EVENTOS SOBRESALIENTES DEL ALBA

Cuando Jesús Ascendió

“No me toques; porque aún no he subido a mi Padre; pero ve a mis hermanos, y diles: subo a mi Padre, y su padre, y a mi Dios y tu Dios.” —Juan 20:17

EN TODO EL MUNDO, muchos cristianos sinceros conmemoraron la muerte de Jesús en la noche del 13 de abril por el hecho de participar del “pan” y de la “copa”, como pidió a sus apóstoles que hicieran mientras estaban con él en el “aposento” la noche antes de que fuera crucificado (Marcos 14:15; Mat. 26:26-29). La fecha de la celebración anual de la muerte de nuestro Señor Jesucristo está de acuerdo con el calendario lunar judío, y ocurrió en el día catorce del mes de Nisán, el mismo día que el típico cordero de la Pascua judía fue degollado. Jesús cumplió esa figura, convirtiéndose en “Cristo, nuestra Pascua”, el “cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.” —1 Cor. 5:7; Juan 1:29

Utilizando el mismo calendario lunar, la mañana del 16 de abril de este año correspondió a la hora de la resurrección de nuestro Señor de los muertos, que las Escrituras declaran que aconteció en el “tercer día” (Mat. 16:21; 17:23; 20:19). Cuarenta días después de su resurrección, Jesús ascendió al Padre, que correspondió este año al 26 de mayo (Hechos 1:3). Diez días después, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos en Jerusalén, siendo la fecha equivalente este año el 5 junio (Lev. 23:4-16; Hechos 2:1). Así pues, el mes de mayo corresponde aproximadamente al período que sigue la resurrección de Jesús de entre los muertos, durante el cual apareció en varias ocasiones a sus discípulos y luego ascendió al Padre —el mes terminando pocos días antes del día de Pentecostés.

Independientemente de los cálculos del calendario lunar para los acontecimientos mencionados arriba, la muerte, la resurrección y la ascensión de Jesús, junto con el posterior derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés, son de vital importancia en el desenvolvimiento del plan de salvación de Dios. Cada año, en esta temporada, mientras nuestros corazones y nuestras mentes reflexionan un poco más particularmente en ellos, somos bendecidos recordando diversos textos valiosos de las Escrituras relativos a estos acontecimientos y meditando las importantes lecciones de verdad que transmiten. Recordamos que la significativa profecía de la resurrección de Jesús, registrada en el Salmo 16:10, en la que expresa su confianza en que su propia alma no se quedará en el infierno—esto es, su ser no sería dejado en el estado de muerte en la tumba.

Durante el período de su ministerio terrenal, Jesús no había hecho ninguna pretensión de una capacidad de resucitarse de los muertos, pero tenía confianza en que, si permanecía fiel, el Padre celestial no le dejaría en la muerte. Así, en sus últimas palabras en la cruz, dijo a su Padre celestial: “En tus manos encomiendo mi espíritu”—mi vida, mi existencia. (Lucas 23:46). El Apóstol Pedro, hablando en el día de Pentecostés, dijo: “A este Jesús resucitó Dios.” —Hechos 2:32.

El Apóstol Pablo también se refiere a la poderosa fuerza de Dios que se ejerció para levantar a Jesús de los muertos, y para exaltarlo a su diestra. Él informó a los hermanos de Éfeso que estaba orando para que los ojos de su entendimiento pudieran ser iluminados para conocer la esperanza de su vocación y la “superior grandeza” del poder divino que se ejerció en la resurrección de Jesús. Esta misma fuerza, dice, está también disponible para “nosotros los que creemos” (Ef. 1:17-22). Es a causa de que los ojos de nuestro entendimiento son iluminados que somos capaces de ver las cosas “que no se ven”, las cosas que son eternas en el cielo. —2 Corintios 4:17-18.

En nuestras meditaciones sobre este tema pensemos también en la amonestación de Pablo en Colosenses 3:1-3, en donde dice que si somos “resucitados con Cristo” deberíamos “buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.” Saber que Cristo fue tan altamente exaltado y asegurarnos de que podemos alcanzar la gloria celestial con él, es sin duda bendito de contemplar.

Pablo nos da otra razón que debería llenarnos de alegría: saber que Jesús ha sido altamente exaltado a la diestra de Dios. Tiene que ver con nuestras imperfecciones y la posibilidad de que tal vez nos sintamos desalentados por él. Dice: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Rom. 8:34). De nuevo, en la epístola a los Hebreos 7:25, Pablo escribe que “Jesús vive siempre para hacer intercesión.”

Los discípulos estaban felices de tener la certeza de que Jesús había resucitado de entre los muertos. Sin embargo, no fue hasta después de Pentecostés que entendieron esta preciosa verdad con respecto a su aparición en la presencia de Dios por ellos y por todos los que siguen fielmente sus pasos—el “rebaño pequeño” para los cuales al Padre le plugo darles el reino. —Lucas 12:32.

ESPERANZA TERRENAL

El maravilloso vínculo de amistad con Jesús desarrollado por su pequeño grupo de seguidores (incluyendo a las mujeres fieles) fue principalmente en una base humana. Ellos aún no entendían las cosas espirituales. Creían firmemente que era el Mesías prometido y que establecería el largamente prometido reino mesiánico. En sus numerosos milagros vieron las bendiciones terrenales que daría a todos a través de los organismos de ese reino.

Poco antes de la muerte de Jesús, cuando Marta se reunió con él al volver a Betania después de que su hermano Lázaro hubiera muerto, le dijo: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará” (Juan 11:21, 22). Entonces Jesús le respondió, diciendo: “Tu hermano resucitará”, a lo que Marta respondió: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero.” y, a continuación, “Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto?” —vss. 23-26.

De hecho, Marta creyó, al igual que María y todos los discípulos. Sobre la base de los milagros que habían visto a Jesús realizar, y a causa de sus maravillosas enseñanzas y las palabras de gracia que habló, creyeron que era el Mesías. Cómo debieron haberse emocionado con la idea de ser discípulos de aquel a quien era inherente semejante poder que incluso un toque de su vestido curaba a los enfermos.

Amaban a su Maestro, tan cariñosamente. Cuando les fue arrebatado y se le crucificó, su dolor fue más profundo y amargo, y sus esperanzas, que se habían centrado en él, se frustraron. No es de extrañar, entonces, que al descubrir María Magdalena la tumba vacía, e informó a Pedro y a Juan de habían robado su cuerpo, se apresuraron a verlo por sí mismos. No es de extrañar que también María, abatida en el espíritu por la decepción de no ver el cuerpo de su Señor, y, entonces, dándose cuenta de repente de que Jesús estaba de pie ante ella, exclamara: “Rabboni, es decir, Maestro”, tratando, al parecer, de abrazarlo. —Juan 20:16

Debió haberle parecido más que extraño que Jesús le dijera: “No me toques; puesto que aún no he subido a mi Padre” (vs. 17). La palabra griega traducida aquí “toques” es la que se utiliza en cada una de las instancias en las cuales se hace referencia a personas que “tocaron” a Jesús o a su ropa con el fin de ser sanado. También es la misma palabra que se utiliza en los casos en que Jesús “tocó” a diferentes individuos en relación con los milagros de curación.

El Profesor Strong define la palabra griega como “apegarse”, y de la mayoría de sus usos en el Nuevo Testamento parece indicar claramente que es un apego esencial que resulta en bendiciones de curación. En su asociación con Jesús, los discípulos, entre ellos María, fueron testigos de la milagrosa consecuencia de su toque. También vieron que cuando otros extendían la mano y le tocaban con la fe, creyendo que serían sanados, su “virtud [poder]” salía hacia ellos y recuperaban su salud. Durante días el dolor por la muerte de su amado Maestro destrozó a María Magdalena. Ahora, al darse cuenta de repente de que ya no estaba muerto, sino vivo, y estando a su lado, ella extendió la mano en un intento de apegarse a él para que nunca pudiera volver a verse privada de las bendiciones que sentía que solo él podía darle. Se trataba de un proceso natural, pero era una bendición que ella buscaba.

María fue incapaz en ese momento de comprender el motivo que Jesús le dio para no querer que ella le tocara: “Aún no he subido a mi Padre”. El Señor resucitado encargó a María, sin embargo, ir a sus hermanos “y diles: subo a mi Padre, y su padre, y a mi Dios y tu Dios”. María no había estado en el aposento la noche antes de que Jesús fuera crucificado. A menos que algunos de los que estuvieron allí le dijera que Jesús había hablado de ir a su padre, no sería capaz de sacar ningún significado de esa declaración, especialmente como una razón para no tocarlo y recibir parte de una gran bendición.

En el aposento Jesús había dicho a sus discípulos que iba a su Padre y que entonces enviaría al Consolador, al Espíritu Santo: el Espíritu de la verdad que “procede” del Padre (Juan 14:26; 15:26; 16:7). Cuando María les llevó el mensaje de Jesús diciendo que aún no había ascendido a su padre, probablemente recordaran su promesa. Sin embargo, todavía no comprendían su significado, ni les fue posible hacerlo hasta después de que se cumpliera la promesa, y hubieran recibido en realidad al Espíritu Santo para iluminarlos y reconfortarlos.

DE LO TERRENAL A LO ESPIRITUAL

Desde este lado del Pentecostés, sobre todo en este final de la edad cuando nuestro retornado Señor haya servido la familia de la fe con “alimento a su debido tiempo”, podemos ver claramente lo que Jesús quiso decir en ese comunicado a María, “No me toques, puesto que aún no he subido a mi Padre”. Es una forma de decir que su relación con ella, y con todos sus discípulos, iba a basarse ahora sobre un cimiento enteramente diferente. Ya no iba a pensar en él en términos de amistad humana, ni tampoco simplemente como alguien que podía curar enfermedades y dolencias físicas. Él le estaba diciendo, en efecto, que, desde ese momento en adelante, que las bendiciones que fluirían de él a sus seguidores les llegarían a través del Espíritu Santo, y no se les podría enviar el Espíritu Santo hasta que hubiera ascendido a su Padre.

María y los discípulos iban a aprender que su relación con Jesús ya no se sostenía sobre una base humana. Mientras se les apareció milagrosamente algunas veces después de su resurrección, cuando ascendió a su padre y al de ellos su relación sería a través de la fe, y a través de la luz y el consuelo del Espíritu Santo. Incluso antes de que Jesús ascendiera a su padre, su limitada asociación con sus discípulos durante los cuarenta días que transcurrieron entre la resurrección y la ascensión se diseñó para ayudarles a darse cuenta de que se había operado un gran cambio, y que ya no podían estar con él y disfrutar de su compañía de la misma forma a como lo hicieran antes de ser crucificado. Mientras él estaba, sin duda, personalmente con ellos, aunque invisible de la mayoría del tiempo durante esos cuarenta días, lo vieron sólo unas pocas veces, y cada vez que aparecía su aspecto era tan diferente de los anteriores que no lo reconocían ni pudieron familiarizarse con él.

Al mismo tiempo, el hecho de que él pudiera aparecer y desaparecer a voluntad, incluso cuando estaban con las puertas cerradas, les ayudaría a comprender que ya no se encontraba obstaculizado por grilletes de carne. Esto, junto con el anuncio de que “toda potestad” se le había dado “en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18) le ayudaría a prepararlos para lo que el Espíritu Santo les revelara plenamente después; a saber, que si bien había sido condenado a muerte en la carne, se le había vivificado en el Espíritu. Como afirma Pablo: él había sido hecho “espíritu vivificante.” —1 Cor. 15:45.

Quizás entonces los discípulos comenzaran a darse cuenta de que, al menos vagamente, el significado de lo que el Maestro le había dicho a Nicodemo, cuando le explicó que aquellos “nacidos del Espíritu” pueden ir y venir como el viento—invisiblemente—y ejercer un gran poder (Juan 3:8). Cuando estaba con ellos en la carne, en ocasiones llegó a estar físicamente cansado, y les diría, como en una ocasión: “Venid vosotros aparte… y descansar un poco” (Marcos 6:31). Colgando y sufriendo en la cruz dijo, “Tengo sed” (Juan 19:28). Ahora, sin embargo, a pesar de que vieron muy poco de él, no hubo nada en su conducta para indicar que de alguna forma estuviera sujeto a las limitaciones humanas o al goce de cualquier sufrimiento físico o cansancio.

ASCENDIÓ “FUERA DE SU VISTA”

La última visita de Jesús a sus discípulos después de la resurrección fue más impresionante al respecto. Después de decirles que recibirían poder a través del Espíritu Santo, les encargó ser sus testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra. Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (Hechos 1:8, 9). Esto, sabían, estaba más allá de la capacidad de un simple humano.

No es de extrañar que los discípulos pusieran “los ojos en el cielo entre tanto que él se iba” (vs. 10). Qué culminación dramática era esta a la serie de experiencias a través de los cuales habían pasado durante las seis semanas desde que su Maestro fue detenido y condenado a muerte. Los dos ángeles que aparecieron después de que Jesús les dejara preguntaron: “Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo?” (vs. 11). Los ángeles no esperaron respuesta puesto que sabían que estos “varones galileos” en este momento estaban embargados por sus emociones, tan sorprendidos y tan incapaces de comprender el significado de los eventos a los que este fue un sorprendente clímax, que probablemente no serían capaces de responder.

A continuación los ángeles explicaron que “este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (vs. 11). Es el “mismo Jesús” que habían visto ir al cielo que vuelve. En realidad era la misma personalidad de amor y de comprensión con la que se habían asociado durante todo su ministerio terrenal. Sin embargo, ya no era más un ser humano cuyo “toque” literal sanó a los enfermos o cuya “virtud” salía a curar a los que tocaran el borde de su manto.

Jesús, con el que habían estado tan bien familiarizados y de cuya compañía habían disfrutado, era “Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5). Era el hombre Jesús que dijo que iba a dar su carne para la vida del mundo (Juan 6:51). El que a su regreso sería el altamente ensalzado Jesús, quien desde su resurrección parecía tan diferente. De hecho, era diferente, puesto que ahora había “nacido del Espíritu”, habiéndolo hecho dador de vida, ser espiritual por el potente poder de Dios. El Jesús resucitado podía entrar en una habitación con las puertas cerradas y bajo llave, y aparecer y desaparecer a voluntad. Podía estar con sus discípulos durante cuarenta días sin ser visto excepto cuando se les aparecía. Era él quien fue elevado milagrosamente a los cielos y desapareció de su vista tras una nube. Es este Jesús quien va a regresar, y de la misma manera en que se hubo ido. Esto es, no sería visto por el mundo, excepto por unos pocos de sus amigos más cercanos, sus hermanos, que son conscientes de ello.

Desde “el monte llamado Olivete”, en donde Jesús se apareció a sus discípulos por última vez, volvieron a Jerusalén—a la distancia de lo que se debía andar un día sábado—y residieron en el aposento donde “perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (Hechos 1:12-14). No fue necesario esperar mucho, puesto que diez días después se cumplió la promesa del Maestro de enviar el Consolador, el Espíritu Santo. Fue bajo su influencia iluminadora que fueron ya capaces de colocar sus experiencias bajo un patrón comprensible e inspirador. Fue bajo esa luz y el poder del Espíritu Santo que Pedro fue capaz de predicar su conmovedor sermón en el que señaló el cumplimiento de la profecía acerca de la muerte y la resurrección de Jesús, un sermón tan potente que “tres mil almas fueron compungidas de corazón.” —Hechos 2:37, 41.

No debemos pensar en la poderosa manifestación del Espíritu Santo ocurrida en Pentecostés como el cabal cumplimiento de la promesa de Jesús de enviar el “Consolador”. En realidad, era sólo el comienzo. Ni iban a limitarse las bendiciones del Espíritu Santo a unos pocos, especialmente a los apóstoles elegidos. En el “aposento” donde los hermanos habían esperado en oración, con las mujeres y con María la madre de Jesús, estaban presentes un total de ciento veinte. —Hechos 1:15.

Entre los presentes se encontraba sin duda María Magdalena, a quien Jesús había dicho: “No me toques; puesto que aún no he subido a mi Padre”. Como resultado de la ascensión y la aparición en el cielo para la iglesia vino sobre ellos el Espíritu Santo. María entendería entonces cuán valiosas y duraderas eran las bendiciones que iban a derramarse sobre ella, y sobre todos sus hermanos, que fueron posibles mientras estaba en la carne.

Ahora, en vez de apegarse a su ser físico con la esperanza de obtener virtud y fuerza, María sabía que podía ir al trono de gracia celestial, para alcanzar misericordia y hallar gracia para ayudarle en cada momento de necesidad. Comenzando en Pentecostés, los discípulos iluminados por el Espíritu entendían que cuando Jesús regresó a su Padre se hicieron posibles dos grandes bendiciones para ellos. Apareció en la presencia de Dios para “interceder” por nosotros y el Espíritu Santo “se derramó” para iluminar y consolar a sus fieles seguidores. María ahora entendería esto y se regocijaría en su fraternidad espiritual con el Padre y el Hijo, que de ese modo fue posible.

Antes de su crucifixión Jesús dijo a sus discípulos, “El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os han dicho. La paz os dejo, mi paz os doy: yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo.” —Juan 14:25-27

Comenzando en Pentecostés, los discípulos experimentaron el cumplimiento de esta promesa. Desconcertados y desanimados cuando su Maestro fue crucificado, ahora, a través del ministerio del Espíritu Santo, como consolador enviado por Dios, ellos tenían paz. Era una paz que pasó al entendimiento humano, nacido de la confianza en la sabiduría del Padre y del amor por dirigirles y cuidarles. Ya conocían lo que le había dicho a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida”, se me ha dado “toda potestad… en el cielo y en la tierra” y que, habiendo aparecido en la presencia de Dios por sus hermanos, se les había hecho asequible el poder del Espíritu Santo.

A diario experimentaban, y se manifestaba en sus vidas, el poder del Espíritu. Abrió los ojos de su entendimiento para contemplar la gloria de Dios que se reveló a través de su plan de amor para la redención y la salvación de la humanidad. El poder del Espíritu Santo, trayendo a la memoria las maravillosas palabras de vida que Jesús les ministró antes de que fuera crucificado, les recordó su promesa de que aquellos que abandonaran todo y le siguieran a la muerte tendrían un “tesoro en los cielos” (Mat. 19:21). Ahora que ya conocían lo que era el “tesoro”.

En efecto, los apóstoles conocían y enseñaban que podemos esperar vivir y reinar con él, a condición de morir sacrificadamente con Jesús, que seremos hechos como él y lo veremos tal como es. También se dieron cuenta, sin embargo, que no se alcanzaría esta gloriosa recompensa celestial hasta que regresara el Maestro, así prometió que volvería “otra vez” y les recibiría a ellos y a todo su pueblo para él, esta era la base de la más bendita esperanza.

Por otra parte, los apóstoles claramente entendían y enseñaban a los hermanos que la esperanza de vida inmortal dependía de la resurrección de los muertos. Sabían que toda la humanidad está perdida en la muerte a menos que haya una resurrección. Comprendieron que Jesús, por su propia muerte, ha hecho posible la resurrección de la iglesia y del mundo, y que su resurrección por el Padre garantiza que, a través de él, todos tengamos vida.

Por el poder del Espíritu Santo y del ministerio de los apóstoles iluminados, estas verdades llegaron a entenderse claramente en la Iglesia primitiva. Hoy inundan nuestras mentes e inspiran nuestros corazones, así una vez más, de manera especial, recordamos que lo que dijo que él era la “resurrección y la vida” no podía llevarse a cabo en la tumba porque el Padre Celestial utilizó su gran poder para romper las bandas de la muerte. Cómo nos alegramos en la seguridad de que el que fue vivificado en el Espíritu y apareció en la presencia de Dios por nosotros, ahora ha vuelto, y pronto, si permanecemos fieles, estaremos con él en gloria y lo veremos tal como es.



Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba