estas Nuevas Criaturas es representado o tipificado por el glorioso sacerdocio de Melquisedec.

Melquisedec no era un sacerdote que ofrecía sacrificios en vestido de lino; era un sacerdote que era al mismo tiempo un rey, “un sacerdote sobre su trono”. Como tal, su posición en el tipo era más elevada que aquella de Aarón, porque Aarón era hijo de Abrahán, y Abrahán, por muy grande que fuera, le pagó el diezmo a Melquisedec que le bendijo. Esto tipifica, como lo explica el Apóstol, que el subsacerdocio de sacrificio representa un plano (o condición) inferior al sumo sacerdocio de realeza, de gloria y de honra. Melquisedec tipificaba por lo tanto estas Nuevas Criaturas en la gloriosa obra del Reino milenario (Cristo, — Cabeza — su jefe y ellos considerados como miembros de su cuerpo). Para estas Nuevas Criaturas, la fase sacrificatoria de su obra será totalmente cerrada, mientras que todas ellas habrán comenzado a reinar, a gobernar, a bendecir y a ayudar, el aspecto del poder real, soberano, educador, habrá comenzado. Ellas serán completamente competentes en lo sucesivo para realizar la promesa divina, a saber, que “todas las familias de la tierra serán bendecidas” por ellas, como agentes de Dios por quienes todos los que lo desean puedan volver en armonía completa con el Creador y con sus leyes. —Gén. 22:18; Gál. 3:16, 29.

Todas las diversas figuras por las cuales el Señor simboliza la relación íntima entre su Unigénito, el Salvador, y la Iglesia elegida, llamada y preparada para ser “Nuevas Criaturas” y sus asociados en la naturaleza divina, demuestran de una manera muy sorprendente la afinidad, la intimidad, la unidad que existirá entre ellos. Suponiendo que el Señor se diera cuenta que sus criaturas humanas y humildes de espíritu, tendrían dificultad para creer que el Creador pueda tener por ellas tal interés y tal amor, infinitos, hasta el punto de llamarlas a la posición más elevada en toda la creación, después de aquella de su Hijo y después de la suya, encontramos que el tema se presenta en repetidas ocasiones y bajo diferentes figuras. Lo ha hecho apropriado para resolver por completo nuestras preguntas, dudas y temores en cuanto a la fidelidad del Creador concerniente a la autenticidad de este “supremo llamamiento”. Refresquemos la memoria por algunas de estas figuras. En una, nuestro Señor se representa como la “piedra de ángulo” de una pirámide, y la Iglesia elegida como piedras vivas, traídas hacia él, formadas y preparadas en armonía con los rasgos de su carácter, con el fin de que puedan ser miembros con él en el gran edificio piramidal que Dios erige durante esta Edad Evangélica, y que, en la próxima Edad bendecirá al mundo, y por el cual será glorificado durante toda la eternidad.


(La segunda parte de este capítulo se publicará en la edición de noviembre-diciembre 2011 de esta revista)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba