DOCTRINA Y VIDA CRISTIANA

Estudio VIII
EL REPOSO, O EL SÁBADO DE LA NUEVA CREACIÓN
Parte I

Los estudios que hicimos en el capítulo precedente nos probaron, de manera concluyente, que para los que están en Cristo Jesús, no hay otra ley que aquella que encierra todo, la Ley de Amor. Vimos, de manera clara y distinta, que la Nueva Creación, Israel según el espíritu, no estaba en ningún sentido de la palabra, sometido al Pacto de la Ley, “añadida a causa de las transgresiones” cuatrocientos treinta años después del Pacto bajo el cual la Nueva Creación fue aceptada en el Bien amado. Es verdad que nuestro Señor Jesús, en su vida humana, observó estrictamente el séptimo día de la semana, conforme a la Ley de Moisés, sin estar de acuerdo no obstante con las concepciones falsas de los escribas y de los fariseos. Él observó la Ley porque según la carne, era judío, nacido bajo la Ley de Moisés, y por consiguiente, sometido a todas sus exigencias que cumplió, como declara el Apóstol, “clavándola en su cruz”; así él puso fin a eso en lo que le concernía personalmente y en lo que concernía a todos los judíos que venían al Padre por él. Todos los judíos, que no han aceptado a Cristo, siempre están sometidos a todas las disposiciones y a todos los reglamentos de su Pacto de la Ley, y, como explica el Apóstol, pueden liberarse de eso sólo al aceptar a Cristo como fin de la Ley — al creer. —Rom. 10:4.

En cuanto a los Gentiles, ya hemos visto que nunca estaban sometidos a la Ley de Moisés, y por consiguiente, no podían ser liberados de ella; ya hemos visto también que nuestro Señor Jesús, la Nueva Criatura, engendrada en su bautismo, y nacida del Espíritu en su resurrección — era la descendencia antitípica de Abrahán, y heredero de todas las promesas hechas en él; que, tanto los judíos como los gentiles acercándose a él por la fe, y al Padre mediante él, cuando son engendrados del Espíritu Santo se consideran también como parte de la Nueva Creación y coherederos de Jesús en el Pacto abrahámico del cual ningún miembro está sujeto al Pacto de la Ley o al Pacto de Moisés que fue añadido. En consecuencia, aunque el hombre Cristo Jesús estuviera bajo la Ley, y sujeto a la obligación de observar el séptimo día como parte de ella, esta sujeción a la Ley cesó para los discípulos de Cristo como para sí mismo, tan pronto como murió, poniendo fin a la Ley en toda rectitud y en toda justicia, para todos los judíos que le aceptaron, y que, gracias a él, murieron al Pacto de la Ley para vivir en el Pacto abrahámico.

No es sorprendente, sin embargo, comprobar que les hizo falta, hasta a los apóstoles, cierto tiempo para captar totalmente lo que significaba el cambio de la dispensación de la Ley a aquella de la Gracia — la Edad Evangélica. Igualmente, vemos que les hizo falta cierto número de años para darse cuenta plenamente de que con la muerte de Cristo, la pared de separación entre los judíos y los gentiles fue derrotada, y que en lo sucesivo los gentiles no deberían ser considerados más como impuros, no más que los judíos; es que en efecto Jesucristo, por la gracia de Dios, había probado la muerte por todos, y desde entonces quienquiera (judío o gentil) que quisiera acercarse al Padre podría ser aceptado por él, aceptado en el Bien amado. Aun años después de la conferencia de los apóstoles, en la cual Pedro y Pablo hicieron testimonio de la gracia de Dios concedida a los gentiles, y de los dones del Espíritu Santo, las lenguas milagrosas, etc. dones semejantes a los que habían sido testigos del engendramiento del Espíritu sobre los judíos en el Pentecostés, encontramos que Pedro todavía vacila, y cede a los prejuicios de los creyentes judíos, hasta al punto de alejarse de los conversos gentiles aún tratándoles como impuros. Él trajo a sí mismo debido a eso una reprimenda del apóstol Pablo quien, a todas luces, captó más claramente que los otros apóstoles, toda la situación creada por la nueva dispensación. Si un apóstol necesitó así una reprimenda para ayudarle a vencer sus prejuicios raciales, podemos fácilmente suponer que la mayoría de los creyentes (casi todos los judíos) estuvo durante varios años en una confusión muy grande respecto al cambio completo de las relaciones divinas a partir de la cruz.

La costumbre de los judíos, no sólo los de Palestina sino que además aun los que fueron dispersados a través del mundo, comprendía la observancia de un sábado; aunque al principio este sábado no estuviera fijado para ser otra cosa que un día de descanso, una cesación de trabajo, de allí llegó a ser muy a propósito un día reservado, en las sinagogas, para la lectura de la Ley y de los Profetas y para la exhortación. Era un día en que todo trabajo fue suspendido a través de toda Palestina. En consecuencia, los conversos judíos recién llegados al cristianismo se reunían muy naturalmente en el día del sábado para estudiar la Ley y los Profetas, desde el nuevo punto de vista de su cumplimiento comenzado en Cristo, y para exhortar mutuamente a ser firmes, y esto tanto más que veían acercarse el día — el gran día del Señor, el día milenario, “los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo”. Los apóstoles y los evangelistas que viajaban fuera de Palestina encontraron los oídos más atentos al Evangelio entre los judíos que ya esperaban al Mesías, y encontraron su mejor ocasión favorable de impresionarles en sus agrupaciones acostumbradas del séptimo día. Y nada tampoco en la revelación divina no les impedía recomendar el mensaje del Evangelio en el séptimo día no más que en el primer, o en cualquier otro día de la semana. Podemos, en efecto, estar seguros que estos primeros evangelistas recomendaron sin cesar la Palabra, por todas partes adonde fueron y en toda ocasión, a quienquiera que tenía un oído para escuchar.

El Apóstol que declaró que Cristo puso fin al Pacto de la Ley clavándola en su cruz no dijo ni una sola palabra a la Iglesia primitiva, por lo que muestra el relato, concerniente a una ley o a una obligación fijando la observancia especial del séptimo día de la semana, o de otro día de la semana. Al contrario, ellos siguieron estrictamente el pensamiento de que la Iglesia es una Nueva Creación bajo el Pacto original, y que, como casa de hijos, la Nueva Creación no está bajo la Ley sino bajo la Gracia. Estos instructores inspirados señalaron muy claramente la libertad de la Nueva Criatura, diciendo: “Nadie pues os juzgue en cuanto a cuestión de comida o de bebida, o en cuanto a día de fiesta, o novilunio, o sábado: las cuales cosas son una sombra de las que habían de venir, pero el cuerpo es de Cristo. —Col. 2:16, 17, Versión Moderna.

Ellos quisieran dar a entender a la Iglesia que todas las diversas disposiciones tocantes a las fiestas, los ayunos, los tiempos, las temporadas y los días formaban parte de un arreglo general — un tipo que Dios instituyó con Israel típico, y que eran sólo la sombra de las mejores cosas venideras — aplicables a Israel según el espíritu. Para los judíos, estas cosas eran unas realidades que les fueron impuestas y que les ataban por decretos divinos; para la Nueva Creación, son sólo sombras, lecciones que dirigen nuestra atención hacia el grandioso cumplimiento, y nada más. El hecho que los apóstoles eran deseosos de sacar provecho de los días del Sábado y de las sinagogas judías para recomendar el Evangelio de Cristo, no era en ningún sentido una adhesión a la organización y a la ley de los judíos como una regla o una servidumbre impuesta en la Nueva Creación. Hoy, nosotros, hasta si la ocasión se nos ofreciera, recomendaríamos a Cristo en las sinagogas judías, no sólo en el primer día de la semana, sino que lo haríamos con alegría en el día del sábado judío, en el séptimo. Sí, estaríamos dispuestos aun totalmente a recomendar a Cristo en un templo pagano y en un día sagrado para los paganos, pero no consideraríamos de ninguna manera que actuando así, aceptamos las doctrinas paganas o el día sagrado pagano.

Respecto al primer día de la semana que los cristianos, en general, observan como un sábado o día de descanso, es un error completo de aseverar que este día fue puesto de lado y considerado como un sábado cristiano por decretos de la iglesia católica romana. Es bien verdad que al tiempo de Constantino, más de dos siglos después de que los apóstoles se hubieran dormido, el formalismo se había introducido en la Iglesia en proporciones considerables, que los maestros falsos habían procurado, gradualmente, someter a los discípulos del Señor a la esclavitud del clero, y que las intrigas clericales y la superstición comenzaban a ejercer una influencia enorme. Es verdad también que en aquella época una ley fue promulgada entre los cristianos nominales, ordenándoles de observar el primer día de la semana como una actividad religiosa, etc. y prohibiendo el trabajo manual salvo en los campos donde la recolección de las cosechas podía considerarse como un trabajo necesario. Es verdad que este modesto principio de servidumbre y de sugerencia que el primer día de la semana, con los cristianos, había reemplazado el séptimo día de la semana de los judíos, conduciendo gradualmente y cada vez más a la idea de que todos los mandamientos dados por Dios a los judíos respecto al séptimo día, se aplicaban a los discípulos de Cristo a propósito del primer día de la semana.

Sin embargo, se comenzó a observar con razón el primer día de la semana bien antes de la época de Constantino, no como una servidumbre, sino libremente, como un privilegio. El solo hecho que nuestro Señor resucitó a los muertos el primer día de la semana ya hubiera justificado que este día fuera celebrado entre sus discípulos marcando el reavivamiento de sus esperanzas; pero a esto hay que añadir el hecho de que en el día de su resurrección él encontró sus fieles a quienes les explicó las Escrituras; algunos de ellos recordaron más tarde la bendición recibida, diciendo: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (Luc 24:32). Fue el mismo primer día de la semana en que él encontró ambos discípulos en camino por Emaús donde fue visto cerca del sepulcro por las dos María, donde había aparecido bajo los rasgos de un jardinero a María Magdalena, y donde se hizo reconocer a la asamblea general de los apóstoles, etc. Ellos esperaron una semana entera para ver otras manifestaciones del Maestro resucitado, que reapareció a los once sólo el primer día de la semana siguiente. Y así, por lo que sepamos, casi todas las apariciones de nuestro Señor a los hermanos se efectuaron el primer día de la semana. No es sorprendente por lo tanto que, sin menor mandamiento del Señor o de uno de los apóstoles, la Iglesia primitiva se acostumbró a reunirse el primer día de la semana, para recordar las alegrías sentidas por la resurrección de nuestro Señor, y también para recordar que su corazón ardía dentro de ellos el mismo día de la semana en que él les explicaba las Escrituras.

Ellos hasta siguieron conmemorando la comida fraternal donde, juntos y el mismo día, “partían el pan”; no se trataba de la Cena de la Pascua, o de la Cena del Señor, sino de un recuerdo de la bendición que les habían recibido en Emaús, cuando él partió el pan, sus ojos estuvieron abiertos, y ellos le reconocieron; era también el recuerdo de la bendición que recibieron en el aposento alto, cuando él partió el pan con ellos y les dio pruebas satisfactorias que era verdaderamente su Señor resucitado, aunque cambiado (Luc. 24:30,35,41,43). Leemos que partían el pan con alegría y gozo, no como recuerdo de su muerte, sino de su resurrección. Esto representaba, no su cuerpo quebrantado y su sangre derramada, sino la verdad refrescante que les tendía y gracias a la cual su corazón se alimentaba de las esperanzas alegres del futuro garantizadas por su resurrección de entre los muertos. (Nunca es cuestión de la “copa” en las referencias hechas al pan partido.) Estas agrupaciones en el primer día de la semana fueron unas ocasiones de regocijarse en el pensamiento que el nuevo orden de cosas había sido inaugurado por la resurrección de Jesús de entre los muertos.

A medida que la Iglesia se liberó gradualmente de una asociación estrecha con el judaísmo, y en particular después de la destrucción de Jerusalén y la ruptura violenta general de la organización judaica, la influencia del Sábado del séptimo día decayó; la Iglesia se pegó más o menos al primer día de la semana, al reposo y al refresco espirituales de la Nueva Creación que habían comenzado en la resurrección de nuestro Señor en la gloria, la honra y la inmortalidad.

En cuanto al mundo pagano en general, Dios no le dio ninguna ley especial o ningún mandamiento especial; los paganos tienen pura y simplemente lo que les queda de la ley original escrita en su naturaleza y ampliamente empañada, casi obliterada por el pecado y la muerte. Sólo otro mandamiento ha sido añadido a esta ley. ¡Arrepiéntase! porque una nueva ocasión favorable para obtener la vida ha sido preparada (accesible ahora, o durante el Milenio) y porque toda acción y todos los pensamientos voluntarios tendrán una repercusión sobre la salida final del caso de cada uno. Pero nada más que este mensaje “¡Arrepiéntase!” se da a los que no pertenecen a Cristo. Es sólo a los que se arrepienten que Dios todavía habla, según que tienen oídos para escuchar y un corazón para obedecer su voluntad.


(La siguiente parte del libro “La Nueva Creación” se publicará en la edición de marzo - abril de 2019)


Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba