EVENTOS SOBRESALIENTES DEL ALBA

En el Aposento

“Sabiendo Jesús que su hora había venido para que pasase de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.” —Juan 13:1

JESÚS Y SUS APÓSTOLES pasaron la noche antes de su crucifixión en un “aposento”, que se había presentado como un lugar donde podían comer el cordero de la Pascua en conformidad con los requisitos de la ley judía. Esto fue en el decimocuarto día del primer mes del año lunar, conocido como Nisán. “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, lo bendijo, lo partió, lo dio a sus discípulos y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados.” —Mat. 26:26-28

Pablo cita Jesús como diciendo: “Haced esto en memoria de mí.” Entonces, Pablo añade: “Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga.” (1 Cor. 11:24-26) Es evidente por estas palabras que Jesús deseaba que sus discípulos continuaran esta conmemoración, o memorial, de su muerte de año en año, en el aniversario de su crucifixión. Este año esa fecha será el domingo trece de abril por la noche, en la cual los hermanos y los seguidores del Maestro en todo el mundo se reúnen en esta Cena Conmemorativa.

Jesús era el antitipo del cordero pascual. Fue el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29) La Cena Conmemorativa no es una continuación de la cena pascual judía. Para los creyentes, la necesidad de continuar con la celebración pascual típica cesó cuando el Cordero de la Pascua antitípica fue degollado. La Cena Conmemorativa es un recuerdo del sacrificio de Jesús, la conmemoración de su muerte.

Es una ceremonia sencilla en la que el “pan sin levadura” simboliza el cuerpo partido del Maestro y la “copa” representa su sangre derramada. Este “fruto de la vid”, como símbolo de la sangre derramada de Jesús, representa su muerte, mientras que el pan sin levadura nos recuerda que fue una vida humana que fue sacrificada. Jesús había dicho que daría su carne para la vida del mundo. (Juan 6:51) Cuando participamos de esos emblemas en la Cena Conmemorativa señalamos que aceptamos con gratitud la provisión de vida que nuestro Padre Celestial ha hecho para nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Redentor.

PARTICIPACIÓN

Pablo nos dio una nueva reflexión al escribir: “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Cor. 10:16-17). Pablo está diciendo que al participar todos, simbólicamente hablando, del cuerpo y de la sangre del Ungido que “nosotros, los muchos”, tenemos el privilegio de ser contados como “un cuerpo” bajo Jesús como nuestra “cabeza”.

Tras haber participado en los beneficios simbolizados por el cuerpo y la sangre de nuestro Señor, ahora tenemos el gran privilegio de compartir con Cristo en los “mejores sacrificios” de esta Edad Evangélica (Heb. 9:23 ) Hay que recordar que los sacrificios que compartimos no se caracterizan por el cordero pascual, puesto que sólo Jesús fue el “Cordero de Dios” cuyo sacrificio podría quitar el “pecado del mundo” por medio de su muerte como el precio correspondiente para el padre Adán, un “rescate por todos.” —1 Tim. 2:5, 6

Más bien, los “mejores sacrificios” que compartimos son los de la “ofrenda por el pecado”, caracterizada por el hecho de que Israel ofrecía un “becerro” y un “macho cabrío” en el Día de la Expiación. (véase Levítico capítulo 16) Por lo tanto, cuando participamos de la “copa” y el “pan” en la Cena Conmemorativa estamos diciendo que hemos aceptado por nosotros mismos las provisiones meritorias del sacrificio redentor de Jesús y que queremos seguir ofreciéndonos como parte de la gran ofrenda por el pecado antitípica. La Conmemoración es el momento en el que cada uno de nosotros, como seguidores de Cristo, renovamos nuestra consagración. Es el momento de reafirmar nuestro deseo de ser desarrollados con nuestro Señor como sumo sacerdotes simpatizantes, para seguir estando muertos con él, y ser reavivados con la esperanza de vivir y reinar con él.

Jesús no murió simplemente por sus seguidores asidos de la edad actual. Su sangre fue derramada y su cuerpo partido por los pecados de todo el mundo (1 Juan 2:2). Esto significa que al participar de los emblemas de la Conmemoración nos alegramos en el amor de Dios por toda la raza humana y de la maravillosa provisión que ha hecho a través de Cristo para su restauración a la vida en el reino mesiánico. Es un recordatorio de que nuestra fe y esperanza no son mezquinas y egoístas, sino generosas y amorosas, en que concebimos la bendición final de “todas las familias de la tierra.” —Gén. 28:14

LECCIONES DEL APOSENTO

Es bueno que a lo largo de toda la temporada de la Conmemoración contemplemos especialmente la gravedad de ser un discípulo de Cristo. Muchas de las facetas importantes del discipulado fueron llamadas a la atención de los discípulos en el aposento aquella memorable noche antes de la crucifixión del Señor. Un registro de esto se encuentra en los capítulos 13 a 17 del Evangelio de Juan. Notemos algunas de las cosas que Jesús dijo e hizo esa noche.

Después de la cena Jesús lavó los pies de sus discípulos. (cap. 13:1-17) Esto fue diseñado como una lección de humildad, y cuán importante es para todo seguidor del Maestro de ser humilde ante el Señor y ante el resto de los hermanos. Es una prueba severa para todo el pueblo del Señor. A menudo parece que hay un deseo de ser prominente o de hacer algo de gran importancia en el servicio del Señor.

Jesús ilustró el espíritu de humildad al llevar a cabo un servicio muy humilde para sus discípulos. Que seamos atentos respecto a oportunidades de hacer algo para los hermanos, incluso si se nos pasan inadvertidos y desconocidos. A su debido tiempo el Señor indicará las grandes cosas que hay que hacer, si no en este lado del velo, entonces, en el reino, cuando vivemos y reinemos con él si somos fieles.

La verdadera humildad se muestra en la acción, no sólo en las palabras. El hermano o la hermana que es verdaderamente humilde no tendrá que decirlo a los demás. La humildad consiste en hacer con todas nuestras fuerzas lo que está en nuestras manos para hacer, sea algo parecido al servicio doméstico, o de cualquier otro tipo, sin ostentación, sin aparentar y sin invitar de ninguna manera a otros a observar nuestra humildad.

No hay mejor manera de obtener una auténtica perspectiva de verdadera humildad que a través de la meditación de la grandeza de nuestro Dios y de nuestro Señor Jesucristo, particularmente durante la Conmemoración. Si estamos siendo humillados por la posición en la que nos encontramos, ya sea en relación con nuestro trabajo diario o en la congregación del pueblo del Señor, recordemos a Jesús. “Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isa. 53:7). Profesamos que queremos ser como Jesús. Que nos regocijemos cuando el Señor nos da una experiencia que nos proporciona la oportunidad de desarrollar una mayor humildad.

AMARNOS UNOS A OTROS

Estuvo en el aposento que Jesús dijo a sus discípulos: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.” (Juan 13:34) Este es un mandamiento que provoca un examen de conciencia. Estas palabras son bien conocidas por todos los que profesan seguir a Jesús. ¿Cuán profundamente, sin embargo, entran en nuestra conciencia y controlan nuestros pensamientos, palabras y obras?

Jesús nos amó hasta el punto de dar su vida por nosotros, al sufrir la muerte cruel de la cruz. Mantener este mandamiento y seguir sus huellas diariamente en el servicio de los hermanos con nuestro tiempo, nuestra fuerza y nuestra sustancia que, de lo contrario, se podrían utilizar en beneficio de nuestros propios intereses en la vida. Cada uno de nosotros, como discípulo del Maestro, debe responder si estamos manteniendo el espíritu de estas palabras y la temporada de la Conmemoración es el momento perfecto para este tipo de auto examen.

Nuestra Escritura de apertura dice de Jesús que, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.” Hemos de amar de forma similar unos a otros. Aquí se describe un amor constante y permanente, un amor que supera las dificultades de cualquier tipo y que con paciencia sigue sacrificando a fin de que otros, especialmente nuestros hermanos, puedan ser bendecidos. No es un amor que es cálido hoy e indiferente, o incluso frío, mañana. No se trata de un amor que se ilumina con entusiasmo cuando se aprecian nuestros esfuerzos y se convierte en una mera ascua muerta cuando nuestro servicio pasa desapercibido y no es alabado.

Cuando pensamos en la gloriosa perfección de Jesús, en comparación con la inacabada, imperfecta naturaleza de los discípulos, nos damos cuenta de que no era algo natural amarlos. Sin embargo, el Maestro los amó a pesar de todas las cosas que podría haberle repelido y desalentado su amor por ellos. Es de este mismo modo que nosotros, también, debemos amar a los hermanos, a todos nuestros co-discípulos.

No es difícil amar a los que nos aman, y hay afinidades especiales de intereses y personalidades entre los hermanos que los juntan de cerca. Es bueno que todos amen uno al otro, pero, esto por sí solo no es la medida total de la obediencia al “mandamiento nuevo” que merece una plena entrada en el reino.

Hay entre los hermanos quienes pueden parecer diferentes y por ello nos parecen lejanos. Algunos incluso pueden ser irritantes en sus palabras y en sus hábitos. Nos enorgullecemos de nuestro crecimiento en la gracia y nos sentimos superiores a aquellos que no han avanzado tanto. Podemos suponer que los nuevos en el camino deberían ser tan “buenos” como nosotros. Si nos encontramos pensando de esta manera, pareciera indicar que no estamos amando a todos los hermanos como Jesús amó a sus discípulos y a nosotros. Aquí, una vez más, la temporada de la Conmemoración es el momento adecuado para revisar nuestra opinión de los hermanos, y lo bien que estamos cubriendo sus imperfecciones con el manto de amor abnegado.

EL AMOR DEL PADRE

Jesús también dijo en el aposento: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, él es el que me ama; y el que me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él.” Oyendo esto, uno de los discípulos le preguntó: “Señor, ¿cómo es que has de manifestarte a nosotros, y no al mundo?” Jesús le respondió a esto: “Si un hombre me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos á él, y moraremos con él.” –Juan 14:21-23

A partir de ahí aprendemos el secreto de permanecer en el amor del Padre celestial, y de tener que él y nuestro Señor Jesús, hagan su morada con nosotros, es “guardar” sus mandamientos. Esto debería ser una sosegada realidad para cada hijo consagrado de Dios. Existe el peligro de que los “mandamientos” y otros aspectos de la verdad puedan llegar a ser mucha palabrería que aprendemos cómo expresar con poca sinceridad y utilizarlas como base para filosofar. De hecho, es importante que cada una de las fases de la verdad, sobre todo los importantes mandamientos de Jesús, llegue a fijarse bien en nuestra mente. Esto solo, sin embargo, no es suficiente.

Si vamos a darnos cuenta del sentido completo de la presencia del Padre con nosotros, y de que su amor se derrama en nuestros corazones, es esencial que guardemos su palabra, y lo hagamos sin importar qué costo conlleva. De hecho, requerirá todo lo que tenemos y somos, finalmente nuestra vida, para guardar los mandamientos de Jesús. Nos costará amar a los que no nos resultan agradables y a los que no nos gustan o, incluso, pueden ofendernos. Mas, sin embargo, es parte de lo que se trata de ser discípulos de Cristo. No hay mejor momento para una nueva comprensión de esto que en la temporada de la Conmemoración.

PAZ DADA

En el aposento, Jesús dijo también a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.” (Juan 14:27) El mundo trata de dar paz a sus ciudadanos a través de seguridad financiera y mecanismos sociales amistosos, pero cuán superficial y breve resulta a menudo tal paz. Por el contrario, cuán profunda, dulce y constante es la paz que nace de la fe y la confianza en nuestro Padre Celestial y nuestro Señor Jesucristo.

“Mi paz os doy”, dijo Jesús. Su paz resultó de conocer a su Padre Celestial y de la perfecta confianza que puso en él. “Yo sabía que siempre me oyes”, dijo Jesús en oración. (Juan 11:42) Cuando Jesús estaba a punto de ser detenido dijo a aquellos que mostraron la voluntad de ayudarle: “¿Te parece que no puedo ahora orar a mi Padre, que se encuentra actualmente me dan más de doce legiones de ángeles?” (Mat. 26:53) Más tarde dijo a Pilato: “No tienes ningún poder sobre mí salvo que te fuera dado desde arriba.” —Juan 19:11

Jesús fue afianzado por el amor de su padre y de su capacidad para cuidar de él. Sabía que el gran poder que detuvo a la tormenta en Galilea, que curó a los enfermos y que resucitó a los muertos podría protegerle, fortalecerle y confortarle en cada una de las situaciones que pudieran surgir. Por lo tanto él tenía paz. No una paz basada en la tranquilidad, porque la vida de Jesús estaba a menudo lejos de ser tranquila. Sus enemigos estaban pujando de continuo contra él. Por último, le arrestaron y lo crucificaron. Sin embargo, a través de Jesús disfrutamos de la paz de mente y de corazón que el mundo no puede dar ni quitar.

Jesús nos dejó esta misma paz a nosotros. Es esencial que no fallemos de cumplir con las condiciones en las cuales esta paz puede llegar a ser nuestra. Los requisitos para poseer y disfrutar de esa paz son los mismos que para Jesús. Estos fueron: confianza en el cuidado y en el amor de Dios y una completa resignación a la voluntad de su padre. Sin estos Jesús no pudo haber disfrutado de paz.

Es lo mismo para nosotros. Debemos tener la certeza del amor del Padre y de su capacidad para suplir todas nuestras necesidades. Debemos aceptar tan plenamente su voluntad que no nos inquietarán las pruebas que permita sobrevenirnos. Estas son claves muy importantes para disfrutar de esa paz perfecta que puede ser nuestra como discípulos de Cristo. De hecho, la participación de los emblemas de la Conmemoración indica que hemos rendido nuestra voluntad, nuestro todo, al Padre Celestial, aun como hizo Jesús.

Hemos de evitar ser coléricos y preocuparnos por las cosas de la vida que no nos gustan y que no podemos cambiar. No deberíamos tener una preocupación ansiosa por el resultado de las diversas situaciones que pueden confrontarnos. No debemos ser rebeldes con la parte de la vida en la que nos encontramos. No debemos ser envidiosos de aquellos que parecen disfrutar de muchas más bendiciones en la mano del Señor que nosotros. Tener dificultad con alguna o todas estas actitudes podría indicar una falta de completa resignación a la voluntad del Señor.

La paz de Dios y de Cristo es nuestra para disfrutar si cumplimos con las condiciones. Ninguna experiencia de “Getsemaní” puede robarnos esa paz si tenemos en cuenta que nuestro Padre Celestial conoce nuestras necesidades y cumple su mejor parte para aquellos que dejan la elección con él. Recordemos la advertencia: “No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo.”

LA ORACIÓN DE JESÚS

Antes de salir del aposento aquella noche, Jesús se dirigió a su Padre Celestial en oración, registrada en Juan capítulo 17. En gran medida esta oración fue en nombre de los apóstoles y en nombre de aquellos que creyeran en él “a través de su palabra.” (vs. 20) Lo cual nos incluye. Jesús dijo: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.” (vs. 17) Podemos participar en la respuesta a esta oración sólo si nos aplicamos al estudio de la Palabra de Dios y rendimos nuestra vida a su sagrada influencia.

“Como tú me enviaste al mundo,” Jesús continuó, “así los he enviado al mundo.” (vs. 18) Este es un recordatorio de la comisión divina que hemos recibido, ser embajadores de Cristo. Esto está estrechamente asociado con la importancia de los emblemas de la Conmemoración, que simbolizan el sufrimiento y la muerte de nuestro Redentor. Jesús fue crucificado por su fidelidad al ministerio de la verdad.

Nos alegramos por el hecho de que Jesús fuera “santo, inofensivo, sin mácula, separado de los pecadores.” (Heb. 7:26). Sin embargo, no fue por su paciencia, misericordia y amor por lo que fue odiado y muerto. Fue a causa de que expuso un error popular y de que proclamó una verdad impopular. La oscuridad de su día odiaba la luz, por eso los agentes de las tinieblas llevaron a la muerte al Portador de luz. Si realmente deseamos seguir sus pasos—sufrir con él—debemos ser fieles como sus embajadores en la proclamación del Evangelio del reino.

Jesús también oró para que sus discípulos fueran uno, como él y su Padre son uno (Juan 17:21). La respuesta a esta oración en nuestra propia experiencia será en proporción a la aceptación de la voluntad y la manera del Padre Celestial en nuestras vidas. Nuestra unidad del Espíritu, como discípulos del Señor, no viene de los acuerdos que hacemos con otros, sino del acuerdo sincero de cada uno de nosotros por hacer la voluntad del Padre y a la fidelidad en el cumplimiento de los términos de nuestro pacto. Esta fue la base de la unidad de Jesús con el Padre.

Cuán dulce es la solicitud del Maestro: “Padre, quiero que también, a quien me has dado, estén conmigo donde yo estoy; para que vean mi gloria, que me has dado: porque me has amado antes de la fundación del mundo.” (vs. 24) El versículo 26 continúa: “Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún: para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos.” La verdad es que Jesús amó a los suyos hasta la muerte, por lo que deseaba para ellos el tesoro más valioso en el universo—el amor infinito del Padre Celestial.

Jesús sabía que esta solicitud para que sus discípulos estuvieran con él estaba en consonancia con la voluntad de su padre, pues en el aposento aquella noche él había dicho a sus discípulos: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay: si así no fuera, yo os lo habría dicho a vosotros. Me voy a prepararos un lugar para vosotros. Y si me voy y preparo un lugar para vosotros, vendré otra vez, y os tomaré; que donde yo estoy, vosotros también.” (John 14:2, 3) ¡Qué perspectiva bendita! La contemplación de esta gran alegría del futuro hará mucho por ayudarnos, como ayudó a Jesús, a soportar la cruz y despreciar la vergüenza, a medida que seguimos sufriendo y muriendo con él. —Sal. 16:11; Heb. 12:2, 3

A GETSEMANÍ Y AL CALVARIO

Desde el aposento esa noche fueron Jesús y sus discípulos al Jardín de Getsemaní, donde ofreció aquella memorable oración de renuncia a su Padre, “Pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mat. 26:39) Judas, que había abandonado el aposento antes que los demás, fue más tarde a Getsemaní también, no para velar con el Maestro, sino para traicionarlo con un beso. Desde el jardín Jesús fue llevado ante el sumo sacerdote y luego juzgado ante Pilato.

El resultado de estas comparecencias era inevitable, pero el Cordero de Dios no abrió la boca en defensa propia. Se le colocó sobre la cabeza una corona de espinas. Se le golpeó y le escupieron. Fue colgado en una cruz, sostenido sobre ella con clavos que cruelmente traspasaron las manos y los pies. Cuando la noche se acercaba, su costado fue atravesado para asegurarse de que estaba muerto realmente.

En cumplimiento de la profecía, Jesús sintió momentáneamente la pérdida de la sonrisa de su padre y clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” A continuación, y en confianza, dijo, “Consumado es”. Por último, pronunciando sus palabras finales de entera confianza y resignación ante la muerte dijo a su Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”—mi vida. En estas pocas palabras se resume el significado existencial de la Cena Conmemorativa para nosotros. —Mat. 27:46; Juan 19:30; Lucas 23:46

Cuando hicimos nuestra consagración para hacer la voluntad del Padre, significaba que estábamos entregándole nuestras vidas para hacer con ellas lo que deseara. ¿Sigue siendo válido ese compromiso? ¿Estamos deseosos día a día, y en cada experiencia de la vida, de hacer la voluntad del Padre? Esta es una de las lecciones prácticas más importantes a la hora de participar del “pan” y de la “copa”. Es sólo como día a día a media que entregamos nuestras vidas sin reservas al Señor que estaremos dispuestos a decirle al final del camino con el corazón, como lo hizo Jesús, “En tus manos encomiendo mi espíritu.” Por lo tanto, como dijo Pablo, “Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así el pan, y beba de la copa.” —1 Cor. 11:28.

El mes de Nisán, en el que se guardaba la Pascua judía, ha sido señalado por Dios como el “principio de los meses” para los israelitas. Puede que la Cena Conmemorativa este año sea el comienzo de un año nuevo lleno de bendiciones en el Señor para todos los verdaderamente consagrados. Puede que sea un año de renovada energía al servicio de nuestro Padre Celestial, a la verdad y a los hermanos. A través de todos los días que vengan, vaciándonos de nosotros mismos, puede que el amor de Dios nos haga cada vez más ricos a medida que siga siendo “derramado en nuestros corazones.” —Rom. 5:5



Asociación De los Estudiantes De la Biblia El Alba